Atisbos de Medea

CORO: ¡Tierra, diosa Tierra; rayos de Helios esplendentes; ved a esta mísera mujer antes que su mano se enrojezca con la sangre de sus propios hijos, esos que ella misma dio a luz!MEDEA (Tragedia de Eurípides, año 431 a.C.)

CORO: ¡Tierra, diosa Tierra; rayos de Helios esplendentes; ved a esta mísera mujer antes que su mano se enrojezca con la sangre de sus propios hijos, esos que ella misma dio a luz!

MEDEA (Tragedia de Eurípides, año 431 a.C.)

Cuando ella intenta disuadirlo, convencerlo, en el instante en que propone que su acto no es honrado sino una flaqueza, y cuando su voz ahora llana y persuasiva, hecha de palabras serenas y conmovedoras, revela el centelleo de una batalla furtiva, de una flama insaciable y recóndita que la consume, que le devora las carnes y la deja a merced de las pasiones más indignas, ya él ha provocado su destino.

Los vieron salir del bar y caminar, tomados de la mano, por la calle alargada en un trayecto de besos cautelosos y someros. Ella le confiesa su amor, y él sonríe. Se detienen ante cada árbol. Vagan entre las nubes y los resquicios de luz.
Caminan sin prisa hasta la orilla de la tarde. La mujer es hermosa, como de belleza animal, apenas prevenida de su magnetismo. El crepúsculo se transforma entonces en un trozo de lumbre, en un juego de soles, en pedazos de frases que se cruzan y hacen volteretas entre las bocas entreabiertas. Más tarde, el fulgor agoniza dentro de aquella habitación de muebles borrosos, en aquella madriguera de vestidos desinflados y zapatos a la deriva, de medias enroscadas por ahí, en aquella embarcación a contraluz impregnada por el perfume de emociones confusas, por el rumor de gestos febriles. Del tumulto de sábanas y almohadas sobresale su brazo desnudo, con la cabellera tendida hacia el suelo como un chorro de agua oscura y repentina.

(Deseo ser ligera y que el peso de mi cuerpo me abandone en las treguas profundas de este río, y que no me atrapen las raíces sumergidas y que la muerte soñada se haga rito de amores hundidos, ceremonia de un castigo escrito en el torrente de las palabras eternas, garabateado en el agua sin término de los pactos fatales. He de matar para limpiar la traición. He de robar la vida para encumbrarme a las inmensidades de la venganza. He de tomar viento y fuego, claridad y extravío, para borrar por siempre la memoria de este ultraje).

El vestido es primorosamente rojo, de seda, con un corte que alcanza hasta las rodillas. El brazalete, de oro, exhibe un corindón engastado en alardes de orfebrería. Sin remitente, ambas piezas llegan a la casa. Las entregaron unos niños, ha dicho alguien. La mujer observa el regalo innominado. Resulta tentador. Se desnuda entonces y coloca el traje sobre su cuerpo. Será un furtivo obsequio de él, piensa, mientras introduce la mano derecha en la pulsera. Una mirada en el espejo. Los dedos, las uñas discretamente coloreadas, las líneas indescifrables, el perfil fuerte y esbelto de esos huesos que ensayan un ademán impúdico frente al cristal. Todo perfecto. Admirable.

Hasta que en un soplo colérico y umbrío los dedos largos del miedo se enrollan en su cuerpo y la estrujan y la estremecen, porque el traje de seda y la muñequera son ahora una sola llamarada ciega, una imperceptible hoguera atroz que consume la carne espuria y convierte su melena en un manojo de gusanos oscuros y rollizos y apestosos, en una sorda fogata que lo incendia todo y devora la habitación y la casa, y que transforma en cenizas los rastros de aquella alevosía, como un potente remolino de fuego que rescatara el honor agraviado del ángel de la muerte.

(Amarte es como una necesidad de ahogarme. Tu amor me destruye y tu traición me empuja hasta las raíces de la vida, hasta la frialdad nefasta de la muerte. Hija de la noche, hermana del sueño, voladora de alas negras, dadora de eternidades, liberadora de congojas, purificadora de injurias, instrumento de la revancha: ven a mí, muerte bienhechora y ardorosa. Por ti, venganza, cortaré en pedazos mi propia carne, derramaré la sangre de mis criaturas, extinguiré los frutos de un amor corrompido y aciago. Por ti, venganza, maldeciré mi vientre y haré pedazos la vida y me hundiré en el vacío).

La alcoba es grande. Los dos niños están sentados. Con opacidad de infortunio, la luz es triste. Ella se acerca al menor de los chicuelos. Lo abraza. Después, besa su frente. En la mano está el cuchillo. La hoja avanza en el aire oscuro de la habitación. Detrás del filo, que se desliza y corta con suavidad la garganta del muchacho, salta un hilo rojizo e indetenible. Con el abrazo y el beso, la acción se repite. Ahora la mujer está de pie: la mirada hueca y la daga teñida.
Pareciera la voluntad de un turbio destino aquel silencio inmóvil y aterrado. Los cuerpos, inertes, reposan en sus butacas. El desquite se ha cumplido. Tan sólo un arrebato de estrellas desnudas ocupa ahora el aposento.

El viento es divinidad ardiente, de revueltas plumas innumerables. Sobre caballo de fuego, un demonio de áspera melena vaga sin cesar en las ínfulas del aire…

Posted in Sin categoría

Más de

Más leídas de

Las Más leídas