El último

A lo lejos se escuchaba el susurro del viento.  Los árboles no ponían resistencia y dejaban llevar sus ramas al vaivén de la brisa. Las hojas se abrazaban una a otra, confundidas en la oscuridad de la madrugada, alumbradas solo por la luna y sostenida

A lo lejos se escuchaba el susurro del viento.  Los árboles no ponían resistencia y dejaban llevar sus ramas al vaivén de la brisa. Las hojas se abrazaban una a otra, confundidas en la oscuridad de la madrugada, alumbradas solo por la luna y sostenidas por la generosidad de las ramas que esperaban la llegada del otoño para descansar.  En aquel barrio, ubicado en un apartado espacio, en las afueras de la ciudad, no se escuchaba el canto de los gallos pregonando la llegada del alba; tampoco se escuchaba el ladrido de los perros alertando a sus amos, mientras los moradores de la barriada, intentaban descansar en los brazos de Morfeo, aunque les era inútil. Solo uno de los habitantes permanecía de pie y se le notaba preocupado. Todos lo llamaban por el nombre de El Último y le habían encomendado una gran misión. Tan pronto se mudaban en aquel barrio los habitantes perdían sus nombres, eran llamados por su orden de llegada y las moradas obedecían a los mismos criterios de construcción, aunque algunas eran  más grandes que otras, atendiendo a las condiciones económicas de sus dueños, pero eran levantadas en espacios similares, cuidadosamente medidos para que no faltase ni sobrase nada. Solo los portentosos gozaban del privilegio de obtener un espacio adicional para recibir las visitas de sus  familiares y amigos.

Aunque algunos, una vez se mudaban allí, eran olvidados y nunca recibían visitas. Lo que nadie se explicaba era por qué sus nombres cambiaban por números tan pronto se mudaban a la barriada. Tampoco nadie se interesaba por saber las razones. Luego de llegar permanecían  en el barrio y en raras excepciones se mudaban. No importaba su edad, sexo, raza, profesión o religión, todos, una vez allí, se dedicaban a la misma labor y eran severamente vigilados para que cumplieran con su obligación. Desde que llegaban al barrio les asignaban un reloj que colgaban de su cuello con una cadena. Era un reloj que funcionaba sin pilas y sin cuerdas. Era un reloj que marcaba los años, los días, las horas, los segundos y las centésimas de segundo. El trabajo de cada uno de los habitantes del barrio era observar su reloj con la instrucción precisa de apretar un botón para  detener su esférico recorrido justamente con la llegada de alguien a quien no conocían, pero que era su  líder. Debían precisar el año exacto, el mes exacto, la hora exacta y el minuto exacto con sus respectivos segundos y centésimas de segundo en que  llegaría su líder, quien partió y a pesar de que dijo que volvería, no especificó cuándo pero les advirtió que estuvieran atentos, por eso en aquel barrio todos portan un reloj con iguales características, el cual miran casi con devoción.

Una vez llegado al barrio, nadie salía sin el consentimiento de la máxima autoridad, quien para garantizar su regreso, lo hacía acompañar de una escolta compuesta por tres de sus asistentes.

El Último, quien fue convocado a una reunión con carácter obligatorio, dejaría de ser llamado así tan pronto se mudara alguien más. Luego de eso, El Último, sería llamado por su número: el 352, que era su orden de llegada al barrio.

Por lo general los habitantes del barrio llegan solos, aunque a veces se mudan familias completas que caen en desgracias y son expulsadas de la gran ciudad.
Al tiempo de vivir allí se muda otro familiar y a veces varios que también son expulsados, a quienes facilitan un espacio y ofrecen lo poco que tienen. Se dan situaciones en que algunos de los habitantes, gustosamente, ceden sus lugares aunque duerman a la intemperie para que el recién llegado esté cómodo. En otros casos son forzados a dejar sus espacios para nuevos moradores, lo cual aceptan con resignación, pues no pueden hacer nada para evitarlo.

Cuando llegó a aquel barrio donde no ladran los perros ni cantan los gallos, no entendía por qué le llamaban El Último, pero a los pocos días, mientras se acostumbraba al lugar, se enteró de las razones y no puso pretextos. Pese a que le gustaba su nombre sabía que nunca más lo escucharía. Se acostumbraría tanto a su nuevo nombre que hasta olvidará cómo le llamaban cuando vivía en la gran ciudad. Que le llamasen El último era la regla del lugar y se adaptó a ellas sin preguntas ni reclamos. También se adaptó a su nuevo rol, aunque en principio no entendía su condición social. Pronto observó que los habitantes de la gran ciudad les temían como si fuesen delincuentes y que vivir en ese barrio era un castigo, una confinación a la que todos rehuían. En casos excepcionales algunos aceptaban, voluntariamente, mudarse de la gran ciudad, pero la gran mayoría hacía lo indecible por ni siquiera visitarlo, pues lo consideraban lo peor.

La noche anterior, el señor Primero, como le decían al número Uno por ser el fundador del barrio, reunió a los 352 habitantes. Nadie faltó a la reunión, como era costumbre.

Todos respetaban al señor Primero, quien ejercía su poder autoritario y absoluto, era un caudillo sin oposición.

Como vivían en la marginalidad, el señor Primero era el único que recibía visitas de personas que no eran sus familiares.  A veces se sorprendía al ver los rostros de personas que nunca pensó que irían a visitarlo. Ese era su privilegio. Solo él estaba autorizado a recibir visitas de personas extrañas a quienes nunca había visto, pero que iban a verlo, conversaban con él, les llevaban regalos, los cuales cuidaba celosamente.

Nadie más gozaba de ese privilegio y el señor Primero, como un dictador, con todo su autoritarismo, hacía respetar sus derechos, aunque a veces le incomodaba recibir a ciertas personas de la gran ciudad que solo iban a solicitar favores individuales, los cuales se comprometía a realizar.

Había llegado la hora fijada para escuchar el informe de El Último, era la reunión número 350 y los habitantes escucharon con atención las preocupaciones del señor Primero.

Habían dejado vacías las pequeñas moradas para ir a la convocatoria. Todos acudieron a la cita. Justo a la media noche se inició la reunión y el señor Primero tomó el control del escenario. Pasó revista y miró uno a uno a los presentes para asegurarse de que no faltara nadie. Era una revisión innecesaria porque todos acataban las reglas y nadie osaba faltar. Sus ojos se fijaban en cada uno de los rostros de los moradores de aquel poblado, quienes bajaban las miradas como muestra de respeto y sumisión. Observó con atención que cada individuo estuviese en el lugar que le correspondía y con su reloj colgando del cuello. La organización era tal que cada habitante tenía su grupo, pero al mismo tiempo imperaba la igualdad, nadie era más ni era menos que su semejante, sólo el señor Primero tenía privilegios pero también llevaba un reloj colgado del cuello.

Finalmente la mirada del señor Primero se clavó en la figura de El Último, quien también inclinó la cabeza y bajó la vista en muestra de obediencia.

Desde que fue confinado a aquel barrio, meses después de la fundación de la gran ciudad, el señor Primero había pronunciado el mismo discurso en 350 ocasiones. Los moradores sabían hasta la entonación que daría a sus palabras y el momento justo en que haría una pausa para clavar sus miradas en los concurrentes. Se preguntaba ¿por qué allí la tierra no daba frutos?

No sabía ¿por qué los gallos no cantaban en las madrugadas? y también se preguntaba ¿por qué los perros no ladraban por las noches?. También se preguntaba cuándo llegaría su líder para quitarse aquel reloj sujetado por una cadena y que llevaban colgando del cuello.

 Desde su llegada al lugar, el señor Primero asumió el control sin que nadie lo proclamara como autoridad y también impuso sus reglas, las cuales copió de otros barrios similares y se traspasaban como una tradición de barrio a barrio.
Su autoridad era como una fábula, un mito que todos creían, una herencia que nadie se atrevía a cambiar ni a rebatir. Lo primero que hizo fue colgarse su reloj para observar el paso incansable del tiempo y precisar el momento exacto en que llegaría su líder y guía, a quien no conocía y solo tenía algunas referencias de quién era por las historias extraordinarias que había leído de él. Su líder era el único que había salido del barrio y prometió volver a buscar a sus compañeros. Las hazañas del líder eran narradas en interminables y fantásticas historias aceptadas por muchos e ignoradas por otros. Justamente esas hazañas fue lo que motivaron su expulsión de la gran ciudad, lo cual asumió con humildad y sin protestar.

El señor Primero había realizado 350 reuniones. El señor Primero estaba indignado porque no había encontrado respuestas a sus inquietudes. Había hecho la misma encomienda a los ancianos, a las mujeres y hasta a los niños de la barriada, pero nadie sabía decirle ¿por qué la tierra se negaba a parir? y veía que solo la hierba florecía en los espacio vacío entre una casa y otra. Desde que llegó allí no encontraba respuestas al por qué los gallos no cantaban para anunciar la llegada del día, y los perros no ladraban. Pero lo que más le incomodaba era que habían perdido hasta el derecho a las protestas; las autoridades de la gran ciudad no les hacían caso, mientras el barrio languidecía con el paso de los años.

A pesar de las precariedades, la población del barrio crecía en forma sostenida y pese a las deficiencias del lugar, pese a que la tierra no daba frutos, pese a que los gallos se negaban a cantar y pese a que los perros no ladraban por las noches, nadie se mudaba de allí y los que llegaban se adaptaban sin pretextos.

Con cierta frecuencia y ante la indiferencia de las autoridades de la gran ciudad, llamadas a protegerlos, sus casas eran saqueadas y hasta las ropas les llevaban. En casos insólitos hasta parte de sus casas les robaban.

Las autoridades de la gran ciudad no atendían a sus reclamos y se negaban a apresar a los malhechores y desaprensivos que invadían sus propiedades. Las víctimas de los robos eran fáciles de identificar, cuando se les observaba dormir casi a la intemperie y como nadie osaba faltar a las reuniones  acudían hasta en ropa interior. En la reunión 301, el señor Primero esperaba, como en las ocasiones anteriores, que El Último encontrara respuestas a sus interrogantes.
Los 351 habitantes tenían esperanza de que El Último les diera respuestas, pues cuando vivía en la gran ciudad era un hombre de buena reputación y ostentaba títulos universitarios y gozaba de irrebatible prestigio por poseer una gran capacidad intelectual, pero cayó en desgracia a tal punto que no tuvo otra opción que aceptar la expulsión y mudarse de la gran ciudad.

Se le había encomendado la tarea de encontrar respuestas a las interrogantes. Luego de escuchar las exposiciones y argumentos de los más letrados habitantes, El Último se dirigió a los presentes y con voz pausada exclamó:
-Aquí la tierra no pare, los gallos no cantan al llegar el alba y los perros no ladran por las noches. Aquí las autoridades de la gran ciudad no llegan y los desaprensivos roban nuestras casas sin que podamos hacer nada para evitarlo. ¿Ustedes saben por qué?-

 -Preguntó y dirigió la mirada hacia el señor Primero y le dijo: – Porque estamos muertos señor Primero, o debo decir: señor Barón. Esto es un cementerio.

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