Queremos tanto a Julio

Seguro una buena traducción tiene mucho del traductor. Uno bueno le pondrá vida, color, emoción; uno malo no, podría incluso empeorar lo que traduce, obligándonos a dejar el libro en los primeros párrafos. Por suerte han existido traductores…

Seguro una buena traducción tiene mucho del traductor. Uno bueno le pondrá vida, color, emoción; uno malo no, podría incluso empeorar lo que traduce, obligándonos a dejar el libro en los primeros párrafos. Por suerte han existido traductores como Julio Cortázar (Bruselas, 26 de agosto de 1914 – París, 12 de febrero de 1984), que dan la sensación al terminar un libro de que ha sido escrito a “dos manos”, entre él y el autor, mejorándolo.

Esto me sucedió al terminar de leer por primera vez, aquella novela histórica sin referentes ni iguales: “Memorias de Adriano”, de Margarite Yourcenar, traducida por Cortázar en la década del 50. Es una imprudencia afirmar que fue lo primero que leí de él, pero me gusta la idea.

Todas las referencias sobre Cortázar establecen que parecía más joven de su edad real. Y, lo más importante, que sus escritos tienen ese impulso juvenil, renovado, de inmensa curiosidad, de hallazgo y de pasión permanente por la literatura y por la vida.

Efectivamente leerlo es siempre un ejercicio de sorpresa, de juego y de risa, pocos escritores tan actuales como él. Cada vez parece la primera, como sucede con los clásicos –como lo es él-, o simplemente con nuestros libros favoritos, aunque no tengan esta etiqueta –como le gustaría a él-. Pasa con “Rayuela” en cualquiera de sus posibles lecturas, Cortázar sugirió dos. Y, personalmente, con “Historias de Cronopios y de Famas” (1962), un pequeño libro inagotable y, como bien dice la contraportada de la edición que poseo, “un antídoto seguro contra la solemnidad y el aburrimiento”.

El libro contiene sesenta y cuatro “escritos” cortos –para no limitar su clasificación como “relatos”-, donde la ironía, el humor y el sarcasmo están a flor de piel, y está dividido en cuatro partes: “Manual de instrucciones”, “Ocupaciones raras”, “Material plástico” e “Historias de cronopios y de famas”.

De antología son las “Instrucciones para subir una escalera” “…de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas”. O, cuando luego de insinuar una descripción del pie izquierdo y el derecho dice: “Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie”.

Sorpresivo es el “Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj”, al darnos cuenta al final de la lectura que somos un regalo ofrecido al reloj para su cumpleaños y no al revés.

En “Conducta en los velorios”, afirma que allí se producen “las formas más solapadas de la hipocresía”. Y “Acefalia”, que bien pudiese ser un guiño político, cuando dice que “A un señor le cortaron la cabeza, pero como después estalló una huelga y no pudieron enterrarlo, este señor tuvo que seguir viviendo sin cabeza y arreglárselas bien o mal”, nos recuerda “La mancha indeleble”, genial cuento de Juan Bosch.

Y así es todo el libro: un descubrimiento y goce paso a paso. En “Simulacros”, por ejemplo, dice: “Somos una familia rara. En este país donde las cosas se hacen por obligación o fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres, las tareas porque sí, los simulacros que no sirven para nada”. Y a desgano agrega que “El lunes una parte de la familia se fue a sus respectivos empleos y ocupaciones, ya que de algo hay que morir”, anotaciones que bien podríamos hacer nuestras.

El 26 de agosto pasado se cumplieron 100 años del nacimiento de Cortázar, el mundo literario está de fiesta y bien merecida. Sus lectores le queremos tanto -como a Glenda, la Actriz del cuento-, que sin dudas el mejor homenaje es leerlo –o releerlo- y como él, optar “por la alegría, lo que siempre es preferible”.

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