Ayer ocurrió una rara manifestación frente al Palacio Nacional. Lo habitual es que ciudadanos reclamen obras comunitarias o reivindicaciones sectoriales. Que quienes llevan sus quejas hasta esos muros proyecten algunos niveles de organización y capacidad operativa en sus comunidades.
Pero el hecho que ocupa nuestra atención es raro por el tipo de participantes, jóvenes que se sienten víctimas de agentes de la Dirección Nacional de Control de Drogas (DNCD).
Que muchachos de la barriada de Guachupita se movilicen hasta el Palacio Nacional indica que no aguantan más. Es difícil que una sociedad cansada de la violencia que genera la droga haga caso a ese acto. Pero se cometen abusos.
Quienes protestaron se atrevieron a dar la cara para testificar ante todos la represión que sufren. Dudamos que sea una coartada.
Para confirmarlo nada más hay que acudir a una sala de audiencia de los tribunales del Distrito Nacional o de la provincia de Santo Domingo, para observar cómo es que son instrumentados los expedientes contra los supuestos traficantes de los barrios.
Quizás la mayoría de los procesados forman parte de las redes criminales. Pero cuando los persecutores son confrontados con sus acusados los cargos no resisten el rigor de la norma procesal. Predomina el comportamiento excesivo de los agentes y a veces sus prejuicios unidos a los lugares comunes. La presunción de culpabilidad es regla. Plantar la droga entra en la fase de corrupción cuando no funciona la extorsión.
Y es que las autoridades no quieren entender que muchos de sus hombres pierden el rumbo, atraídos por el oro fácil. O caen en los excesos dominados por la virtualidad del poder delegado.
Son los peligros en la lucha contra el crimen. El irrespeto a la ley y a los derechos de las personas se vuelve rutinario.
Todo eso se traduce en abuso de poder.