¿Qué rayos busca aquí ese individuo?

Cuando en 1848 el gobierno inglés designó a Sir Robert Hermann Schomburgk como su primer Cónsul General en nuestro país, quienes conocían de la fama y la importancia de este filósofo, botánico, geógrafo, etnólogo y explorador de origen alemán&#8

Cuando en 1848 el gobierno inglés designó a Sir Robert Hermann Schomburgk como su primer Cónsul General en nuestro país, quienes conocían de la fama y la importancia de este filósofo, botánico, geógrafo, etnólogo y explorador de origen alemán se hicieron la pregunta: ¿Qué rayos busca aquí ese individuo?
Víctor Place, el Cónsul francés de la época, en nota dirigida a su cancillería manifestó “ignorar cuál sería la misión de este Cónsul en un país en el que los ingleses no tenían una sola casa de comercio, y que todo lo que había podido averiguar era que Schomburgk había venido para lograr la concertación y firma de un tratado de paz, comercio y navegación similar al franco-dominicano”.
Se ha citado, asimismo, la perplejidad del presbítero José María Bobadilla “al no comprender las verdaderas causas de que un sujeto tan importante viniera a una república tan chica, que no ha excitado hasta ahora interés en ninguna nación del orbe”.

Todavía un siglo y medio después, Emilio Cordero Michel, quien tradujo y comentó algunos de los informes del investigador alemán, proclamaba la misma duda: “Hace algunos años, antes de conocer su correspondencia, me pregunté qué había venido a buscar un hombre del nivel intelectual de Schomburgk, lleno de gloria como científico y explorador, a un pequeño país, atrasado, pobre y abatido por las guerras”.

Amigo y protegido del eminente Alexander von Humboldt, Robert Hermann Schomburgk investigó durante casi cinco años las selvas sudamericanas y sirvió a la Reina Victoria en el reconocimiento y el trazado de una línea fronteriza entre la Guayana Británica, Venezuela y Brasil: ‘la línea de Schomburgk’. Más tarde, ya repleto de gloria científica por sus aportes y sus hallazgos, dueño de la gran medalla de oro de la Real Sociedad Científica de Londres, condecorado como Caballero de la Real Orden Sajona Prusiana del Águila Roja y, asimismo, Caballero de la Real Orden Sajona del Mérito y Caballero de la Legión de Honor de Francia, Schomburgk es sorpresivamente designado como Cónsul General inglés en la incipiente República Dominicana.

En el libro Papeles dominicanos en archivos ingleses (Bernardo Vega y Emilio Cordero Michel, 1993), Cordero Michel señala que Schomburgk llegó al país con dos objetivos estratégicos en mente. En primer lugar, impedir que Francia, Estados Unidos y España tomaran posesión de la bahía de Samaná y, con ello, de sus legendarios yacimientos de carbón. En segundo término: desplazar del mercado a los buques y mercancías de los Estados Unidos.

Si bien es cierto que la actividad diplomática y comercial de Schomburgk mermó su capacidad como investigador, durante los ocho años de permanencia en nuestro país el Cónsul británico indagó y escribió como nadie acerca de las montañas, la flora y la fauna, los yacimientos minerales, los recursos forestales, las corrientes y mareas del canal de la Mona y la costa Sur, la posición geográfica de Santo Domingo, los principales puertos y sitios de anclaje de la isla, los antiguos asentamientos indígenas y la geografía económica nacional. Schomburgk confeccionó, además, el primer mapa de tamaño mural de la isla de Santo Domingo, precursor de los mapas modernos dominicanos.

La narración de su viaje al Cibao es de un rigor insólito. Nada escapaba a su escrutinio de antropólogo, de geógrafo, de botánico, de científico integral. Durante tres meses y veinte días, Schomburgk observa, percibe y descifra todo: los caminos, la vegetación y los cultivos, las viviendas, el número de casas y habitantes de cada poblado o villorrio, la altura de las montañas, los yacimientos minerales, la altura y el diámetro de los árboles, la producción agrícola, las cabezas de ganado, el flujo comercial, la actividad de los puertos, el costo del transporte, la profundidad y el caudal de los ríos, las mareas y la fauna marítima, la historia de cada lugar, y hasta el color de la piel y la tasa de mortalidad de las comunidades observadas.

En su relato de una visita al valle de Constanza (publicado en The Atheneum, revista londinense de ciencias, en julio de 1852), él apunta: “La Fuchsia es una de nuestras flores favoritas en Europa. Como ejemplar extranjero se cuida allá en los invernaderos de los ricos, en tanto que aquí crece en los cercados de chozas humildes, y sirve para engalanar las cabezas de las novias, tejidas entre los cabellos con rosas y azahares. No obstante, me encuentro por primera vez con esta planta en su suelo natal. He vagado por montañas y valles contorneando los trópicos: las primeras, de mayor elevación que ésta que ascendemos; los segundos, de vegetación mucho más rica; sin embargo, ninguna de esas escenas, hasta ahora, se me había presentado engalanada con una Fuchsia”.

Luego señala: “El europeo siente extrañeza al verse rodeado a un mismo tiempo por especies de las dos zonas extremas: el pino y la palma. ¡Quién sabe si en épocas geológicas remotas ese cuadro no se reprodujo nunca en el Norte de Europa, pues debemos confesar que la presencia de troncos de palma en sus yacimientos carboníferos no nos autoriza a afirmar que hubiera sucedido!”.
Una breve carta de Schomburgk al barón Alexander von Humboldt aparece también en el libro de Bernardo Vega y Emilio Cordero Michel. La epístola es extraña y, en cierto modo, ajena al rigor científico del investigador. Se trata de una descripción de ciertos fenómenos asociados a la hidrogeología y a la hidráulica superficial en el ámbito del Lago Enriquillo, cuya versión transmitiera al Cónsul Inglés el Padre Elías Rodríguez Ortiz.

Señala Schomburgk: “El agua del lago sube y baja con la pleamar y la bajamar, pero solamente unas pulgadas. Aparte de este movimiento periódico, hay un segundo movimiento, pero mucho más curioso; o sea, que el nivel del lago crece poco a poco durante uno, dos o tres años, de forma totalmente independiente de la cantidad de lluvia que cae, y cuando esta crecida ha llegado a su máximo (en ese momento todas las plantas a la orilla del lago están inundadas) el agua baja de nuevo, poco a poco, durante un período similar, hasta que el agua llega a su nivel mínimo”.

Schomburgk prosigue: “Además de esta crecida, Enriquillo tiene otra cosa rara: una crecida parcial, la cual no se extiende sobre toda la superficie del lago y que ahora se puede en el lado noroeste, y en otros tiempos, quizás en el lado sudeste. Estas informaciones las recibí del Vicario General, el Padre Elías, quien es coadjutor del arzobispo, un hombre con conocimientos extraordinarios, quien vivió mucho tiempo en las cercanías del lago”.

Las intuitivas observaciones realizadas a mediados del siglo XIX por el presbítero Elías Rodríguez Ortiz (sin instrumentos de medición, sin estadísticas de pluviometría y sin conocimientos de la geología regional, es obvio) no cabe duda que aguijonearon la curiosidad, probablemente maravillada, del Cónsul inglés. ¿Buscaría Schomburgk, con esta nota a Humboldt, alguna explicación ante su desconcertado asombro? Parece difícil de entender, en este momento, la razón de ser de dicha carta. ¿Hubo dubitación científica en Schomburgk, o quizá el sabio quedó atrapado en la telaraña de esa borrosa e inapelable frontera entre superstición y ciencia?

Digresión aparte, la agudeza y variedad de los conocimientos de este polímata europeo sorprenden, sobrecogen. Su capacidad de síntesis le permitió, mientras ejercía como Cónsul General y encargado de negocios en Santo Domingo, escribir una Reseña de los principales Puertos y Puntos de Anclaje de la República Dominicana y unas Notas sobre Santo Domingo (en Proceedings of British Association, 1851). Publicó, asimismo, en diferentes órganos de Alemania e Inglaterra: Establecimiento de Santo Domingo, Acerca de las corrientes y mareas de la Mona, Sobre la posición de Santo Domingo y un Mapa de la Isla de Santo Domingo (con los auspicios del Gobierno dominicano). Todo esto, añadido a las numerosas reseñas en The Atheneum sobre sus viajes de investigación por el país y sus estudios de arqueología precolombina.
Ahora cobra sentido la pregunta del inicio: ¿Qué rayos buscaba aquí ese individuo?

Buscaba, pues, sencillamente, recorrer los valles, cruzar ríos y cañadas, manosear las flores, tocar piedras y árboles y, luego, echarnos de cerca una mirada: con ojos tan penetrantes, tan ilustrados, tan inteligentes como nunca en nuestra historia lo habrá hecho alguien. Estrictamente, aquel digno señor aspiraba a decirnos todo cuanto teníamos y cómo éramos. Con su dócil lenguaje de sabio en premura de fascinación, Sir Robert Hermann Schomburgk supo caminar por ocho años de nuestra vida, y nadie como él –así lo creo— intimó con los parajes y los signos de esta tierra. Y acaso nadie, tampoco, como él, haya sido capaz de descifrar los arcaicos laberintos de aquella realidad física y humana de nuestras horas primigenias.

Eso buscaba, pienso, aquel hombre de 45 años, amigo de Humboldt, que arribara a Santo Domingo (a bordo del Vixen) el 29 de enero del año de gracia de 1849: con el pelo largo, rodeado por una casaca oscura y un puñado de misterios; cinco semanas antes de que Faustino Soulouque nos invadiera, y tan sólo a cuatro meses de que Pedro Santana desplegara sus garras tutelares en la encrucijada de Las Carreras. 

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