La realidad de un ocaso (1 de 2)

La música popular (esa que balbucea el pueblo llano y que expresa el sentir y el querer de la gente común) nos permite acceder a los enigmas de la identidad colectiva. Esto así, en tanto puede asomarnos a un pasado social que hasta ese momento…

La música popular (esa que balbucea el pueblo llano y que expresa el sentir y el querer de la gente común) nos permite acceder a los enigmas de la identidad colectiva. Esto así, en tanto puede asomarnos a un pasado social que hasta ese momento ignorábamos, y por cuanto nos mueve a disfrutar de placeres que no conocimos o, quizá, al punto de lamentar pecados que nunca osamos cometer.

En este Caribe de nuestros ardores, la música encarna la más honda y valiosa de todas las tradiciones orales. En la expresión musical, los hombres y mujeres de este ámbito se perciben idénticos. Pero la música espontánea no es un ejercicio de ludismo. Claro que no. La canción popular ha de verse, más bien, como un apresto de mínima ontología, a modo de un ejercicio del conocimiento de nosotros por nosotros mismos.

Enrique Santos Discépolo expresó: “el tango es un pensamiento triste que se baila”. Nuestra música, en cambio, más que una idea y un ritmo envuelve un carácter, una disposición de existir: ethos y pathos, a la vez, del caribeño. En una espacialidad y un tiempo orillados bajo ensueños de palmeras, olas y lunas, nuestra música podrá exclamar las agonías terribles del amor, pero también dirá de su conjuro y del vago sueño de la redención.

Después de un largo declinar, la música dominicana se encuentra sumergida en un profundo abismo de mudez y taciturnidad, en una estéril hondonada de pobreza sin límites. Hoy carecemos de vocalistas (masculinos y femeninos) y por igual de compositores. Parecería alucinante que Lope Balaguer, hasta sus 80 años, no fuese eclipsado por ningún cantor de nuestros días. Algo similar ocurre con Cecilia García, Maridalia Hernández y Luchy Vicioso. Durante el último medio siglo (Fausto Rey, en el decenio de los 70, constituyó una breve excepción) no ha surgido aquí un cantante popular que merezca con legitimidad ese título. Somos ahora –tristísimo el reconocerlo– un pueblo sin voz.

Pero tampoco disponemos de compositores. Si omitimos la honrosa y solitaria presencia de Juan Luis Guerra, durante las últimas décadas no ha surgido en esta tierra alguien con la trascendencia de Rafael Solano, Manuel Troncoso, Juan Lockward, Manuel Sánchez Acosta o Bullumba Landestoy.

Nuestra música cotidiana es tan sólo una perenne ocurrencia de patéticos bufones iletrados: creaciones fatales de la marginalidad económica y social. Parecería sencillo identificarlos (discúlpenme la plétora verbal, revoltijo de impotencia y de lástima): apodos insólitos, marcas y figuras tatuadas en el pellejo, ropajes estrafalarios cual telón de boca de groseros ademanes, a la par de bramidos que traen a escena el más brutal y anhelante repertorio de vulgaridades. Y son estos raros especímenes, créanmelo, quienes configuran las señas de identidad y la imagen característica de ese espantajo (por ellos mismos denominado, valga la incongruencia) que es la música ‘urbana’: dembow, reggaetón, g-funk, rapcore…

Sólo a modo de noticia, citaré algunos definiciones que circulan en los dominios de la comunicación electrónica: “Se suele identificar una serie de características como típicas del género dembow: un enfoque en canciones cortas, en lugar de obras extensas. El ritmo y las melodías tienden a ser sencillos y repetitivos. Su lenguaje es el de la jerga barrial dominicana, con una serie de palabras y expresiones que son constantes entre todos los temas”.

“Las letras se centran casi exclusivamente en temas relacionados con la búsqueda del dinero fácil por cualquier medio, la promiscuidad, el machismo y la ostentación propia de la subcultura ‘gangsta’ norteamericana. Esto le ha valido a dichas canciones la desaprobación de varios sectores de la sociedad, que las consideran una mala influencia educacional, ya que el público que más escucha dembow son los niños y adolescentes”.

Es penosa la conclusión: enclavado en el centro del Caribe, región en que la música traduce un modo de existir, nuestro pueblo ha renunciado a su capacidad de expresarse a través de las melodías y las palabras. La aflicción es mayor si nos medimos con el canon sonoro de Cuba o Puerto Rico, los vecinos en este ‘mare nostrum’.

De su lado, Puerto Rico es un filón de buenos intérpretes y compositores, en todos los géneros musicales. El pueblo puertorriqueño (con la mitad de los habitantes de nuestro país) ha logrado estructurar y hacerse dueño de un admirable conjunto de expresiones en el que formula e interpreta así lo tradicional y folklórico, como la hechura compleja del acontecer citadino.

El caso de Cuba es desmedidamente ejemplar. Decir Cuba es, ni más ni menos, invocar la música. Los cubanos crearon el son, la habanera, el bolero, el danzón, la guaracha, el cha-cha-cha, el guaguancó, la guajira, el punto, la rumba, el mambo. Su nómina de creadores, pasada y presente, es variada e insigne: Ernesto Lecuona, Eliseo Grenet, Sindo Garay, Eusebio Delfín, Margarita y Ernestina Lecuona, Miguel Matamoros, Isolina Carrillo, Gonzalo Roig, Osvaldo Farrés, Bobby Collazo, Pedro Junco, César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, René Tuzet, Julio Gutiérrez, Frank Domínguez, Juan Bruno Tarraza, Mario Fernández Porta, Tania Castellanos, Orlando de la Rosa, Marta Valdés, Silvio Rodríguez, Noel Nicola, Pablo Milanés, Amaury Pérez. Cuba, por igual, ha sido y es aún manadero de magníficos cantantes.

Entonces, ¿qué ha ocurrido aquí en los últimos cincuenta años? ¿Cómo se explica que el dominicano resulte ahora incapaz de manifestarse a través de sencillas melodías? ¿Qué insuficiencia psíquica (o tal vez antropológica) padecemos hoy los descendientes de Pancho García, de José Dolores Cerón y de Julio Alberto Hernández? 

Posted in Sin categoría

Más de

Más leídas de

Las Más leídas