Reflexiones más allá del estrado

En varias audiencias he sido testigo, como juez y como abogado, de casos que se pierden exclusivamente por culpa del abogado contratado para defender esa causa. Si esos leguleyos hubiesen guardado silencio, se hubieran quedado como estatuas o incluso&#823

En varias audiencias he sido testigo, como juez y como abogado, de casos que se pierden exclusivamente por culpa del abogado contratado para defender esa causa. Si esos leguleyos hubiesen guardado silencio, se hubieran quedado como estatuas o incluso no hubieran subido al estrado, sus clientes hubiesen tenido mejor suerte.

En muchos de esos expedientes los perjudicados tenían a su favor la razón y la ley, dos nobles elementos que fueron destruidos por alguien que ni idea tenía de lo que era llevar con dignidad la toga y el birrete.

Ser abogado es un asunto muy serio. Quien procura nuestros servicios coloca en nuestras manos su libertad o su patrimonio. Un pequeño error nuestro puede ser fatal y acabar con una vida, una familia o una empresa. Y esas faltas usualmente no tienen remedio en los tribunales. ¡Dios, qué compromiso tan inmenso! Es penoso que algunos lo tomen a la ligera, con una irresponsabilidad espantosa.

Un abogado completo no se caracteriza solo por conocer leyes, jurisprudencia y doctrina. Es imprescindible que sea íntegro, que la palabra ética esté tatuada en su corazón, que tenga un nombre que perder, que le diga la verdad a sus clientes, que no alargue los casos solo para percibir más honorarios.

Pero hay más. El abogado debe tener una apreciable cultura general y ha de ser un gran lector de historia, filosofía, economía, literatura, poesía… El que no lo hace se le dificultará argumentar adecuadamente frente al magistrado o frente al ministerio público, pues habrá momentos en que lo jurídico deberá ser complementado con otros conocimientos.

El abogado, además, debe escribir y hablar correctamente. Es desagradable escuchar o leer a algunos maltratando el idioma castellano. Eso, en ocasiones, influye en los resultados de su trabajo, pues le resta credibilidad a lo que expone. A esto se agrega la necesidad de contar con un alto grado de sentido común, de ser práctico, de no complicar los asuntos.

Un buen jurisconsulto, por lo menos empíricamente, también se comporta como sicólogo, sociólogo, sacerdote y educador, porque en ocasiones ejercer esas funciones es más efectivo para evitar o solucionar un conflicto que el hecho de actuar como abogado. ¡Cuántas veces quien nos visita, lo único que aspira es a que lo escuchemos con atención!

El protagonismo excesivo de los abogados usualmente provoca más división que armonía entre las partes. Nuestro rol es de ser facilitadores, mediadores efectivos, lo que se puede lograr respetando los intereses de nuestro representado. Incluso, eso ayuda en nuestra labor.

Con estas breves reflexiones aspiro a que los abogados cada día seamos mejores profesionales, que así contribuiremos a tener una mejor patria. Así de simple.

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