Desigualdades indignantes

Vassiliki Ragamb, cuenta The New York Times (27/12/11), es una joven griega, de Atenas, que tiene dos niños. Uno de ellos es un bebé. Elías, el otro, de 3 años, sufre de diabetes infantil y necesita insulina. Sin ella corre graves riesgos.…

Vassiliki Ragamb, cuenta The New York Times (27/12/11), es una joven griega, de Atenas, que tiene dos niños. Uno de ellos es un bebé. Elías, el otro, de 3 años, sufre de diabetes infantil y necesita insulina. Sin ella corre graves riesgos.

Vassiliki se quedó sin seguro médico, como muchos griegos, y el sistema de salud público fue objeto de recortes presupuestarios. Los últimos días del 2011 los pasó yendo de farmacia en farmacia para ver quién aceptaba darle la insulina sin cargo.

Grecia tenía un amplio seguro de salud público. En los 2 años anteriores fue uno de los objetivos de los acreedores externos. Impusieron cortes y pagos.
El presupuesto de salud fue reducido en un 13 por ciento. En 2012, fue recortado un 6 por ciento más. Al mismo tiempo, los pacientes aumentaron en un 25 a un 30 por ciento porque muchos no pueden pagar más la medicina privada.
Bajo la receta ortodoxa, la economía cayó más de un 20 por ciento en tres años y el desempleo subió a un 23 por ciento.

Vassiliki obtuvo la insulina en una clínica que fue abierta por una ONG internacional, Doctores del Mundo, para atender a inmigrantes ilegales, pero hoy atiende principalmente a griegos. Según la clínica, muchas familias no pueden pagar siquiera el transporte para llegar a ella.

Yekaterina Rybolovlev, rusa, de 22 años, se hizo famosa en los mismos días de fin de año por un motivo opuesto al de Vassiliki: compró el departamento más caro de la historia de Manhattan.

Mientras Vassiliki no tiene para insulina, Yekaterina pagó 88 millones de dólares. Es la hija de uno de los favorecidos por las privatizaciones salvajes del Estado ruso.

Finanzas y Desarrollo, la revista del FMI, las describe así: “Después de la caída en la URSS a inicios de los ‘90, la desigualdad en Rusia creció a una velocidad nunca recordada antes en ningún lugar. Al mismo tiempo, el ingreso promedio bajó, creando un gran sector de nuevos pobres. La principal fuerza detrás del aumento de desigualdad fue el proceso de privatización, que dejó enormes activos que formaban parte del Estado soviético en mano de aquellos cercanos al poder político (los oligarcas)… las redes de seguridad también colapsaron”.

Estas historias reflejan muchas otras similares de desigualdades sin límites.
Richard Fuld, el presidente de Lehman Brothers que llevó a la quiebra a esa empresa, el tercer banco de EE.UU., creando un gravísimo riesgo financiero mundial, cuidó en cambio muy bien sus finanzas personales. Ganaba 17.000 dólares por hora. Más de lo que ganan en un año los 50 millones de norteamericanos que están por debajo de la línea de pobreza.

I. La desigualdad crece

El Instituto del Crédit Suisse, uno de los bancos líderes en asesoría a las grandes fortunas, estima que el 0,5 por ciento de la población adulta del planeta tiene nada menos que el 35,6 por ciento de la riqueza del mundo. El 7,5 por ciento siguiente en riqueza es dueño del 43,7 por ciento.

Forbes, que hace la lista anual de los 1200 billonarios más ricos del mundo, dice (marzo de 2011) que en conjunto tienen 4,5 trillones de dólares. Del otro lado, los 3000 millones de personas que tienen menos de 10.000 dólares suman una fracción de esa cifra.

Esto implica que 1200 personas tienen más que 1650 millones. Qué diría Platón, que abogaba porque se hiciera todo lo posible para que hubiera un equilibrio en la distribución de la riqueza.

Un informe (diciembre de 2011) de la Organización para el Desarrollo Económico y la Cooperación (OCDE), que agrupa a los 50 países más ricos, denuncia que la desigualdad en esos países es la mayor en los últimos 30 años.

El ingreso del 10 por ciento más rico es 9 veces el del 10 por ciento más pobre. La relación varía mucho según los países. Va de 5 a 6 veces en los nórdicos, hasta 10 a 1 en Italia, Japón, Corea y Gran Bretaña; 14 a 1 en Turquía y Estados Unidos, y llega a su máximo nivel, 27 a 1, en México y Chile.

Dentro del 10 por ciento más rico, el 1 por ciento tiene cada vez más y a su vez, dentro de él, el 0,1 por ciento es el que tuvo más ganancias.

En la principal potencia económica mundial, EE.UU., el 0,1 por ciento cuadruplicó su participación en los ingresos preimpuestos, entre 1978 y el 2008.

Las tendencias al empeoramiento de la desigualdad tienen expresión mundial, con claras excepciones, como las de los países nórdicos y América del Sur.

En el Informe sobre Desarrollo Humano 2010 del PNUD se constata, entre otros aspectos, que el coeficiente Gini, que mide el nivel de desigualdad en la distribución de los ingresos, se ha elevado. Ahora hay más países con un coeficiente Gini alto que en la década de 1980. Por cada país donde la desigualdad disminuyó en los últimos 20 a 30 años o aumentó en más de dos dígitos, la participación del trabajo en los ingresos cayó en 65 de 110 países en las últimas dos décadas.

En Rusia, Estados Unidos y la India, la caída fue de nada menos que 5 por ciento entre 1990 y 2008.

II. Costos humanos de las desigualdades

Una oleada de investigaciones de los últimos años ha demostrado que las altas desigualdades son nefastas para la economía y la sociedad. Entre otras comprobaciones, han encontrado que generan “trampas de pobreza”, reducen los mercados internos, bajan la capacidad de ahorro nacional, llevan a muchos alumnos a desertar de la escuela y a que reciban educación de poca calidad, crean inequidades múltiples en salud, degradan la cohesión social, provocan fuertes grados de conflictividad, promueven la criminalidad, y estimulan y facilitan la corrupción.

El director de la OCDE, Ángel Gurria, resaltó al presentar el estudio sobre el crecimiento de la desigualdad: “El contrato social está empezando a desmoronarse en muchos países. Este estudio echa por tierra la hipótesis de que los beneficios del crecimiento económico automáticamente repercuten sobre los más desfavorecidos”.

En los países más ricos, las desigualdades tienen serios impactos en las condiciones de vida más básicas de vastos sectores. Lo mismo sucede en modo amplificado en los países en desarrollo, donde los sistemas de protección social han sido normalmente más débiles que en los ricos.

Las desigualdades impactan regresivamente en dos de las bases estratégicas, para que las personas comunes puedan acceder a oportunidades y progresar: la salud y la educación.

En salud, actúan tanto sobre aquellos determinantes sociales que inciden en la producción de salud o enfermedad, como en el acceso a coberturas de salud. Un estudio sobre 30 países industrializados refleja cómo las desigualdades en determinantes sociales de la salud impactan sobre ella.

Bradly y Tayor (diciembre de 2011) dicen que normalmente se pregunta por qué Estados Unidos, que gasta en salud más que muchos otros países desarrollados, tiene tan bajos índices en términos de esperanza de vida y mortalidad infantil comparadas con ellos.

Está por debajo de la mitad de la tabla en logros. En tanto que la esperanza de vida norteamericana está estacionada en 78 años, en muchos países europeos superó los 80 años. Asimismo, sus tasas de mortalidad infantil son la mitad de las de EE.UU.

Consideran que se debería tomar, junto al gasto directo en salud, el gasto en servicios sociales, como los subsidios de alquiler, los programas de capacitación laboral, los seguros de desempleo, el valor de las jubilaciones, las ayudas a las familias, y otros servicios que pueden extender y prolongar la vida.

Cuando eso se toma en cuenta, se ve que en 2005 EE.UU. dedicaba sólo el 29 por ciento de su producto bruto a salud y servicios sociales combinados. Esa cifra era del 33 al 38 por ciento en Suecia, Francia, Holanda, Bélgica y Dinamarca.
Gastaba menos que los otros en estos productores de salud, pero además las proporciones eran peores. Por cada dólar que gastaba en el sistema de salud, EE.UU. asignaba 90 centavos a servicios sociales. En los otros países, por cada dólar en salud se adicionaban dos dólares en servicios sociales.

Los gastos en servicios sociales actúan como políticas igualadoras en relación con la salud. Cuanto más débiles esas políticas, peores serán los niveles de salud.

En los países de Europa donde se están recortando estos programas, son ya visibles los resultados regresivos.

En el mundo en desarrollo, a los déficit de políticas públicas de servicios sociales se suman las pronunciadas disparidades en acceso a cobertura de salud. Un estudio en 55 países (PNUD 2010) muestra que en los hogares pobres sólo el 40 por ciento de los chicos recibieron todas las vacunas, comparado con el 66 por ciento en los de mejores recursos.

En Perú, el 20 por ciento más rico tiene acceso universal a personal entrenado en el parto, mientras que en el 20 por ciento más pobre sólo lo tiene el 10 al 15 por ciento de las madres.

Las desigualdades en servicios sociales, cobertura médica y otros aspectos traen graves brechas en salud, que después se van a expresar en posibilidades muy diferentes de alcanzar resultados educativos y conseguir trabajo.

La incidencia de las desigualdades generales en educación es dramática. La escuela recibe a los niños con diversos bagajes de condiciones que van a repercutir fuertemente sobre su rendimiento. Nuevamente hay determinantes sociales además de lo que la escuela pueda hacer.

Así, los niños de los países en desarrollo aprenden en los mismos años menos que los de los países desarrollados. En pruebas estandarizadas, sus puntajes son inferiores en un 20 por ciento a los de los países industrializados. Eso equivale a tres grados.

Pero en el interior de los países ricos sucede lo mismo. En una observación mucho más aguda que la de algunos analistas cuando sacan conclusiones apresuradas sobre la prueba de PISA, dos expertos norteamericanos, Ladd y Fiske, se preguntan (The New York Times, 12/12/11): “Los resultados de las pruebas de lectura 2009 del PISA muestran que en EE.UU., al igual que en los 13 países en que los estudiantes de 15 años superan a los norteamericanos, los alumnos con status económico y social más bajo tienen menores resultados que los de mejor status en cada país. ¿Puede alguien creer que la mediocre performance de los estudiantes norteamericanos en los tests internacionales no está vinculada con el hecho de que el 20 por ciento de los niños viven en la pobreza?”.

Las cifras son categóricas. El 40 por ciento de la variación en desempeño en lectura, y el 46 por ciento de la variación en conocimiento de matemáticas entre estados en EE.UU. está asociado con la variación en las tasas de pobreza infantil.

Más desigualdad y pasividad o inacción en políticas públicas a favor de los desfavorecidos generan variaciones sustanciales en salud y educación y en otros terrenos que van a alimentar la reproducción y ampliación de las desigualdades.
La desigualdad es un generador neto de pobreza, como se constató con tanta fuerza en América Latina en los ‘80 y ‘90.

III. El 1 por ciento trabajando por el 1 por ciento

La alta concentración del ingreso genera incentivos para usar la riqueza acumulada e incidir sobre el sistema político, tratando de obstruir cualquier intento de que sea más compartida o que ponga límites a su acrecentamiento.
América Latina es experta en golpes militares orientados a frenar el avance de procesos reformadores y que llevaban al poder directo a los amos del poder económico.

Ese fue el carácter que tuvo la dictadura militar de Pinochet (que logró el milagro de duplicar el número de pobres en Chile, que hizo subir del 20 al 40 por ciento de la población, y produjo una agudísima concentración del ingreso), la dictadura genocida argentina (que proclamó que “achicar el Estado es agrandar la nación”, y procuró eliminar físicamente todo trazo de disidencia posible), las dictaduras brasileña y uruguaya y, en los últimos tiempos, el golpe militar en Honduras, para cuya casta dominante era mucho un ascenso del salario mínimo e intentos tímidos de mejora del más de 70 por ciento de pobres que tiene el país.

En un formato distinto, en los países desarrollados en crisis actualmente, el 1 por ciento más rico intenta presionar duro para no retroceder y sacar provecho de su preeminencia económica.

El riesgo de las grandes concentraciones económicas fue visionariamente percibido con claridad meridiana por uno de los mayores innovadores sociales de la historia de EE.UU., Luis J. Brandeis, el gran juez progresista que abrió nuevos rumbos en la Corte Suprema de Justicia.

En 1916, cuando se integró a la Corte, profundamente preocupado ante las disparidades en ascenso, advirtió: “Podemos tener democracia o podemos tener concentración de la riqueza en las manos de unos pocos, pero no podemos tener ambas”.

Efectivamente, las grandes desigualdades (y la especulación salvaje que favorecieron) fueron decisivas para que se produjera la gigantesca depresión de 1930.

En 1980, cuando Reagan asumió la presidencia, el 1 por ciento más rico ganaba 12,5 veces la media de ingreso nacional. En 2006, había triplicado esa diferencia, llegando a 36 veces.

Inciden en eso, según continuados llamados de atención (desde los del presidente Obama hasta numerosas investigaciones), las operaciones que los muy ricos desarrollan para conquistar agujeros fiscales, a su favor, e impedir que le aumenten los impuestos.

Para Holzer (Georgetown University), su enriquecimiento no refleja “productividad real”, sino “privilegios de los que están adentro”.

Entre otros canales, obtuvieron en la era Bush cuantiosas deducciones fiscales, que explican una tercera parte del déficit público posterior.

Los sectores más conservadores están resistiendo por todas las vías el intento de Obama de aumentar el impuesto a los más ricos para financiar siquiera parcialmente servicios sociales básicos, considerándolo una cuestión de principios. Cuanto más poder económico concentrado, más incidencia sobre el poder político, más aumento de la desigualdad, y el círculo perverso (como lo preveía Brandeis), sigue reproduciéndose.

Stiglitz analiza en profundidad cómo opera a diario la interrelación entre los grupos económicos más poderosos y el poder político, en su agudísimo trabajo “Del 1 por ciento, para el 1 por ciento, por el 1 por ciento” (Vanity Fair, mayo de 2011).

En su Informe de Desarrollo Humano de 2010, alarma el PNUD porque esas tendencias pueden hacerse más pronunciadas en la crisis actual.

Resalta: “Las crisis crean a menudo más desigualdad. Mientras millones han perdido su empleo, otros (como algunos inversionistas) están protegidos por seguros a los depósitos o se benefician con los rescates financieros. Quienes ganan son generalmente los que tienen más bienes, mejor información y más agilidad financiera, y por supuesto aquellos con influencia”.

IV. El caso de América Latina

Hay varias América Latina actualmente. Por una parte, una donde las cifras de desigualdad siguen estando entre las más elevadas, comparativamente, del globo. Allí, la pobreza tiene alta presencia y los beneficios del crecimiento llegan muy limitadamente a los sectores populares, porque las propias dinámicas de la desigualdad y el peso político de los poderosos hacen que se queden en los estratos más ricos.

La otra, con fuerte expresión en la Unasur, es citada con frecuencia como ejemplo de que se puede enfrentar la desigualdad y reducirla.

Entre las desigualdades más significativas que presenta la región, se hallan:

1) La brecha de ingresos

Las cifras sobre el coeficiente Gini en algunos países desarrollados líderes en desarrollo económico y social vs. algunos de la región en el período 2000-2010 son marcadamente contrastantes (Informe sobre Desarrollo Humano del PNUD, 2010).

En Noruega, el coeficiente Gini era 25,8; en Holanda 30,9; en Canadá 32,6; en Suecia 25; en Dinamarca 24,7. En todos esos países, sus altos niveles de equidad han sido claves en sus logros.

En cambio, en Chile era de 52; en Panamá de 54,9; en México de 51,6; en Perú de 50,5; en Colombia de 58,5; en Honduras de 55,3; en Guatemala de 53,7. El Gini era el doble que los anteriores. La elevada inequidad causaba descontento y exclusión en esos países. Incluso en Chile, con sus avances económicos, encabezadas por los estudiantes dos millones de personas salieron a protestar a las calles en numerosas marchas en el 2011, reclamando por la inequidad en educación.

2) Las desigualdades múltiples

La dimensión más difundida de la desigualdad latinoamericana es la que se da en la distribución de los ingresos, pero no es la única, ni la más grave. La desigualdad se halla presente en todas las dimensiones centrales de la vida cotidiana de la región.

Otra de sus expresiones es la extrema concentración de un activo productivo fundamental como la tierra, que excluye del acceso a la misma a vastos sectores de la población rural.

Aquí la concentración es mucho peor que en los ingresos. El Gini de tierra de América Latina es mucho peor que el de cualquier otra región del mundo. Supera el 0,70.

Una dimensión clave de las desigualdades es el campo de la educación. Ha habido progresos muy importantes en la región en áreas como alfabetización y matriculación en la escuela primaria. La gran mayoría de los niños ingresan a la escuela, pero son muy altas las tasas de deserción y repetición. Ello genera bajos índices de escolaridad.

La disparidad en años de escolaridad y en posesión de título de secundaria pesa muy fuertemente en las posibilidades futuras, pronunciando los circuitos de desigualdad. Como constata la Cepal (2009): “Las deficiencias educativas condenan a los jóvenes al desempleo o a las ocupaciones informales, y a otras de baja productividad, reproduciéndose las trampas de transmisión intergeneracional de la pobreza”.

A las desigualdades anteriores se suman las imperantes en el campo de la salud, y otras altamente significativas.

Una de ellas es la operante en el área del acceso a crédito. Así, siendo las pequeñas y medianas empresas un factor decisivo en la creación de empleo en la región, las estimaciones indican que los 60 millones de pequeñas y medianas empresas existentes sólo reciben el 5 por ciento del crédito otorgado por las entidades financieras. Hay allí otra fuerte concentración.

Una nueva desigualdad es la del acceso a las tecnologías avanzadas. El número de personas que acceden a Internet está fuertemente concentrado en los estratos superiores. Se ha advertido permanentemente en la región sobre la silenciosa instalación de una amplia “brecha digital”, y la generación de un amplio sector de “analfabetos cibernéticos”.

Factores como la limitada conexión telefónica en los sectores más pobres y los costos significativos de adquirir computadoras dificultan que accedan a Internet los estratos de menores recursos y las pequeñas empresas.

Las desigualdades tienen en América Latina expresiones pico en términos étnicos y de color. Se estima, así, que más del 80 por ciento de los 40 millones de indígenas de la región están en pobreza extrema. También son muy contrastantes las disparidades entre los indicadores básicos de la población blanca y la población afroamericana. A todo ello se suma, con avances, la subsistencia de significativas discriminaciones de género en el mercado de trabajo, hacia los discapacitados, y en relación con las edades mayores.
Todas las desigualdades mencionadas, y otras, interactúan a diario, reforzándose las unas a las otras.

V. Hay pobreza porque hay desigualdad

Pocos años atrás había en el establishment de economistas quienes defendían a capa y espada las “funcionalidades” de las desigualdades. Acostumbraban a señalar que contribuyen a acumular capitales en ciertos grupos, que luego los reinvertirán y acelerarán el crecimiento, o que son una etapa obligada del progreso.

Hoy, frente a sus evidentes disfuncionalidades, el consenso está girando fuertemente. El Banco Mundial ya reconocía (2004): “La mayoría de los economistas (y otros cientistas sociales) consideran a la desigualdad como un posible freno para el desarrollo”.

Efectivamente, numerosas investigaciones dan cuenta de cuánto le están costando a la región estos niveles de desigualdad, y qué impacto profundo tienen en obstaculizar la posibilidad de un crecimiento sostenido.

Al analizar a América Latina, se menciona con frecuencia que hay pobreza y que hay desigualdad. En realidad, las investigaciones evidencian una situación diferente. Hay pobreza porque hay desigualdad. Es un factor clave para entender por qué un continente con una dotación de recursos naturales privilegiada, y amplias posibilidades en todos los campos, tiene tan importantes porcentajes de pobreza.

Según la Cepal, la pobreza actual es superior a la de 1980 en términos absolutos. En 1980 había 136 millones de pobres. Actualmente la cifra es superior. Los progresos, especialmente en el sur, han bajado el porcentaje, pero sigue siendo alto, supera el 25% por ciento.

Birdsall y Londono (1997) trataron de determinar econométricamente el impacto de la desigualdad sobre la pobreza. Construyeron la simulación siguiente:
La primera curva del gráfico muestra la tendencia de la pobreza en la región que, como se observa, ascendió continuamente en los ‘80 y ‘90 con pequeñas variaciones. La segunda simula cuál habría sido la pobreza si la desigualdad hubiera quedado en los niveles de inicios de los ‘70 (antes de las dictaduras militares y de las políticas ortodoxas) y no hubiera seguido creciendo. Era considerable, pero aumentó más en las dos décadas neoliberales. Según sus estimados, la pobreza sería la mitad de lo que efectivamente ha sido. Ha habido un “exceso de pobreza” causado por el aumento de la desigualdad que duplicó la pobreza.

Vinod Thomas (2006), director general del Grupo de Evaluación Independiente del Banco Mundial, plantea: “Ha sido un concepto equivocado la idea de que se puede crecer primero y preocuparse por la distribución después”.

VI. Enfrentando la desigualdad
¿Se puede realmente reducir las desigualdades? ¿Se pueden enfrentar los círculos perversos de concentración de riqueza, incidencia desigual sobre el poder político, y aumento de la concentración que la dinamizan? ¿Es posible llevar adelante políticas en favor de las mayorías en condiciones de alta desigualdad?

No tiene sentido especular sobre estas preguntas. En América del Sur, las están contestando los hechos.

Argentina tenía, en el tercer trimestre de 2003, una distancia entre el 10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre de 40,9 veces. En el tercer trimestre del 2011, había pasado a 20 veces. El coeficiente Gini se estimaba, en 2004, en 51,3. Pasó a 0,406.

Las mejoras en la desigualdad se debieron a políticas públicas muy concretas puestas en marcha a partir de 2003. Al mismo tiempo, hubo políticas activas que potenciaron la capacidad de producción nacional, y generaron 5 millones de empleos entre 2003 y 2011. Se incrementó considerablemente, en términos reales, el salario mínimo, vital y móvil. Según los estimados de la Cepal, en conjunto los salarios reales aumentaron en un 95,5 por ciento desde 2005 en el sector formal de la economía argentina.

Se expandió, asimismo, el sistema de protección social, haciendo ingresar en el mismo a amplios sectores, y se mejoraron significativamente los ingresos percibidos por jubilaciones y pensiones.

A ello se sumó el refuerzo de magnitud que significó el Programa Asignación Universal por Hijo para los trabajadores no formales, que fortaleció los hogares fuera de la economía formal.

El gasto público generó, por otra parte, una gran ampliación en los servicios sociales a que se hacía referencia anteriormente, claves como determinantes sociales de la salud y la educación.

Como destaca Zaiat (24/12/11), a partir de un estudio de Gaggero y Rossignolo, el gasto público, que significaba en 2002 el 20,2 del Producto Bruto Interno, era en 2010 el 45,5 por ciento. El gasto público social aumentó 10 puntos entre 1997 y 2010.

La gestión gubernamental argentina apeló a lo que según la OCDE son factores proigualdad.

La OCDE recomienda, para mejorar la igualdad, “garantizar la prestación de servicios públicos gratuitos y de alta calidad, tales como educación, salud y atención de las familias”.

La más que duplicación de la inversión en educación en la Argentina del período de Menem, en los ‘90, donde era el 3 por ciento del producto bruto, al 6,49 por ciento actual, tuvo profundos impactos a favor de la igualdad.

Brasil era considerado uno de los peores países en desigualdad. Hasta se acuñó, para llamarlo, un nombre, Belindia, refiriéndose a que convivían en él poblaciones con los mejores niveles de riqueza internacionales (como los de Bélgica) y con los peores (como los de partes importantes de la India). Está cambiando bajo las gestiones Lula-Dilma, y mucho más rápidamente de lo que nadie previó.

Políticas muy vigorosas de expansión productiva, que le han permitido reducir totalmente el desempleo, expansión de los servicios públicos, programas compensatorios en gigantesca escala como Hambre Cero y Bolsa Familia, hicieron salir de la pobreza a cerca de 40 millones. Bolsa Familia, que llega a 11 millones de familias pobres, implica una transferencia de ingresos del 0,8 por ciento del producto bruto de un país que pasó a ser la sexta economía en producto bruto de todo el planeta.

Brasil sin Miseria, creado por la actual gestión gubernamental se propuso sacar de la pobreza extrema a los 16 millones de personas en esas condiciones, en tres años, con una masiva transferencia de ingresos y apertura de oportunidades productivas. Tuvo un fuerte énfasis en la potenciación de la agricultura familiar.

Lo de Belindia quedó en el pasado. El coeficiente Gini mejoró. Es un país muy desigual, pero está en curso de cambiar una matriz histórica que parecía imposible de modificar.

Tras ello hubo un cambio de fondo en el paradigma. Según el Informe sobre Desarrollo Humano de 2010 del PNUD, un estudio sobe actitud de las élites del país hacia la educación, en 1990, encontró que eran con frecuencia reacias a ampliar las oportunidades de educación, porque consideraban que educar a los trabajadores haría más difícil manejarlos. A su vez, los que decidían las políticas gubernamentales estaban preocupados porque una mano de obra más costosa redujera las ventajas comparativas en productos trabajo-intensivos.

Concluye el PNUD: “Este pensamiento impedía el desarrollo humano, al llevar a bajas inversiones en capital humano y bienes públicos, menos redistribución y más inestabilidad política”.

La gestión gubernamental en el Uruguay se propuso impulsar la igualdad, reduciendo la pobreza con vigorosas políticas, y entre sus proyectos estrella democratizando el acceso a Internet.

Menos del 20 por ciento de los latinoamericanos tiene Internet. Los costos son prohibitivos para ellos. Así, en tanto cien minutos mensuales de telefonía son el 2 por ciento del ingreso de un habitante del norte industrializado, representan el 26 por ciento del ingreso de un latinoamericano.

El Plan público Ceibal, basado en las computadoras ultraeconómicas desarrolladas por el MIT, llevó una computadora a cada uno de los 362.000 niños y los 18.000 maestros de la escuela pública primaria, e instaló conectividad en todas las escuelas.

El 70 por ciento de las computadoras fueron entregadas a niños que no tenían una computadora en su hogar. La mitad de ellos forman parte del 20 por ciento más pobre de la población.

Se está llevando el programa a todos los estudiantes y profesores de secundaria, y preescolar. Se habilitará un sistema especial para que todos los niños ciegos de las escuelas públicas puedan utilizar el computador.

Diversos países africanos, y de otros continentes, han pedido a Uruguay asesoría para replicar el programa.

Mientras en El Salvador y otros países hay 479 alumnos por computadora, en Uruguay cada niño tendrá la suya. En la misma dirección va Argentina, con su programa Conectar Igualdad, por el cual se entregaron ya casi 2 millones de computadoras en un breve lapso.

En esos y otros países del UNASUR, se está sembrando igualdad. La pelea es larga. Los sectores más conservadores tratan de deslegitimar a las políticas proigualdad, y de presionar para seguir cooptando los Estados, y recibiendo privilegios.

Saben en el fondo que el nuevo modelo de una economía con rostro humano será invencible cuanto más mejore la igualdad.

Impuestos a los más ricos
El Nobel de Economía Paul Krugman dice que los economistas ortodoxos afirman que no se debe criticar a los muy ricos, ni demandar que paguen impuestos más altos porque son “creadores de trabajos”. Afirma: “Los hechos son que unos cuantos de los muy ricos actuales lograron su riqueza destruyendo trabajos en lugar de crearlos”. Señala que ellos se parecen al personaje de la película Wall Street I de Olivier Stone, Gordon Gheekoo, que decía que “la avaricia es buena”, y “yo no creo nada, yo poseo”.

Miradas sobre las desigualdades
“No deben existir entre los ciudadanos ni extrema pobreza ni excesiva riqueza, porque ambas son productoras de grandes demonios.”
Platón

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