Inseguridad ciudadana: Hora de mejorar la calidad del debate

I. ¿Qué hacer? El tema de la inseguridad ciudadana es totalmente real en América Latina. De acuerdo con la Organización Panamericana de la Salud, la tasa de homicidios anuales por cada 100.000 habitantes era de 12 en 1980,…

I. ¿Qué hacer?

El tema de la inseguridad ciudadana es totalmente real en América Latina. De acuerdo con la Organización Panamericana de la Salud, la tasa de homicidios anuales por cada 100.000 habitantes era de 12 en 1980, de 25,1 en el 2006, y ha seguido en esos niveles, según el Informe de Desarrollo Humano del PNUD del 2013 dedicado al tema. En las encuestas regionales, la inseguridad ciudadana aparece como el segundo problema más mencionado.

Hay diferencias marcadas entre países.

Los ciudadanos tienen todo el derecho a exigir seguridad ciudadana. La delincuencia tiene costos directos en vidas y costos invisibles como la sensación de inseguridad, el miedo y el deterioro de la calidad de vida.
Se ha diseminado una propuesta que ha ilusionado a amplios grupos: “la mano dura”.

Promete resolver rápidamente el problema a través de métodos como poder llevar a prisión a los menores y adolescentes, dar facultades casi discrecionales a la policía, aumentar muy fuertemente las penas, presionar duramente a los jueces para que apliquen la máxima severidad, llevar adelante en todas sus expresiones la llamada tolerancia cero, aumentar la policía privada y gastar mucho más en seguridad pública.

La ciudadanía preocupada por respuestas inmediatas puede ser receptiva a la propuesta.

América Latina está en una verdadera encrucijada: ¿se inclina hacia la mano dura, cuyos resultados en donde se ha aplicado han aumentado en general la inseguridad ciudadana, o busca soluciones integrales, que han conducido a mejorarla efectivamente en diversos países del mundo?

¿Sigue con un enfoque reduccionista puramente policial del problema o incluye junto a sus dimensiones policiales, otras económicas y sociales imprescindibles para lograr realmente resultados?

Para mejorar la calidad del debate actual, contaminado de mitos y falacias será imprescindible tener en cuenta, entre otros, los hechos que a continuación se exponen sintéticamente.

Los ciudadanos tienen todo el derecho a exigir seguridad ciudadana. La delincuencia tiene costos directos en vidas y costos invisibles como la sensación de inseguridad, el miedo y el deterioro de la calidad de vida”

II. Hay distintos tipos de criminalidad

No hay un único tipo de criminalidad en América Latina. El primer error es unir todos los delitos y proponer una solución única, como la mano dura.
Es decir, sostener que estamos en una sociedad más insegura sin discriminar en los distintos órdenes de delitos, que tienen diversas causas y por lo tanto exigen soluciones diferentes.

Por lo menos habría que diferenciar dos grandes tipos. Uno es el crecimiento del crimen organizado. El narcotráfico en primer lugar. A él se le suman, o forman parte de sus “negocios”, las bandas de secuestro, las bandas del tráfico de personas, de juegos clandestinos, robos de autos, etc.

El tipo del crimen organizado es central en la inseguridad de América Latina. Además, hoy hay un crimen organizado globalizado, de transnacionales de la droga y otros crímenes.

Las respuestas, además de ser locales deben tener instrumentos internacionales. Por ejemplo, combatir el lavado de dinero (central para el crimen organizado) requiere necesariamente cooperación internacional.
La sociedad precisa, para encarar el crimen organizado, una reforma profunda de la policía. Hace falta construir una policía de primera calidad, profesionalizada y, además, especializada. Por ejemplo, una policía turística, capacitada para ayudar a desmontar el tráfico de niños y mujeres, y una policía entrenada en aspectos contables y financieros para lidiar con el lavado de dinero.

Se debe fortalecer y dotar de recursos a la policía para que pueda enfrentar al crimen organizado y erradicar las conexiones entre ambos, que constituyen uno de los principales problemas que han encontrado países como México.

Otro tipo de delito, muy diferente, es la delincuencia juvenil. Esta consiste en niños y jóvenes que cometen delitos menores, van escalando y terminan con delitos mayores y se convierten en mano de obra reclutable para el crimen organizado.

Los sectores más conservadores han logrado que, con frecuencia, en el debate estas diferencias se borren.

Muchas de sus propuestas prometen a la ciudadanía que si se llenan las cárceles de jóvenes potenciales o reales delincuentes la inseguridad ciudadana desaparecerá. En muchos países se propugna la mano dura. Tratan indiscriminadamente los diversos tipos de delincuencia.

Es un error no casual, grave. Hay que combatir el crimen organizado por todos los medios, pero la delincuencia juvenil requiere otro abordaje, que vaya a sus causas. Pero eso es lo que no quieren los grupos más reaccionarios de la región. No les interesa que el debate se concentre en causas estructurales.

Un informe de la Agencia de Desarrollo de EE.UU. (2006) sobre las maras en El Salvador, donde sucesivos gobiernos de extrema derecha aplicaron la mano dura –y la mano superdura– arrestando multitud de jóvenes pobres, sin ningún resultado sobre las tasas de inseguridad, concluye:

“Muchos analistas sugieren que el enfoque duro adoptado por el gobierno está motivado políticamente. Es más fácil golpear a los integrantes de las maras que encarar los problemas sociales más complicados que se hallan detrás de su existencia, como la desigualdad en los ingresos y la pobreza”.

III. La culpa la tienen los jueces

La mano dura sostiene en diversos países que “los causantes son los jueces que dejan en libertad a los jóvenes en plazos cortos y después reinciden”.

Estados Unidos tiene la mayor población carcelaria del mundo desarrollado con 2.186.000 presos. Eso significa 738 presos por cada 100.000 habitantes, frente a 82 en Suecia o 77 en Dinamarca.

La población carcelaria de EE.UU. es similar a la de los que cursan estudios universitarios en el país.

Dos tercios de esos presos, después de que salen de la cárcel, reinciden y vuelven a ella en menos de 3 años.

Se llama a esta situación “la puerta giratoria”.

¿Por qué vuelven a las cárceles? No es porque los jueces norteamericanos sean benignos, sino porque a un joven que en muchos casos llegó a la cárcel por falta de trabajo, le será mucho más difícil conseguirlo teniendo un prontuario.

El New York Times (Lewis, 10/6/2009) puntualiza al respecto:
“¿Funciona el encarcelamiento? Aunque muchos somos reluctantes en admitirlo, estamos usando las prisiones como depósitos, poniendo allí a personas con la esperanza de que cinco años detrás de los barrotes signifiquen cinco años en los que no van a cometer más delitos.

Ajustándolo por el crecimiento de la población, hay cuatro veces más personas en prisión en el 2009 que las que teníamos en 1980. Todos estamos de acuerdo con la idea de la rehabilitación, pero hacemos poco para que opere”.
Ante la falta de resultados y el desequilibrio presupuestario agudo generado por el crecimiento continuo de la población en prisión, el Congreso ha dictado la llamada “Ley de la Segunda Oportunidad” que establece, que cuando un preso salga de la cárcel lo estará esperando el Estado con apoyo para reinsertarlo laboralmente, asistencia social y legal. Los costos son mucho más bajos que tenerlo en prisión, y es efectivo, baja la reincidencia.

Por otra parte, las cárceles tienen graves consecuencias. El prestigioso New England Journal of Medicine (The Washington Post 11/1/07) encontró en un estudio sobre 30.327 presos liberados entre 1999 y el 2003 que su probabilidad de morir por una sobredosis de drogas después era doce veces mayor que la de la población promedio y su posibilidad de ser asesinado 10 veces mayor.

Estas tendencias se dan también en América Latina, donde más de uno de cada cinco jóvenes está fuera del sistema educativo y del mercado de trabajo. No tienen inserción social alguna.

¿Qué espera la sociedad que hagan una vez que salen de la cárcel? En EE.UU. varios de los estados, incluso algunos muy conservadores como Louisiana, estimaron que no podían seguir creando prisiones porque es un modelo no financiable e inefectivo.

Se aplicó la mano dura y fracasó. En América Latina se sigue echándoles la culpa a los jueces y se están por aprobar los mismos modelos que fracasaron en Estados Unidos.

IV. Las causas reales del delito joven

La mano dura ilusiona a la población con la idea de que políticas duras para los jóvenes desfavorecidos, la posibilidad de encarcelar menores, el aumento fuerte de las penas, eliminarán la delictualidad joven.

No hay ninguna prueba estadística que demuestre esta correlación. Lo que se observa en los hechos es que va a aumentar la población penal, sin bajar las tasas de delincuencia joven.

En cambio, hay una fuerte correlación entre la tasa de desocupación juvenil y la tasa de delitos. Aumentan las oportunidades laborales para jóvenes y disminuyen los delitos.

Hay asimismo una relación muy clara entre tasa de escolaridad y delito. A mayor escolaridad, menos delitos. En EE.UU. se estimó que un año más de escolaridad reduce los delitos violentos en un 30 por ciento. Uno de cada 10 que no terminaron la secundaria está en la cárcel. Entre los que la terminaron hay uno de cada 27.

Actualmente, el 50 por ciento de los jóvenes latinoamericanos no completa la secundaria. Si se los apoyara, para finalizarla, se reduciría sensiblemente la delictualidad.

También hay una vinculación intensa entre articulación familiar y delito. Cuanto más se proteja a las familias, particularmente las pobres, que tienen más riesgo de desarticularse por las condiciones hostiles que fomentan la implosión familiar, hay menor probabilidad de delito.

Dos terceras partes de los delincuentes jóvenes en Uruguay, según un estudio de Rubén Katzman, de la Cepal, vienen de familias con un solo cónyuge al frente. En Estados Unidos, en un estudio sobre 60.000 delincuentes jóvenes, también dos terceras partes provenían de familias desarticuladas.

Fortalecer a las familias más humildes es decisivo para reducir la delincuencia juvenil, porque la familia entrega valores, educa y forma desde el afecto, lo que no puede hacer ninguna policía del mundo.

Con la mano dura no se están tratando las causas estructurales del delito. Se eluden. Por lo tanto, no puede sorprender que no tenga mayor incidencia en su eliminación o control.

Un prominente analista del tema, Louis Vacquant (Las cárceles de la miseria, 2000), escribe:

“El encarcelamiento, además de afectar prioritariamente a las capas más desprovistas (desocupados, precarios, extranjeros) es en sí mismo una tremenda máquina de pauperización. Al respecto, es útil recordar sin descanso los efectos deletéreos de la detención, no solo sobre los reclusos, sino también sobre sus familias y sus barrios”.

V. Tolerancia cero

Se sigue vendiendo activamente como solución, la “tolerancia cero”. Según esta doctrina, se debe castigar duramente aun las contravenciones más pequeñas para que no se transformen en mayores.

Se inician, en nombre de ella, guerras contra las personas que viven en las calles, los mendigos, los consumidores de pequeñas cantidades de drogas.
Se argumenta falsamente que ella ha permitido reducir la delictualidad en algunas ciudades de EE.UU. No es real. Las ciudades más exitosas en bajarla son Boston y San Diego, y aplican lo opuesto a “tolerancia cero”. Invierten en la prevención del delito. Movilizan combinadamente los municipios, la policía, las iglesias, las fuerzas sociales organizadas, las comunidades de los barrios y la empresa privada para armar circuitos de inclusión.

Asimismo, los países más exitosos en seguridad ciudadana son los escandinavos.

Tienen la menor proporción de policías por habitante del mundo y al mismo tiempo las más bajas tasas de criminalidad.

Es en Noruega y Dinamarca de 0,8 homicidios cada 100.000 habitantes por año y en Suecia 24, 25 veces menos que en América Latina.

La ganadora receta de estos países pasa por la inclusión social. Los países exitosos en seguridad ciudadana han sido los de “exclusión cero”, no los de “tolerancia cero”.

Su éxito está en que han logrado abrirles plenas oportunidades de inclusión a los jóvenes. Tienen garantizadas la salud, educación, posibilidades de trabajo y hay una fuerte protección a la familia.

La Organización Panamericana de la Salud (1998) ha llamado la atención sobre diversas investigaciones al respecto. Pampel y Gartner (1995) crearon un indicador para medir el desarrollo de las instituciones nacionales responsables de la protección social. En países con crecimiento parecido de la población joven, la tasa de homicidios era mucho menor si esas instituciones eran más sólidas. Messner y Rosenfeld (1997) analizaron la relación entre gastos más elevados en asistencia social y homicidios. El aumento de dichos gastos disminuía la tasa de homicidios. También comprobaron que los países que protegían más a las poblaciones vulnerables a las fuerzas del mercado, a través de redes de seguridad económica, tenían menos homicidios. Briggs y Cutright (1994) encontraron en 21 países una correlación entre gastos de seguridad social y número de homicidios.

VI. La mano dura agrava la inseguridad

En toda la región, y en experiencias internacionales, la aplicación de la mano dura tiende a complicar el problema y potencia las discriminaciones contra los jóvenes pobres.

El clima social para los jóvenes pobres en la región es bien hostil. En el Latinobarómetro, los encuestados dicen que las personas más discriminadas en América Latina son los pobres, y un 62 por ciento dice que la policía es más propensa a detener a un joven que a un adulto. Ser pobres y jóvenes es un estigma muy importante.

En la práctica, la aplicación de la mano dura ha llevado a empujar aún más lejos de la sociedad a los jóvenes en riesgo y llenar las cárceles de ellos.

El estudio de la AID antes citado sobre la mano dura en Honduras, Guatemala y El Salvador concluye: “Muchos de los jóvenes jamás han experimentado una interacción positiva con el Estado. Con frecuencia su única vivencia del Estado es la policía haciendo arrestos y encarcelando personas”.

La virtual expulsión de los jóvenes marginados y la falta de alternativas de inclusión prepara el camino para que algunos de ellos puedan ser reclutados por el crimen organizado.

Señala una investigación de la Universidad Nacional de México (2010) sobre dicho país: “la base de apoyo social del narcotráfico comprende a más de 500.000 personas. Mientras no haya una política económica y social para reducir la pobreza, será difícil revertir la situación”.

En Honduras hicieron cambios legales en el 2006, típicos de la mano dura. En virtud de ellos, la policía podía detener a un joven por tener tatuajes, por ejemplo también podía detener a jóvenes que tuvieran apariencia de miembros de maras y estén reunidos en el vecindario.

Se endurecieron las penas, extendiendo los límites de los plazos de encarcelamiento para niños y adolescentes de 12 a 18 años.

A pesar de las políticas radicales adoptadas, los niveles de criminalidad no descendieron. En cambio, fueron continuas las denuncias sobre violaciones de derechos humanos, y operaciones de “limpieza social” practicadas con niños y jóvenes.

Así, el Comisionado de los Derechos Humanos, Custodio (2007) declaró sobre los jóvenes que ingresan en las maras:

“Duele que primero los hacemos víctimas de la exclusión del derecho a la educación como un derecho humano y luego los perseguimos y exterminamos por sus actos de conducta irregular, por el delito de asociación ilícita y otros”.

En Guatemala, que tiene uno de los mayores niveles de desigualdad de América Latina, como en otros países con mano dura, avanzó la privatización de la policía.

Moser y Wintor (2002) estimaban que había 80.000 guardias de seguridad privados en comparación con 18.500 efectivos policiales. Esta enorme actividad de seguridad privada estaba muy poco controlada. Se calcula que había 180 empresas privadas de seguridad, de las que solo 28 eran legales. La supervisión estatal era muy débil.

Un tema importante es la difusión del consumo de drogas, en general; y en la población desfavorecida joven en particular.

En EE.UU., que tiene el mayor mercado consumidor de droga del planeta, predominaba la estrategia de castigar con prisión a los portadores de pequeñas dosis de droga. Las evaluaciones mostraron que los resultados eran muy dudosos. El consumo de este tipo no bajó. En cambio se colocó a muchos jóvenes en situaciones de deterioro agudo físico y psicológico en las cárceles, que después repercutían en la destrucción de todo proyecto de cambiar de vida.
Por otra parte, los costos del sistema carcelario subieron fuertemente, por esa ampliamente población de consumidores pequeños de droga.

El país sacó las enseñanzas y generó otra vía distinta a la mano dura en esta materia. Está invirtiendo intensivamente en fortalecer los espacios de rehabilitación de la droga. Los métodos utilizables han mejorado muchísimo y los porcentajes de recuperación de pequeños consumidores son cada vez más altos. Dichos espacios logran resultados efectivos, se rescatan vidas y se baja considerablemente la factura carcelaria.

En muchos países de América Latina esos espacios son de extrema debilidad. Hay una limitada oferta del sector público en rehabilitación y una débil de la sociedad civil.

Además, ambas son muy difíciles de alcanzar por la población pobre. Entrevistada en el New York Times, una madre latinoamericana de un asentamiento precario explicaba que en cuanto su hijo comenzó a consumir pasta dura buscó desesperadamente dónde tratarlo. No lo encontró.

VII. Las soluciones existen
La ciudadanía tiene todo el derecho a reclamar seguridad, pero la mano dura no la va a dar. Solo sirve para atraer votos a través de consignas demagógicas de solución fácil del problema, que como se ha visto no funcionan en los hechos.
Se requiere atacar con todo vigor al crimen organizado. La sociedad debe defenderse aplicando todo el peso de la ley a mafias como el narcotráfico, que causan daños ingentes. Para ello deben fortalecerse la policía y la justicia.
Pero hace falta una estrategia diferente para la delictualidad joven, que aborde sus causas profundas.

Las evidencias disponibles indican que más trabajo, más educación y más familia son los modos más efectivos de encararla y de aumentar la seguridad.
Son significativos los resultados de experiencias como las escuelas abiertas en Brasil y el sistema de orquestas juveniles en Venezuela.

En Brasil con apoyo de la Unesco se abrieron las escuelas públicas los fines de semana en áreas muy pobres, para ofrecer a los jóvenes talleres de literatura, pintura, música, deportivos, de formación en oficios y otros.

La respuesta superó todas las expectativas. Acudieron masivamente, trajeron después a sus familiares, tomaron cariño con la escuela, bajó la deserción escolar y la violencia (Jorge Werthein, impulsor de la experiencia, 2002).

En Venezuela, José Antonio Abreu (uno de sus más destacados músicos), creó hace 30 años orquestas sinfónicas para niños y jóvenes pobres. Tienen actualmente 300.000 integrantes, y han tocado con gran éxito en los principales escenarios musicales del mundo.

Uno de los niños humildes que formó Gustavo Dudamel, es uno de los más reconocidos directores del mundo y dirige la Orquesta Sinfónica de Los Ángeles.
Cuando le entregaron el Premio Príncipe de Asturias, Abreu explicó que las orquestas les dieron a los jóvenes pobres, sentido del trabajo en equipo, hábitos de disciplina y, sobre todo, les devolvieron su dignidad.

La ciudad de los Ángeles pidió a Abreu y Dudamel replicar la experiencia para los jóvenes de las pandillas de dicha ciudad. Analizando experiencias similares en América Latina se concluye en un estudio de la Unesco (Castro, Abramovoy y otros, 2001):

“El arte, la educación, el deporte y la cultura siempre aparecen como contrapuntos a situaciones existenciales de violencia entre los jóvenes. Pueden ser utilizados para la construcción de espacios alternativos de socialización que les permiten alejarse de las calles”.

En el marco de modelos de economías con rostro humano, están en marcha abordajes y políticas públicas de seguridad ciudadana que no tienen el “miedo” a poner sobre la mesa las causales últimas de la delincuencia joven, entre las que están a la cabeza las políticas económicas generadoras de exclusión y desigualdad.

Sus devastadores efectos sociales se complementan, como señalaba Castel (1997), con “estrategias de gobernabilidad para contener y segregar a aquellos que sobran”.

El modelo ortodoxo se apoyaba en “la teoría del derrame”. Aplicando los ajustes, habría crecimiento y se “derramaría” a los más pobres. Solo hubo concentración, pobreza y exclusión.

La mano dura ofrece otro espejismo; seguridad inmediata, violando derechos humanos básicos, y semicriminalizando la pobreza. Los resultados en las experiencias existentes han sido nefastos para la seguridad y los métodos propuestos (como la reducción de la edad de imputabilidad para los niños) violan los acuerdos internacionales y la ética básica.

Además de que los enfoques mano dura son falaces e ineficientes, dejan de lado toda consideración ética. Son una de las violaciones éticas más feroces que hay en América Latina. Las víctimas finales de la exclusión social severa que generó el modelo se convierten en los culpabilizados.

El juez español Emilio Calatayud Pérez, quien vive en Granada, es llamado “El Padrazo” porque tiene un sistema de reinserción total para todos los jóvenes que llegan a su tribunal. Tiene un 75 por ciento de éxito en rehabilitación. En una entrevista dijo algo tan simple como categórico: “Si no creemos que un chaval de 14 años puede ser reinsertado en la sociedad, estamos perdidos”.

La década de Menem en la Argentina

En 1999, del total de la población joven de 15 a 24 años, que sumaba 6.337.000, el 44 por ciento no asistía a ningún establecimiento escolar, y la mitad no tenían trabajo o empleo remunerado. Los delitos cometidos por menores en la ciudad de Buenos Aires pasaron de 17.678 en 1990 a 26.827 en 1998. Crecieron un 51 por ciento. Las mismas tendencias se dieron en la Provincia de Buenos Aires (Guemureman, Revista Encrucijada, UBA, 2002).

Un policía en cada esquina

“Pueden poner un policía en cada esquina y no detendrán los asesinatos en New Orleans (después de la inundación). En cuanto tengan una gran población que no está educada y que no tiene trabajo ni esperanza ¿qué otra cosa pueden esperar que hagan sino vender drogas? Hasta que no se arregle ello será difícil ver que los problemas mejoren”. Eric Malveau, exfiscal, The New York Times, 5/2/2007.

Lula
“Es mucho más barato construir un aula, que una celda”.

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