Jenny (2)

Todas las demás tareas y responsabilidades de la casa -incluyendo la custodia real y efectiva de Jenny- estaban a cargo de una especie de ama de llaves, si así se la podía llamar eufemísticamente, que era a la vez guardaespaldas y cancerbero.…

Todas las demás tareas y responsabilidades de la casa -incluyendo la custodia real y efectiva de Jenny- estaban a cargo de una especie de ama de llaves, si así se la podía llamar eufemísticamente, que era a la vez guardaespaldas y cancerbero. Su aspecto físico, por coincidencia, y también para su desgracia, cuadraba perfectamente con su investidura. Era mulata, montuna, pequeña, tosca, cuadrada, y tenía el semblante picado de viruelas, la nariz ventilada en exceso. Una sombra de vello impúdico le corría por encima del labio superior y salpicaba, a capricho, la barbilla. Usaba, el pelo corto, además, muy corto, casi para acentuar su masculinidad. El nombre, que no diré, también iba con ella.

Había servido y casi pertenecido a dos generaciones de la familia (casi por siglos, a veces le parecía), y había servido bien, con la lealtad y discreción que su seco temperamento le permitía, con cercanía y distancia a la vez. Había servido, primero –cuando apenas tenía siete años- como niñera y compañerita de la mamá de Jenny. Había servido y crecido como hermana de crianza y paño de lágrimas, como amigas y hermanas habían crecido hasta la edad en que las diferencias de origen y de clase imponen su dominio. Entonces comenzó a servir como criada de confianza, confidente, correveidile, cómplice, chaperona. Siguió a su ama en el matrimonio, cual si fuera parte de la dote, y volvería a ser niñera con el advenimiento de Jenny, niñera y guardaespaldas. Al faltar la madre y luego el padre, pasó al servicio de la tía paralítica con el resto del mobiliario. Ascendió a jefa del servicio, dama de compañía, gobernanta.

En el tránsito de la servidumbre a posiciones de mando, la marimacho se había hecho al ejercicio del poder, y lo ejercía con determinación, dejando sentir su autoridad antes de dejar sentir la orden. Dominaba a Jenny con miradas sinuosas, monosílabos, frases apenas pronunciadas, lo mismo que a su hijo, el jardinero. A Jenny con desdén, al hijo con desprecio porque era hijo de una culpa. Además de jardinero era encargado de limpieza, ayudante de cocina y muchacho de mandados, todo en una. Era, en definitiva, un muchacho tonto, pero un tonto útil, muy útil. A pesar del rudo trato que le dispensaba la madre vivía en un estado de felicidad somnolienta, con una eterna sonrisa a media asta, y era manso, obediente, apacible como un buey. Pero ella lo detestaba por todo lo que representaba en cuanto ser humano, lo aborrecía simplemente por haber nacido, porque era su espejo de Narciso al revés, el fruto de la curiosidad que mató al gato, un error imperdonable, una locura de juventud. ¿Quien la había mandado a meterse en la cama con un animal tan parecido a ella? Desnuda y borracha por única vez en su vida, se había metido en la cama del chofer de la familia, un hombre borracho y desnudo igual que ella, bigotudo igual que ella, igual de bestia que ella. Una bestia que la había poseído como a ella le habría gustado poseer, que la había gozado como a ella le habría gustado gozar, que la había fecundado como a ella le hubiera gustado y podido fecundar si Dios no hubiese dispuesto diversamente.
***
Cuando Carlos Manzano se mudó a la Rosa Duarte, a poca distancia de la Avenida Bolívar en pleno corazón de Gazcue, Jenny no existía en su vida y ni siquiera en sus sueños. Comenzó a existir en las conversaciones de Carlos con sus nuevos amigos y condiscípulos del Colegio Santa Teresita, y poco a poco fue cobrando vida, cuerpo y medida en su imaginación. El tamaño de Jenny, la forma y el cuerpo de Jenny variaban de acuerdo a las descripciones, variaba el corte de pelo, la tonalidad de sus ojos, la configuración de su nariz, el color de la piel. ¿De qué color era Jenny exactamente? Carlos Manzano llegó a la conclusión de que ninguna de las descripciones cuadraba del todo con ella. Ni siquiera se sabía si era bonita, pero tenía que serlo. Para ser tan recatada y esquiva tenía que ser bonita. Pero mientras tanto era invisible: una nube de misterio velaba su existencia, y todos amaban ese misterio. Así se la imaginaba Carlos, invisible y misteriosa como las protagonistas de las películas del cine negro.

Con esa idea en mente, Carlos también empezó a rondar la casa de Jenny cada vez que se esparcía el rumor de su regreso, generalmente a principios de agosto o mediados de diciembre. En esas rondas pesaba más la curiosidad que la atracción por los encantos de la persona en sí, pues nadie estaba seguro de conocer a la verdadera Jenny. Igual que Carlos, cada uno se había formado una idea de Jenny a imagen y semejanza de sus deseos. Todos y nadie la conocían. Todos los que rondaban su casa iban a verla y sobre todo a no verla. Todos la habían no visto alguna vez, aunque ninguno de cerca.

Jenny venía y se marchaba suavemente, como un espejismo, sin previo aviso, y desde luego sin dar señales manifiestas. A lo sumo, el palacete parecía animarse con su presencia, se escuchaba música, las luces permanecían encendidas hasta tarde. De cuando en cuando alguien creía ver una sombra, una silueta que deambulaba por el jardín, tomando fotos de flores y al parecer cantando. Y aparte de eso nada, pero nadita de nada. La condenada Jenny no aparecía por ningún lado, no se dejaba ver ni en sueños. A lo mejor era un fantasma o no existía. Eso: Jenny no existía con exactitud…

Un año después de haberse mudado a la Rosa Duarte, Carlos Manzano estaba convencido de la inexistencia de Jenny. En consecuencia abandonó las rondas que ahora le parecían entupidas, carentes de sentido, y se interesó por nuevos amigos, sin sospechar que uno de ellos lo llevaría de nuevo por la ruta de Jenny. Durante los primeros días sus compañeros lo echaron de menos y hasta trataron de hacerlo volver al redil. Carlos, sin embargo, se negó rotundamente, argumentando que no quería seguir perdiendo tiempo detrás de una muchacha imaginaria. Además, se había fijado en una estudiante que se fijaba en él, una rubita ella, que le hacía ojos bonitos cada vez que pasaba. En realidad no era su tipo y no le gustaba mucho, pero le gustaba gustarle, y terminó interesándose en ella por el interés que ella ponía en él. La vio un día conversando con Riverita, un condiscípulo (a quien nunca, por cierto, había prestado mayor atención) y se hizo presentar formalmente. A partir de ese momento, los términos de la relación se invirtieron: la cazadora se hizo la difícil, más bien la imposible, se dio a la huida y la cacería terminó siendo un fiasco. Riverita, desde un principio, lo había prevenido. “No te equivoques con ella”, le dijo, “no es lo que parece, coquetea con todos”. Sin embargo, Carlos Manzano no estaba dispuesto a darle crédito a Riverita en materia de faldas, a pesar de que éste era un sicólogo nato (eso lo entendería después), y se entregó a una empresa que terminó antes de empezar, cuando la rubita se reveló como le había sugerido Riverita: una muchacha frívola y coqueta, ingenuamente frívola, pero capaz de jugar con fuego sin quemarse. Madura, a pesar de su corta edad, conocía el arte de provocar y excitar al descuido, ambiguamente, insinuándose sin darse. A pesar de su corta edad, sabía en efecto prodigarse en gestos y palabras que desataban en Carlos Manzano los grandes incendios de la sangre.

Lo acariciaba con miradas de miel y sonrisas que prometían el paraíso de los sentidos, y después lo dejaba consumiéndose en su propia salsa. Hasta que un día dejó de hablarle y de mirarle. De manera que Carlos Manzano fue, como quien dice, seducido y abandonado. Un fracaso total, y ya iban dos en un año, si se incluía a Jenny.

En cambio su relación con Riverita perdió el carácter utilitario de los primeros días y dio un giro hacia un sentimiento profundo de amistad, que incluía por igual cierta dosis de admiración y que además introdujo disciplina en su vida de estudiante mediocre.

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