Noticias breves (1 de 2)

Atisbos hechizados para una ojeada metafísica del merengue Así se nos contó: Saltaron, descalzos y ceñidos, desde un hervor de luz en la agonía de febrero; y redoblaban tamboras en la oscuridad…

Atisbos hechizados para una ojeada metafísica del merengue


Así se nos contó:
Saltaron, descalzos y ceñidos, desde un hervor de luz en la agonía de febrero; y redoblaban tamboras en la oscuridad del mundo en ese instante en que juntos, el país y el merengue, abrían los ojos…

I. (Diálogo improbable con el coronel Juan Bautista Alfonseca).
—Tenía usted doce años, coronel, cuando ocuparon nuestra tierra las tropas haitianas. Hay noticias de que muy pronto se hizo partidario de la idea separatista. ¿Quién lo acerca a los sublevados?
—Mi familia mantenía vínculos estrechos con los Sánchez. Narciso Francisco Sánchez, el padre de Francisco del Rosario, fue testigo de mi boda en 1938: seis años antes del trabucazo.
—Después de la noche del 27 de
febrero, ¿cuál sería su participación en el movimiento independentista?
—Soy músico. Toco el clarinete. Estuve en la guerra y allí escribí el ‘Himno de la Independencia’, trepado sobre un verso en llamas del teniente Félix María del Monte. Lo soñé con ritmo de ‘mangulina’. Nombre de mujer y flor del mango, sentí que ningún aire como ése alentaba mejor la ilusión de la patria. En mi himno, en nuestro himno cantan sus razones, al mismo tiempo, el enojo furtivo del labrador y la estremecida mariposa que mueve sus alas de falda campesina.

II. Es 1854. Con un tosco abecedario de machete (así era) se construye el relato de la tierra. A la sombra de Manuel de Jesús Galván, lumbrera de la hora, un puñado de jóvenes letrados abre las ventanas de un semanario: ‘El Oasis’. Muy pronto asoma en sus páginas, firmada por ‘Ingenuo’, una mofa: “Y cuando dan principio al ‘merengue’, ¡Santo Dios! El uno toma la pareja contraria, el otro corre de un lado a otro porque no sabe qué hacer, éste tira del brazo a una Señorita para indicarle que a ella toca ‘merenguear’, aquél empuja la otra para darse paso, en fin […] todo es una confusión, un laberinto continuo hasta el fin de la pieza”.

Como se ve, ya estaba el nombre: ése que era parte del ‘catálogo de males nacionales’, junto al ‘debilitante sancocho, a la afición por las peleas de gallos y el dejar para mañana lo que podía hacerse hoy. Constaba el nombre, es cierto, mas no así la intelección: libérrima, torrencial, secretamente honda y desnuda y jubilosa de aquella contraseña: merengue.

(En la manigua protegida por un dudoso cobijo de estrellas, mientras sueñas, toca de llanto la guitarra tu ceguera: Las muchachas de Juan Gómez / son bonita’y bailan bien, / pero tienen un defecto: / que se ríen de to’el que ven).

III. Será al atardecer del siglo XIX cuando Ñico Lora acerque su acordeón a la orilla del poblado. Él había nacido en Maizal, Santiago, en 1880. Sin escuela ni roces musicales, manipulaba con destreza el acordeón diatónico y escribía las letras (con gracia) de su canto. Más de 500 merengues compuso Ñico. ¿Una revuelta militar?: un merengue. ¿Alguien conocido que moría?: un merengue. ¿La celebración de la virgen de Las Mercedes?: otro merengue. Debajo del puente Yaque / mataron al mayor Lora / por estarle enamorando / al teniente su señora. Era así el estilete con que Ñico escarbaba en la vida de su tierra.

IV. Son felices las horas de posguerra. Europa despierta en 1945 de una rabiosa pesadilla, en tanto los norteamericanos se sacuden el último hollín del combate con el ‘swing’ de las grandes orquestas de Glenn Miller y Count Basie. De este lado, en la hondura caribeña de un mal sueño, Luis Alberti inventa la fórmula de hacer merengues con una ‘big band’.

Cinco saxos a modo de infalible soporte del bosquejo; cinco voces (cuajadas en una, por obra de equilibrio y armonía) que purgan y enlucen los hervores del viejo acordeón sin bemoles. Tres trompetas y un trombón de vara: heraldos de la alegría flamante. En la base: el piano-acordeón, la tambora, la güira, el contrabajo. Y la amable dicción que canturrea: Dale con ritmo a la tambora, / dale, Manuel, para bailar. / Dale a compás y canta ahora / que el acordeón va a acompañar.

V. Lo llaman ‘Rey del Merengue’ y ‘Negrito del Batey’, pero su nombre airoso, desde que nació en 1920, hubo de ser Joseíto, Joseíto Mateo. La madre, cantaora de velatorios, le trasladó la inspiración musical. “Lo mío –dice él, risueño— vino del Espíritu Santo”. A punto de cumplir 97 años, Joseíto encarna hoy la imagen paradigmática del merengue. “Mis amigos ya se fueron, se han ido todos al cielo”. Pero ninguno, vivo o muerto, ha cantado como él; ni nadie, tampoco, ha podido trazar las piruetas del merengue con la invencible soltura de este ‘diablo Mateo’.

Él salta y recorre el escenario con la ingravidez misteriosa de Fred Astaire o Gene Kelly. La calidad y el registro de su voz parecen insuperables. En el fraseo, emula inflexiones de saxofón o la síncopa escabrosa de una tambora: A mí me llaman el negrito del batey / porque el trabajo para mí es un enemigo. / El trabajar yo se lo dejo todo al buey / porque ese asunto lo hizo Dios como castigo. / Lo que me gusta es el merengue apambichao / con una negra retrechera y buena moza. / Lo que me gusta es bailar acompaña’o / y también de medio la’o / que es la cosa más sabrosa. l

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Texto publicado en la revista País Cultural (2da. Época, Año X, No. 1; marzo 2017).

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