Recordando competencias non sanctas

Ellos estaban muy entusiasmados el día del evento. No se sentían cansados a pesar de tantas horas de intensa preparación y no habían perdido las ilusiones a pesar de haber recibido consejos de aquellos allegados a los que la experiencia nos ha…

Ellos estaban muy entusiasmados el día del evento. No se sentían cansados a pesar de tantas horas de intensa preparación y no habían perdido las ilusiones a pesar de haber recibido consejos de aquellos allegados a los que la experiencia nos ha hecho perder la fe en las competencias, desconfiar de los discursos sobre imparcialidad y dudar de la bondad humana.

Llegaron al salón emocionados, convencidos del excelente papel que desempeñarían y complacidos de que su trabajo sería apreciado. Nunca hubiesen imaginado que sus esfuerzos y gastos por lucir bien, por llenar el evento de gente vendiendo cuotas de taquillas exigidas por los organizadores, por superar las expectativas en términos de calidad, serían parte de un plan predeterminado para beneficiar a terceros cuya única ventaja sobre el resto de los competidores era su vínculo previo con miembros del jurado.

Como estaban en el camerino, no pudieron darse cuenta cuando varios de los evaluadores se pararon a cantar y bailar la música de los aún no anunciados ganadores, a pesar de tratarse de canciones que nunca se habían divulgado públicamente.

Tampoco se percataron de la cantidad de alcohol que estos jueces estaban ingiriendo, pues asumían que cumplirían las reglas de un evento familiar que, en teoría, prohíbe los vicios en el marco de la actividad. Peor aún, ni siquiera sospecharon cuando los jueces abandonaron sus puestos, antes de que el grupo que privilegiarían terminase su espectáculo, yendo a esperarlos tras bastidores para decirles: “Ya, ya olvídense de todo que ya rompieron”.

Ya muchos habíamos confirmado que se trataba de la historia de un premio prometido, pero ellos, como en crónica tipo Santiago Nasar, quedaron genuinamente sorprendidos cuando finalmente anunciaron el grupo ganador.

No esperábamos, sin embargo, ni ellos ni nosotros, que se produjese tan rápido una confirmación pública del vergonzoso comportamiento de varios de esos jueces.Tampoco en ese momento sabíamos que algunos miembros del jurado habían participado en el proceso de preparación y de aquellos a los que determinaron ganadores y que, además, habían llegado el día del evento diciendo a los demás que esos eran los mejores y que tenían que ganar, independientemente de que no habían escuchado a los contrincantes.
Lamentablemente, unos aprendieron una lección y otros confirmamos una vez más algo que conocíamos desde hace tiempo pero que siempre hemos querido que sea diferente: En nuestro país demasiados concursos son amañados y el peso del amarre y el compadreo siempre es superior al del talento y la formación.

Ojalá ellos, los utilizados, no se hayan decepcionado a grado tal de volverse indiferentes ante las injusticias, pues como dijo una vez Edmund Burke: “para que triunfe el mal sólo es necesario que los buenos no hagan nada”.

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