El ‘ojo vigilante’ de dios facilitó la aparición de sociedades complejas

Nadie ha demostrado nunca que exista un dios omnisciente, que tiene preferencias morales y que puede castigarnos si no las seguimos. Sin embargo, la creencia en un ser supremo condiciona la vida de cientos de millones de seres humanos en todo el mundo,&#8

Nadie ha demostrado nunca que exista un dios omnisciente, que tiene preferencias morales y que puede castigarnos si no las seguimos. Sin embargo, la creencia en un ser supremo condiciona la vida de cientos de millones de seres humanos en todo el mundo, que realizan todo tipo de esfuerzos para satisfacerlo. Y este peculiar comportamiento ha podido desempeñar un papel clave en la evolución de las sociedades humanas.

El antropólogo británico Robin Dunbar, padre de la hipótesis del cerebro social, calculó que el límite superior para los grupos humanos es de 150 individuos. Esta cifra se corresponde con las dimensiones de los grupos de cazadores recolectores, con el de las comunidades agrícolas e incluso con la cantidad de amigos que realmente podemos gestionar en Facebook. Sin embargo, las sociedades humanas han logrado superar por mucho ese nivel de complejidad y hay ejemplos de cooperación y sacrificio extremos, como el de los combatientes que dan su vida en guerras por millones de compatriotas desconocidos.

Un grupo de investigadores liderados por Benjamin Grant Purzycki, investigador del Centro para la Evolución Humana, la Cognición y la Cultura de la Universidad de Columbia Británica en Vancouver (Canadá), ha puesto a prueba el papel de las creencias en un dios moralista en la construcción de sociedades complejas y en el fomento de la cooperación entre humanos separados geográficamente y completamente desconocidos. En un trabajo que publican esta semana en la revista Nature, explican cómo estudiaron el comportamiento de 591 personas de varias comunidades de todo el mundo que profesaban todo tipo de religiones, algunas de alcance mundial, como el cristianismo o el budismo, pero también locales. A través de juegos en los que tenían que repartir recursos, observaron que los individuos que creían en un dios que define lo que es bueno y lo que es malo, que sabe a todas horas lo que hacemos y castiga si no le gusta lo que ve, se mostraban más generosos con miembros de su misma religión. Como explica Purzycki, “vale la pena tener un Dios Gran Hermano, omnisciente y con preocupaciones morales en lugares con mayor anonimidad y menos responsabilidad. Los dioses evolucionan”.

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