Paraguay plantea reto a democracia en AL

El juicio político es una figura jurídica que hereda el continente americano del “impeachment” anglosajón y del “juicio…

El juicio político es una figura jurídica que hereda el continente americano del “impeachment” anglosajón y del “juicio de residencia” estudiado por los historiadores del derecho y proveniente del antiguo ordenamiento jurídico castellano e indiano.

Fue adoptado por primera vez en América en la constitución de los Estados Unidos de 1787 como una manera de equilibrar el poder entre el Ejecutivo- encarnado en la figura presidencial- y los demás poderes del Estado, por lo que, para su puesta en ejercicio deben concurrir –sigue siendo igual en la actualidad- el presidente de la Corte Suprema (presidiendo el juicio) en representación del Poder Judicial y el Senado, en representación del Poder Legislativo, siguiendo un sometimiento hecho por la Cámara de Representantes, y para lo cual deben prestar juramento especial de manera que se revista el proceso de objetividad jurídica y no se convierta así en el fútil y anómalo ejercicio de un poder legislativo en funciones de poder judicial.

En los países de Latinoamérica se adoptó este procedimiento, pero al tener influencias ibéricas, se hizo una especie de “coctel” con el “juicio de residencia” empleado por los españoles para determinar la probidad o no de la gestión de sus enviados en misión de administradores y conquistadores al continente. Tan solo en la constitución Argentina existen casi las mismas formas del juicio político establecido por primera vez en la constitución de los Estados Unidos, país que, importante es apuntar, en toda su historia constitucional tan solo ha sometido a dos presidentes a este tipo de proceso, Bill Clinton y Andrew Johnson y ambos fueron absueltos.

Podría decirse cualquier cosa sobre el juicio político, sin embargo es imposible negar que, una vez positivizado en el ordenamiento jurídico nacional y poseyendo la tradición de más de cinco siglos como instrumento de contrapeso en las atribuciones de los poderes del Estado, sea eminentemente legal, aunque su ejercicio se desvirtúe en función de la subjetividad política de los Estados, de la animosidad de los encargados de aplicarlo, así como de los mecanismos y parámetros del debido proceso.

En este último caso, el juicio político se convierte en una herramienta política pero que, sin embargo, por estar establecida en la constitución como una prerrogativa de un poder estatal específico, no deja lugar a dudas sobre su legalidad y lo que podría discutirse entonces sería si la manera en la que fue utilizada se hizo respetando los derechos de la otra parte y observando las reglas insoslayables del debido proceso. Esta discusión traería necesariamente a colación el tema de la justeza de la decisión emanada del enjuiciamiento político y de la máxima de que “no todo lo legal es justo”.

Las constituciones de doce países de nuestra América permiten el juicio político. Solo nueve de ellas lo permiten a nivel presidencial; por el contrario, la figura del referéndum revocatorio existe en la mayoría de ellos, aunque en algunos no se permite la revocación para funcionarios electos por voto popular, como es el caso de nuestro país y México.

El juicio político y el referéndum revocatorio son dos herramientas determinantes en la democracia representativa y en la democracia participativa, respectivamente. En América Latina, paradójicamente, son los presidentes de países del neosocialismo, como Venezuela y Bolivia, los que enarbolando la teoría de que la democracia participativa es más justa que lo que legalmente establece la representativa, se han sometido a referéndum revocatorios de mandato, pues, aunque podría ser legal que los representantes del electorado los revoquen, cuanto más justo lo es que, aquellos que eligieron tanto a los representantes instituidos en poder legislativo como a la persona que se desea inhabilitar por acusaciones bien o mal fundadas, decidan con el voto popular lo que los primeros pueden hacer con un voto congresual.

Paraguay es solo la demostración de que la democracia puede usar artilugios legales para golpearse a sí misma. Hoy nos damos cuenta de que los golpes de estado en nuestra América no son cosas del pasado y de que nuestro sistema democrático amerita garantías de supervivencia de mayor calado, así como de procedimientos legales más complejos que le cierren el paso a los que, echando mano de atribuciones legales, producen efectos éticamente contrarios a la justicia y a la propia democracia.

Aun cuando se aísle temporalmente a Paraguay del sistema de mercado e integración que vive América del Sur, nada podrá hacerse para traer a Lugo de nuevo al poder.  Eso, él mismo lo sabe desde antes de ser destituido por el Senado, pues el poder legal y constitucional, en este caso esgrimido por el Congreso Nacional, es la punta de lanza de las apetencias políticas de sus adversarios, aparte de que todo esto es quizás, aunque éticamente injusto o amoral, el resultado de sus pocas luces exhibidas como gobernante en su mandato.

Al final, América debe crear mecanismos que revisen los postulados de la democracia representativa y que limiten su ejercicio solo a aquellas funciones que, por causa de fuerza mayor, no pudieren ser llevadas a cabo bajo el amplio paraguas de una democracia participativa abocada a crecer y a desarrollarse integralmente en todas las relaciones de un estado de derecho.

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