La realidad de un ocaso (2 de 2)

Para responder a tales interrogantes habría que hurgar un poco en la historia y examinar algunas paradojas. En los años 40 y 50 hubo entre nosotros una profusión de magníficos creadores musicales: Salvador Sturla, José Dolores Cerón, Pancho…

Para responder a tales interrogantes habría que hurgar un poco en la historia y examinar algunas paradojas. En los años 40 y 50 hubo entre nosotros una profusión de magníficos creadores musicales: Salvador Sturla, José Dolores Cerón, Pancho García, Luis Alberti, Julio Alberto Hernández, Luis Rivera, Bienvenido Brens, Armando Cabrera, Luis Chabebe, Cuto Estévez, Bienvenido Fabián, Luis Kalaf, Tony Vicioso, Bullumba Landestoy, Juan Lockward, Papa Molina, Mercedes Sagredo, Manuel Sánchez Acosta, Enriquillo Sánchez, Diógenes Silva, Babín Echavarría, Radhamés Reyes Alfáu, Luis Senior, Nicolás Yabra, Piro Valerio, Moisés Zouain.

Después, en los 60, surgen Rafael Solano, Manuel Troncoso, Nelson Lugo y Leonor Porcella. En los 70 emergen Jorge Taveras, Cheo Zorrilla y Víctor Víctor. En los 80 y 90 únicamente asoman la testa Luis Díaz, Juan Luis Guerra, Manuel Jiménez, José Antonio Rodríguez, Manuel Tejada y Fernando Arias. ¿Y qué aconteció después?: lo insulso, lo vacío, lo insignificante.

Rememoremos también que en los años 40 y 50 constituimos un vivero de muy notables vocalistas. En aquella época surgen Violeta Stephen, Olga Azar, Ivonne Haza, Elenita Santos, Casandra Damirón, Grecia Aquino, Teté Marcial, Guarionex Aquino, Gerónimo Pellerano, Arístides Incháustegui, Joseíto Mateo, Vinicio Franco, Rafael Sánchez Cestero, Rafael Colón, Marcelino Plácido, Napoleón Dhimes, Tony Curiel, Armando Recio, Francis Santana, Milagros Lanty, Julito Deschamps, el eterno Lope Balaguer…

Inmediatamente después, en los 60, despunta la brillante tropa de jóvenes cantores auspiciada por el maestro Rafael Solano: Niní Cáffaro, Fernando Casado, Horacio Pichardo y los Solmeños, Julio César Defilló, Ivette Pereyra, Luchy Vicioso, Rhina Ramírez, Cecilia García, Luis Newman, Aníbal de Peña, José Lacay. Años más tarde (entre 1970 y 1990) entra a escena el grupo constituido por Sonia Silvestre, Maridalia Hernández, Angelita Carrasco, Adalgisa Pantaleón, Sonia Alfonso y Jacqueline Estévez. ¿Y, después de este último grupo, qué sobrevino? Digamos que algo similar a lo ocurrido tras el eclipse de los compositores: lo insulso, lo vacío, lo insignificante.

Pero la perplejidad no cesa. Al tiempo que la sociedad se abre y deviene democrática, en el instante en que la economía se mundializa y diversifica, y en el momento en que surge en el país un auténtico mercado capaz de justipreciar la obra de nuestros creadores e intérpretes, parecería no haber una explicación válida, o siquiera admisible, acerca de las causas que provocaron el declive de estas expresiones del arte popular dominicano.

Quizá merezca la pena (y sólo con ánimo de rastrear balsámicos pretextos) el dirigir la mirada hacia un pasado no tan remoto. Digamos, hasta las décadas cuarta y quinta del pasado siglo. Así sabremos que hasta 1960 existió en La Voz Dominicana una escuela de canto, con maestros y entrenadores extranjeros. En aquellos años, Petán Trujillo mantenía tres orquestas de planta (tres big-band, cada uno con treinta músicos), además de una orquesta de tangos, una orquesta de cuerdas, diferentes grupos de música típica y un mariachi mexicano. Desde cualquier perspectiva, resulta innegable el impulso que la Voz del Yuna y la Voz Dominicana brindaron al ejercicio de la música culta y popular en los últimos decenios de la dictadura. Fue dable en ese ambiente, incluso, hasta producir y llevar a escena diferentes óperas, con la concurrencia única de los músicos y cantantes de aquel plantel artístico.

Colaboraban en tales propósitos, también, el Conservatorio y la Escuela Elemental de Música, con profesores italianos, franceses y españoles. Había coros en la mayoría de las parroquias y escuelas del país. Los músicos populares de entonces se formaban, estudiaban e insistían con denuedo en su quehacer profesional. En aquellos días, por igual, funcionaban academias de música en todas las capitales de provincia y en la mayoría de los pueblos importantes del país. En dichas escuelas se aprendía solfeo, se estudiaban cuidadosamente los instrumentos musicales y se formaban verdaderos profesionales del arte. Las bandas municipales de música presentaban ‘retretas’ una o dos veces por semana, con un repertorio instrumental que viajaba de los clásicos a la música ligera y folklórica. También las Escuelas Secundarias (las viejas Escuelas Normales) enseñaban lectura y apreciación musicales. Por múltiples vías, el sistema educativo de la dictadura fomentaba y reforzaba la estimación del arte musical. Y, claro está, era previsible que de ese ambiente surgieran tantos como admirables compositores, ejecutantes de instrumentos musicales y vocalistas.

Ahora la situación parece invertida. Con decenas de canales de televisión, con hoteles y sitios de diversión derramados por todo el país, la demanda de músicos es enorme y urgente. Y ya no hay tiempo ni sosiego para estudiar; mucho menos para madurar y crear la música. El espacio vacío, como es natural, lo llenarán otros. En tal caso, la demanda de música y de músicos de alta categoría se cubre hoy, casi siempre, con artistas cubanos, centroamericanos y estadounidenses.

Es cierto que nada podrá curarnos repentinamente de esta infecundidad. Habría, así, que pensar en el largo plazo. Reconstruirlo todo. Volver a las escuelas municipales y fortificar las bandas de música de los pueblos, traer profesores de composición musical y de canto desde el empobrecido mundo socialista, fomentar la creación de coros en las escuelas primarias y secundarias, otorgar becas de estudio en el extranjero, establecer premios y estímulos económicos para los creadores musicales, restaurar los festivales de la voz y la canción…
No sé. Tal vez sean insuficientes tales medidas. Acaso existen otras dificultades, más complejas y más hondas. Quizá estamos frente a un conflicto de identidad, a un gran trance de duda, a un agónico sentimiento de inseguridad vital del dominicano frente a su circunstancia. Por ineptitud para descifrar los signos de la compleja situación que nos envuelve –podría ser ésta una razón–, parecemos incapaces de aprehender la vida y de conservarla dentro de esos pequeños milagros de melodía y lenguaje que son las canciones.

La sustancia interior, la percepción íntima de un pueblo se expresa a través de su música. Los pueblos sueñan y hablan por medio de canciones. Recordemos que La Ilíada, antes de elevarse al firmamento de la epopeya, fue un conjunto de rapsodias y cantos populares nacidos en la entraña del pueblo helénico. Porque la temporalidad delgada de la canción ha de ser sustancia que luego se transmuta en reseña y, más tarde, clava raíces en el humus de la conciencia colectiva.

Hemos renunciado a lo que somos, sin intuir siquiera en qué lugar estamos o de dónde venimos. Percibo que esta vicisitud de nuestra música popular refleja una crisis del alma nacional. 

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