El dinero público al servicio de la gente

El Estado es una pieza central de cualquier arreglo social que vaya en la dirección de lograr que seamos una sociedad más productiva, con menos sufrimiento humano derivado de privaciones materiales básicas, y más integrada y con mayor cohesión…

El Estado es una pieza central de cualquier arreglo social que vaya en la dirección de lograr que seamos una sociedad más productiva, con menos sufrimiento humano derivado de privaciones materiales básicas, y más integrada y con mayor cohesión social. 

Uno de los roles más importantes para conseguir esos objetivos es que provea servicios sociales de calidad para crear capacidades humanas, para proteger a las personas más vulnerables y para lograr que puedan aprovechar al máximo las oportunidades. Ello requiere que provea un adecuado financiamiento para esos servicios.  Sin embargo, en la República Dominicana, aquejada de brechas sociales muy significativas, la capacidad financiera del Estado está siendo cada vez menor. Hay cada vez menos espacio para financiar lo importante, mientras las finanzas públicas son cada vez menos sostenibles.

La deuda pública está creciendo inconteniblemente, el subsidio al sector eléctrico no cede y la nómina pública sigue siendo muy improductiva.  En 2013, el pago de intereses ocupó el 20% del gasto público (descontando los pagos de amortización de capital de la deuda), el subsidio eléctrico ocupó un 9%, un 6% se transfirió a instituciones del gobierno central para cubrir gastos corrientes (sin que haya rendición de cuentas), algo más de un 4% se destinó a financiar las alcaldías, y un 25% se asignó para remunerar empleados.

En un contexto como ese,  suceden dos cosas. Primero, el gasto social se vuelven muy pro-cíclico; es decir, sólo aumenta cuando la economía y  recaudaciones crecen, y declina cuando se reduce la disponibilidad de recursos. En otras palabras, el gasto social es vulnerable. Segundo,  también la inversión pública se convierte en variable de ajuste: sube en los tiempos malos y los tiempos buenos. En ambos casos debería ser lo contrario. La excepción, sin dudas, ha sido la educación desde 2013 en adelante, como resultado de una conquista ciudadana, y la inversión en 2012 por las razones espurias que todos conocemos.

Pero es precisamente en ese tipo de contextos en el que se mide el grado de compromiso del poder político con el bienestar de la gente y con la reforma del Estado para ponerlo al servicio del desarrollo. Cuando hay crecimiento de los recursos públicos es más fácil asignar más fondos a lo que se considera importante. Pero cuando los espacios son estrechos, se deben tomar decisiones fuertes para reestructurar el gasto público.

Desafortunadamente, la evidencia apunta a que hay un serio déficit de compromiso. Eso explica, en parte, por qué el gasto en salud sigue siendo tan bajo en el país (la mitad que en el resto de la región), por qué la cobertura del régimen subsidiado de las seguridad social en salud no crece lo suficiente y el financiamiento per cápita es tan bajo (un cuarto del régimen contributivo), por qué la brecha de cobertura de agua continúa alta (aunque ha habido avances)  y por qué no se asignan las pensiones solidarias mandadas por la ley de la seguridad social para jefas de hogares pobres, personas con discapacidad severa, y personas de más de 60 años desempleadas y en pobreza extrema. Y cuando ocurre un aumento del financiamiento social en alguna dirección, en parte se hace a costa de desfinanciar otras áreas, como está pasando este año con la reducción del gasto en salud para solventar en parte los gastos en educación.

Mientras tanto, el Estado sigue financiando cosas tan improductivas como varias instituciones que regulan el transporte sin que resulte en regulación relevante alguna; transfiriendo recursos a muchas instituciones, como la Lotería Nacional, que deberían ser generadoras de sus propios recursos;  financiando el odioso barrilito de los y las congresistas; pagando salarios escandalosos a algunos funcionarios y muchos miembros de consejos de administración de entidades públicas; subsidiando combustibles al transporte urbano sin una política de transformación del servicio; subsidiando el combustible para generación de energía y que en muchos casos es vendida, por contrato, a precios exorbitantes; y financiando numerosas comisiones y órganos que no hacen trabajo relevante alguno, y que en algunos casos ya cumplieron su cometido.

Demostrar compromisos con la gente y contra la pobreza y la exclusión requiere mucho más que declaratorias y acciones puntuales. Amerita coraje político para alinear el discurso con el dinero. Eso significa enfrentar el privilegio, sanear el gasto público, elaborar presupuestos por resultados, desmontar el subsidio eléctrico, y  eliminar de las transferencias improductivas que alimentan el clientelismo.

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