Águilas, Licey y cábalas

El béisbol refresca nuestra árida cotidianidad y hay rivalidades que apasionan sanamente. Por ejemplo, para el aguilucho (lo soy con orgullo) no hay nada más excitante que ganarle al Licey. Y si vencemos a otro equipo y a la vez pierden los autodenomin

El béisbol refresca nuestra árida cotidianidad y hay rivalidades que apasionan sanamente. Por ejemplo, para el aguilucho (lo soy con orgullo) no hay nada más excitante que ganarle al Licey. Y si vencemos a otro equipo y a la vez pierden los autodenominados gloriosos, la alegría es doble. Y si para rematar los azules están rozando el sótano y nosotros coqueteando con el primer lugar, la satisfacción se quintuplica.

Los aguiluchos somos modestos, independientemente de que, siendo realistas, nuestro play sea el más alegre del mundo, no exista en el planeta un merengue tan contagioso como “Leña” y nuestra Aguilita sea la mascota más fenomenal del universo (la liceísta nadie sabe si es gato, tigre, ratón o jutía). Somos humildes, lo juro.

Y tenemos otra ventaja que alimenta nuestro entusiasmo: somos cabalosos. Los liceístas privan en no creer en la suerte, dizque porque son de la capital, cuando la verdad es que el nombre de su equipo proviene de un minúsculo río de la provincia de Santiago.

Y hablando de cábalas, les aseguro que dan resultado. Es más, en una reunión de auténticos aguiluchos este tema es obligado, aunque a algunos les resulte vergonzoso admitirlo.

Hace días, en uno de esos encuentros, alguien expresó: Las Águilas triunfan, porque mi cábala funciona. Inmediatamente hubo una guerra de cábalas. Cada uno afirmaba que la suya era la responsable de los triunfos mameyes, y mientras lo hacían miraban a los demás de reojo, con recelo. Parecía un pleito interno de un partido político.

Uno aseveró que cuando iba al estadio con la ropa interior al revés las Águilas no perdían, que ahí estaba la clave. Otro dijo que le echaba Agua de Florida a la gorra antes de iniciar el partido, y que eso sí que funcionaba.

El alcohólico del grupo afirmó que todo era resultado de su promesa de no beber durante el juego. El ateo indicó que antes de cada entrada rezaba el rosario en silencio, y que ya hasta quería participar en los cursillos de cristiandad. La única dama presente, algo imprudente, se destapó con que trataba de no hablarle embustes a su novio mientras veía el partido, que eso daba dicha.

Y yo no podía quedar atrás. Manifesté orondo que los triunfos se debían a mi camisa mamey de la buena suerte, que tiene un don, un misterio, un no sé qué, algo casi místico que inyecta gallardía al equipo y eso lo convierte en invencible.

Y para terminar, aquí entre nosotros, soñé que por publicar este artículo las Águilas serán campeonas este año y los azules quedarán en el sótano, acompañando a los rojitos. ¡Ay, qué risa me da! ¡Tienen miedo!

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