Equidad y libertad

La muerte de Fidel Castro, líder de la Revolución Cubana, ha reavivado el debate sobre su legado en Cuba y en el mundo, tanto en lo político como lo económico y lo social. Haber ejercido liderazgo para que la población cubana terminara…

La muerte de Fidel Castro, líder de la Revolución Cubana, ha reavivado el debate sobre su legado en Cuba y en el mundo, tanto en lo político como lo económico y lo social.

Haber ejercido liderazgo para que la población cubana terminara registrando indicadores sociales de primer mundo, para resistir el asfixiante asedio económico y político estadounidense, recrudecido después del fin de la Guerra Fría, y para mantener un impresionante control político con pocos referentes en la región, son algunos de los aspectos más destacados sobre los que gira el debate.

Pero al mismo tiempo, nos ha puesto, nueva vez, frente a una discusión más profunda que debe trascender las valoraciones específicas sobre el proceso cubano, las cuales en vano pueden pretender dar lecciones generales válidas en cualquier contexto. Se trata del dilema entre equidad y libertad. Con mucha frecuencia, especialmente de la mano de la economía tradicional neoclásica, ambos elementos son contrapuestos. En el caso cubano, un argumento muy socorrido es que la apuesta del régimen revolucionario por la equidad y el bienestar social se hizo a costa de la libertad y la eficiencia económica.

Para la economía convencional, si se quiere más equidad, habrá que sacrificar la libertad porque la forma de lograrla es a través de acciones regulatorias y/o confiscatorias del Estado (vía impuestos y otros instrumentos), las cuales restringen a los individuos. El costo, dice la economía convencional, es más ineficiencia y menor producción porque los impuestos y la regulación estatal desestimulan a las personas. El caso de Cuba es usado como ejemplo por excelencia de ello, apuntándose que el exceso de control político sobre la economía y la obsesión por la equidad ha terminado matando a la producción. Como reflejo, se argumenta que menores impuestos, cargas y regulaciones incrementan la eficiencia y aumenta la producción porque libera a las personas, aumentando el estímulo para producir.

Para esa línea argumental el mejor de los mundos es uno totalmente libre, donde las personas tengan la libertad nominal, esto es, la potestad formal de elegir cómo y donde participa en la vida económica. Sólo de esa forma se maximiza la producción y se alcanza el máximo de eficiencia, y los resultados distributivos no son relevantes.

En una perspectiva contrapuesta, se impugna la defensa a ultranza de la libertad y el desprecio por la cuestión distributiva a partir de la observación de que la creciente liberalización económica ha tenido como resultados una exacerbación de la inequidad y una agudización de la exclusión de muchos. En ese sentido, se cuestiona para qué sirve la libertad y la eficiencia si millones terminan damnificados y sin opciones reales en la vida, y se argumenta que es preferible producir menos y ser menos eficiente si con ello se alcanzan mejores resultados distributivos y se permite que muchos ejerzan derechos básicos como la alimentación, y el acceso a la educación y a servicios de salud de calidad, los cuales no pudiesen haber sido ejercidos en un contexto de libertad sin contrapesos.

Por fortuna, el dilema entre equidad y libertad es uno falso, y mal harían las políticas públicas en asumir que optar es inevitable. Por una parte, siguiendo a Amartya Sen, la libertad tiene un valor intrínseco. Su importancia fundamental no es instrumental, es decir, su valor principal no reside en el hecho de que sea buena para la economía sino en el hecho de que permite a las personas optar por lo que valoran en la vida, e influir sobre su entorno. Esto no niega que la libertad económica sea una fuerza impulsora del crecimiento, el desarrollo, la productividad y la innovación. Sabemos que en, general lo es, aunque también sabemos que puede ser desastrosa (sólo hay que recordar la crisis financiera de 2008), lo que dice con claridad que no puede ser irrestricta, y que tiene que ser conducida por canales institucionales que protejan al colectivo.

Por otra parte, la falta de libertad no debe ser vista simplemente como el exceso de reglamentaciones y prohibiciones estatales (lo que Sen llama “libertad negativa”) sino como la falta de opciones reales de las personas. De esta forma, aun cuando su Estado sea uno liberal en extremo, con regulaciones económicas muy laxas y amplios grados de libertad nominal, una sociedad no puede ser descrita como libre cuando una parte muy importante de ella sufre privaciones básicas o, de manera consistente, le es denegado el derecho al trabajo. La “libertad positiva” supone la capacidad real de optar, cosa que difícilmente pueda hacer una persona que padezca de hambre o sea analfabeta.

Por lo anterior, una sociedad verdaderamente libre es una que camina hacia la eliminación de las privaciones básicas de su gente, y que promueve y facilita la participación activa de ellas en la vida pública. Pero eso no se logra sin un Estado que combata la inequidad, porque quienes tienen menos oportunidades de liberarse de la opresión del hambre, el desempleo, la falta de instrucción y un precario estado de salud son los más pobres. De allí que, sin acciones públicas decididas que capturen recursos (especialmente de los que más tienen) para pagar por los servicios que contribuyen a liberar a las personas de la ignorancia, la enfermedad y la falta de oportunidades, la conquista de la libertad no es posible.

En consecuencia, la desigualdad tiene la doble consecuencia de contribuir a negar derechos básicos y de atentar contra la libertad misma. Pero, además, quebranta a la sociedad en su conjunto porque la fractura, porque debilita la cohesión social, porque separa a las personas creando realidades de los individuos muy distantes unas de otras, y porque socava las visiones y proyectos colectivos. En contextos como esos, la conflictividad tiende a agudizarse y los pactos sociales se hacen más difíciles.

En esa visión, libertad y equidad son dos caras de una misma moneda, y el esfuerzo colectivo debe orientarse a que una refuerce a la otra. La equidad potencia la libertad porque fortalece la capacidad de las personas de optar, mientras la libertad puede ser una gran fuente potenciadora de riqueza que permite a las personas aprovechar los incentivos para producir, y de esa forma expandir la base material de la sociedad, crear más oportunidades, y pagar por aquello que hace a la sociedad menos desigual y más humana.

Hay que superar la visión simplista que contrapone la libertad a la equidad. Es la primera atadura de la que hay que zafarse. 

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