Libertad de expresión y cultura democrática

“1984” es la gran novela distópica del siglo XX.  George Orwell la terminó en 1947 apenas tres años antes de morir de tuberculosis en el año de 1950.

“1984” es la gran novela distópica del siglo XX.  George Orwell la terminó en 1947 apenas tres años antes de morir de tuberculosis en el año de 1950. La misma es una crítica frontal contra los totalitarismos, un “panfleto contra el todo” y un llamado a las conciencias por los valores democráticos. Y, aunque fue muy actual en el momento de su redacción, si pensamos en la presencia física de Stalin y de Hitler, no es menos cierto que resultó futurista, debido a la descripción que hace de todos o de cualquier régimen totalitario o con aspiraciones de serlo.

Uno de los primeros pasos de todo poder absoluto es “prostituir las palabras”, apropiarse de las ideas y someter el pensamiento de los ciudadanos (súbditos). En la novela la lengua va cambiando hasta hacerse funcional, para que cada palabra tenga un único significado, y limitar así la creatividad y las interpretaciones, a esto le llaman “neolengua” y su finalidad “es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente” (Mestas Ediciones, 2008: 284, p. 58), afirmándose luego que “la revolución será  completa cuando la lengua sea perfecta” (p. 59).

De igual forma, estos regímenes controlan la información, para crear una “historia” acorde con el partido y el líder máximo –que en la novela es llamado “El Gran Hermano”- tergiversando la realidad, así “la mentira pasaba a la historia y se convertía en verdad”, afirmando más adelante un eslogan del partido que “El que controla el pasado (…) controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado” (p. 43-44).

Para esto de “reescribir la historia” hacían un permanente trabajo de manejo de las “estadísticas que indicaban que todo el mundo tenía más comida, más ropa, mejores casas, mejores entretenimientos, que todos vivían más tiempo, trabajan menos horas, eran más sanos, fuertes, felices, inteligentes y educados que los que habían vivido hacía cincuenta años” (p. 77).

A todo esto, era tal el control del partido sobre la vida de sus súbditos que hasta “el acto sexual, bien realizado, era una rebelión” (p. 72). Y las habitaciones tenían cámaras –telepantallas- para observar cualquier movimiento que pudiese ser considerado como incorrecto. Incluso el “pensar” podía ser considerado traición, para lo cual existía una “Policía del Pensamiento”. Más, aún en aquel mundo oprobioso y descarnado había “un sitio de mal agüero (donde) los antiguos y desacreditados jefes del partido se habían reunido… antes de ser purgados definitivamente”, un lugar, por demás, “refugio de pintores y músicos” (p. 61), donde, casi inconscientemente, se podía discrepar, aunque a veces solo con un gesto, con una mirada un suspiro o un pensamiento, el lugar se llama “Café del Nogal”.

Al efecto, debemos construir más espacios como ese, enfrentando cualquier intento de limitar la libertad de opinión –expresión-, o de críticas constructivas a las ejecutorias públicas, así como los intentos de impedir la fiscalización de los fondos públicos y las solicitudes de rendición de cuentas de quienes manejan “la cosa pública”, promoviendo de esta forma una cultura democrática, transparente, participativa e institucional.

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