Evocación de un héroe

Manuel Bueno falleció hace doce años, luego de una penosa y alargada enfermedad. Pero, ¿quién era Manuel Bueno? Digamos, a modo de presentación señera, que fue uno de los ingenuos ‘panfleteros’ de Santiago: uno más dentro de aquel puñado&#8230

Manuel Bueno falleció hace doce años, luego de una penosa y alargada enfermedad. Pero, ¿quién era Manuel Bueno? Digamos, a modo de presentación señera, que fue uno de los ingenuos ‘panfleteros’ de Santiago: uno más dentro de aquel puñado de imberbes que enfrentó la dictadura trujillista con el furtivo candor de una octavilla, con la integridad alada de unas frases mal impresas.
Ya adulto, Manuel fue ingeniero, dibujante, políglota, escritor. Él, con 15 años, por un milagro, sobrevivió al exterminio de los “panfleteros”. Cinco años después, en el 1965, acudió a las trincheras de Ciudad Nueva. Y, de nuevo, sobrevivió.

En ‘Cárcel y Guerra’, un libro de cuentos valioso y desdichadamente muy poco leído, Manuel relata los martirios de la prisión trujillista y la íntima tribulación del soldado de abril. Me tocó presentar al público esta obra en el 1991.
Con aquellas palabras —con aquella ofrenda a tantos como Manuel Bueno— deseo recuperar ahora al admirado amigo, a la víctima olvidada, al mártir desleído en el azogue sombrío de la amnesia colectiva: al caído en aras de una claridad que apenas nos alumbra; de una libertad que, casi once lustros después, de poco nos vale.

M anuel Bueno me ha brindado el inmerecido honor de presentar a ustedes su libro de cuentos “Cárcel y Guerra (De una cárcel de Trujillo a un comando de abril)”. Injusta honra, digo, porque hablar de este compendio de relatos es, al mismo tiempo, hablar de Manuel y, con él, de miles de hombres y mujeres olvidados, héroes todos de la entrega sin exigencias, campeones señeros del sacrificio sin reclamos. Me refiero a tanta carne atropellada en las mazmorras trujillistas, a tanta humanidad destrozada por la metralla de abril del 65.

La aparición de este libro constituye, tanto como un hecho literario, un acontecimiento político. Por primera vez, treinta años después, se escucha aquí la voz de la cárcel. Nadie antes que Manuel —nadie con más eficacia que él— transforma en palabras sencillas la angustia, el terror, la bestialidad, el asco de la prisión trujillista. Nadie habla con mayor limpieza, nadie asimismo con más sobriedad se refiere a las intimidades de la guerra de abril, al mundo interior de aquel combatiente desvalido. Este libro no constituye, pues, una obra de ficción o de investigación. Manuel Bueno es actor y es narrador. En cada página, en cada frase, en cada palabra de este libro se percibe la sangre conmovida, el temblor acuciante de la herida recién abierta.

Manuel, como dice el personaje de uno de sus cuentos, “nació para algo”, “nació para contarlo”. En su libro aparecen cinco episodios de la cárcel (El analfabeto, Esas son nuestras mujeres, El recuerdo de su voz, Las visitas de la tía muerta y ¡Al fin se lo llevaron!) y cuatro sobre el ambiente, la atmósfera de aquellos días violentos del 65 (La condena a muerte del insigne comandante Duarte, ¡Qué linda revolución!, Antiobrero y Las mujeres no son de nadie).

En la introducción del libro, el autor advierte que todos los personajes, vivos y muertos, son reales. Manuel emplea un lenguaje franco. Casi siempre se vale de la narración lineal, con muy pocos efectos o artificios literarios. Por su ingenua calidez, estos relatos parecen albergar el temor de no ser escuchados, el recelo de que nadie disponga de paciencia para oírlos. Pero el narrador no es un ingenuo; cuando actúa como tal, visiblemente, se advierte que ha querido o quiere serlo. El humor de este libro es patético, con la desgarrada visión de quien despierta a la adultez en una ergástula. El lenguaje es eficaz y directo; bien trabajado, inclusive. De ahí que estos relatos emocionen, despierten compasión, provoquen asco. En “Las visitas de la tía muerta” —a mi juicio, el más literario de todos los cuentos—, con la introducción del tiempo psíquico, con el cambio de la temporalidad narrativa, con la aparición, asimismo, de un monólogo interior que se desplaza como torrente inabarcable de recuerdos, Manuel se asoma airosamente a las fórmulas del relato moderno.

En la cárcel de Manuel se tortura y se mata, se degrada y se enloquece, pero también esos dominicanos hacen la tertulia y hacen la canción. En la guerra de Manuel Bueno están presentes la barbarie y el destrozo, pero no falta el recuerdo de Walt Whitman y de Taylor Caldwell, como tampoco la festiva urgencia del deseo carnal. En la astucia del panfletero analfabeto, o en la nostalgia por la voz limpia de Francisco, o en el flujo de recuerdos de la tía muerta que de todo reía, o en el drama insoportable de ese Enrique herniado y cubierto de excrementos, de ese Enrique estragado y delirante, sin embargo, no aparece el sentimiento de tragedia ni asoma el odio.

Para Manuel, como en Chéjov, la tragedia es una derrota por la frustración y la contrición, por la decadencia y el fracaso de la voluntad activa. El ideal, que no conoce de fracasos, es una enfermedad incurable, acaso una divina enfermedad. La mística no sabe de infortunios. Por eso, Manuel no percibe como suya la maldición de haber sido dominicano en 1960. Y parecen suyas, entonces, las palabras de Andrés Eloy Blanco: “No hay que llorar la muerte de un viajero; hay que llorar la muerte de un camino”.

Después de leer las narraciones de Cárcel y Guerra, uno confirma la idea de que la dominicanidad es, más que nada, un milagro, un inacabado prodigio de transformaciones. Al cabo de cinco siglos de avatares, el ser nacional está constituido con los ingredientes de la mimesis, de la capacidad de adaptación, de la emulación y, por encima de todo, del humor. Salvo unos pocos, los dominicanos carecemos de capacidad para odiar. Ni acaso una palabra de este libro trepidante sugiere la aversión. No existe odio en el prisionero escarnecido. Tampoco aborrece el combatiente acorralado. Sólo odian las bestias, los que torturan, los que matan: los otros, los nacidos de vientre ruin y ominoso.

Se ha dicho que somos un pueblo sin memoria, que somos incapaces de un recuerdo, bueno o malo. Por excelencia, el atributo nacional es el olvido, la desmemoria social. Pero nadie deberá olvidar que miles de hombres como Manuel Bueno han luchado para quitar a su pueblo las cadenas de los pies, y que poco hemos hecho después, y poco hacemos ahora, para quitar a este pueblo los grilletes de la cabeza, porque la ignorancia es el camino de las tiranías.

A través de Manuel Bueno hablan centenares de jóvenes flagelados y muertos en las cárceles. Por su mediación se expresan los miles de dominicanos desaparecidos en abril del 65. Este breve libro de cuentos, lo creo firmemente, se inscribe como una proeza en las grandes acciones del hombre: las que proceden del valor, del heroísmo, de su aspiración esencial a la verdad.
Cuando un pueblo no dispone de la palabra, dijo Vassilikos, todo lo que hace está perdido. Perdida la mirada, digo yo: extraviadas las sombras queridas, perdidas la adhesión y la ternura. Con Cárcel y Guerra se recuperan los recuerdos y se yerguen los vocablos de una época y de unos titanes: palabras de libertad y de denuncia para reconocer el sacrificio de una generación lacerada.

A favor de la libertad, Manuel Bueno brindó su juventud y su pureza, sus ideales y su carne. Ahora, treinta años más tarde, nos regala este libro admirable. Leámoslo, entonces, con fervor, con respeto, con agradecimiento. Busquemos lo mejor de nosotros mismos en estos relatos de generosidad y valentía. En la templada grandilocuencia de estas viñetas heroicas descubramos la música y el aliento de nuestro más entrañable optimismo. Saludemos, así, esta obra y, junto a Manuel Bueno, conjuremos los demonios de un pasado siniestro, los fantasmas de una pesadilla que todavía nos estremece. l

Discurso en la presentación del libro ‘Cárcel y Guerra’, de Manuel Bueno; IX Feria Nacional del Libro Flérida de Nolasco; Biblioteca Nacional, noviembre de 1991.

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