García Márquez, la soledad y la gloria

Todo buen libro es pasible de varias lecturas y de ser enriquecido por cada lector. No importa las veces que hayamos leído nuestros textos favoritos, estarán siempre frescos, renovados. En este sentido Borges afirma, en una conferencia sobre “La&#8230

Todo buen libro es pasible de varias lecturas y de ser enriquecido por cada lector. No importa las veces que hayamos leído nuestros textos favoritos, estarán siempre frescos, renovados. En este sentido Borges afirma, en una conferencia sobre “La Divina Comedia”, que a pesar de haberla leído tantas veces sabía que “apenas lo abra mañana encontraré cosas que no he encontrado hasta ahora.” Esta impresión de sorpresa y hallazgo es la que sentimos al leer una página del Quijote, un poema de Neruda o un discurso de Martí.

En 1967 se publicó uno de esos libros clásicos, permanentes. Fue el fruto de 18 meses de encierro voluntario en “La cueva del crimen” (nombre dado al cuarto de trabajo del escritor), “a un ritmo de ocho a diez horas diarias”. Había escrito cuatro libros antes de aquél, novelas y cuentos que pasaron desapercibidos por el gran público, pero que lo formaron en el oficio de escribir a base de estudio, empeño y talento.

García Márquez nació el 6 de marzo de 1928 en Aracataca, un triste y olvidado pueblo colombiano a donde no llegaban las brisas de la civilización, cuyo recuerdo histórico más trascendente fue una huelga que los trabajadores del banano protagonizaron en 1928, terminando con una masacre que la historia no registra o más bien minimiza.

Hasta los ocho años vivió en casa de sus abuelos maternos, una casa grande llena de mujeres supersticiosas que “hablaban con los muertos y tejían mortajas para morir al concluirlas”. Una casa con dos hombres: el niño despierto y preguntón, y el coronel Nicolás Ricardo Márquez, hombre autoritario, siempre pulcro y con bien ganada fama de militar por haber participado en la guerra civil de 1900.

De Aracataca es enviado a Barranquilla donde hace la preparatoria, y de allí a Zipaquirá, una ciudad andina cercana a Bogotá a cursar sus estudios que termina en 1946.

En 1947 se matricula en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Bogotá. Sin embargo, no termina sus estudios por estar “mordido por la literatura y el periodismo”. Allí, en vez de códigos y leyes leía poesías, “novelas y más novelas”.

En 1955 publica su primer libro, “La Hojarasca”. Novela donde los monólogos de sus personajes son el eje central de la acción que se desarrolla en el mítico pueblo de Macondo, desde la fundación del mismo hasta 1928.

En 1957 termina su segunda novela, “El coronel no tiene quien le escriba”, que tuvo su primera edición en 1961 y no alcanzó los 1500 ejemplares. Es una novela breve donde el realismo, la precisión objetiva, el elemento político y la violencia están presentes con mucha intensidad, pero sin llegar a lo panfletario.
El héroe es un resignado coronel que durante cincuenta y seis años, semana tras semana, cada viernes, “no había hecho otra cosa que esperar” su pensión de veterano de la guerra civil, que no llegaba.

Luego publica la colección de cuentos “Los funerales de la Mamá Grande”, y más tarde, en 1962, “La mala hora”, su cuarto libro. Hasta aquí su biografía no tiene nada de espectacular (como la tuvo su admirado Hemingway, por ejemplo), era una modesta vida llena de estrecheces y limitaciones, ejerciendo el periodismo para comer y escribiendo de noche, robándole horas al sueño, “para vivir”, envolviendo en los mantos de la ficción los fantasmas de su niñez.

La espera terminó en 1967 a los treinta y nueve años y luego de más de una década de la aparición de su primera novela. Sin embargo era escéptico, de sus “libros anteriores sólo se habían vendido hasta entonces unos mil de cada uno” por lo que nunca pensó en el inmensurable éxito que alcanzaría este libro, su quinto, en el público.

La primera edición, de unos veinte mil ejemplares, publicada por la Editorial Sudamericana se agotó en quince días y en una sola ciudad: Buenos Aires. Y, como afirma Vargas Llosa en “Sables y Utopías”, “una crítica unánime confirmó lo que habían proclamado los primeros lectores del manuscrito: que la más alta creación literaria americana de los últimos años acababa de nacer” (Cien añ
os de soledad: el Amadís en América, 1967).
“Estaba seguro de que tendría buena crítica. Pero no de su éxito en el público” dice García Márquez en “El olor de la guayaba”, conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, para luego confesar que nunca se imaginó que se vendería “en todas partes como salchichas calientes”. Obviamente, hablamos de “Cien años de soledad”.

De García Márquez puede decirse lo que este afirma en la novela del fundador de la estirpe de los Buendía, José Arcadio: “cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia”.

En esta novela, publicada hace unos cuarenta y cinco años todo puede ocurrir. En los primeros párrafos, al fundar el pueblo, inicia la magia: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.

Luego llegan los gitanos con los “inventos”: Imanes que desenclavaban los clavos y tornillos de las casas, dándoles “vida propia”; catalejos que “eliminaban las distancias” y lupas gigantescas para encender cosas al concentrar los rayos solares.

Gitanos que mueren de fiebre “en los médanos de Singapur” y cuyo cuerpo es “arrojado en el lugar más profundo del mar de Java”, pero regresan a la vida pues “no pueden soportar la soledad”. Efectivamente, Melquíades “sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes”.

También se encuentra un “enorme galeón español” “firmemente enclavado en un suelo de piedras” a doce kilómetros de distancia del mar. Lo que hace exclamar a José Arcadio que “Macondo está rodeado de agua por todas partes”.

Y vemos además mujeres que rodeadas por una sábana blanca ascienden al cielo en cuerpo y alma; parejas “cuyas fornicaciones formidables propagan en torno suyo la fecundidad animal y vegetal”; un diluvio bíblico e ininterrumpido que duró “cuatro años, once meses y dos días”; un descendiente producto del incesto que nace con “una cola de cerdo”; otro –Mauricio Babilonia- alrededor del cual vuelan mariposas amarillas.

Además, un héroe legendario, el coronel Aureliano Buendía, que promovió y perdió treinta y dos revoluciones, tuvo diecisiete hijos ilegítimos con diecisiete mujeres distintas, todos asesinados en una sola noche, con el golpe mortal en la frente. Quien fue jefe del partido liberal, “escapó a catorce atentados, a sesenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo”, que nunca permitió que lo fotografíen y terminó sus días fabricando “pescaditos de oro” en su “taller de Macondo”.

En esta novela fenomenal, “donde están todos los trucos de la vida y del oficio”, los mitos y las leyendas van unidos a la realidad más objetiva, al extremo que es casi inútil tratar de separarlos, y la obra en su conjunto, poco más que imposible querer definirla. La misma ha sido traducida a todos los idiomas cultos y su autor fue por mucho tiempo el más conocido e imitado escritor del mundo.

En sus últimos años padeció de alzheimer, no recordaba a sus amigos. Se contagió de “la peste del olvido” que azotó a Macondo y obligaba a sus habitantes a marcar cada cosa con su nombre, hasta que se les olvidó leer. Más, como todo escritor, (Gabo o Gabito, como le llamaban sus amigos), vivirá en su obra.

De su amplia bibliografía “Cien años de soledad” le es suficiente para obtener la inmortalidad, ya que es una obra de tales dimensiones que no exageramos al calificarla de perfecta y que sin dudas, citando a Borges, “irá más allá de mi vigilia y de nuestras vigilias”. l

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