El Gallego (1)

A los galleguitos y galleguitasEl Gallego nació por casualidad en Madrid, una ciudad que, según entiendo, queda muy lejos de Galicia, pero aquí a nadie le importa la geografía: Un español es o era, al igual que en Cuba,…

A los galleguitos y galleguitas
El Gallego nació por casualidad en Madrid, una ciudad que, según entiendo, queda muy lejos de Galicia, pero aquí a nadie le importa la geografía: Un español es o era, al igual que en Cuba, siempre un gallego. Al madrileño Manolo, Manuel Eugenio González y González, lo convertimos en Gallego y Gallego fue casi toda la vida. Un gallego madrileño.

Lo conocí, al Gallego, en la casa de la viuda Pichardo y volví a verlo en la azotea de la panadería Quico, en la efímera sede del segundo comando constitucionalista fundado por militantes del Partido Socialista Popular durante la insurrección de abril de 1965…con armas robadas al Gallego.

La anécdota forma parte de un capítulo de mi libro “Uno de esos días de abril”: …
Media hora después de los sucesos de la calle Espaillat, el Gallego y los demás integrantes del comando del PSP bajaron desde la azotea de una casa vecina al patio de la viuda para esconder las armas en la carbonera del fondo y salir en procura de otras armas que tenían a buen recaudo.

Con admiración y respeto, y en estricto silencio, vimos al Gallego demorar en el trámite, casi aposta, metiendo en sacos y cubriendo con carbón tras carbón las preciosas metralletas Cristóbal de doble gatillo que envidiábamos con los ojos. No era difícil adivinar nuestras intenciones y el Gallego era adivino.

Al terminar la operación de encubrimiento, el Gallego nos encaró con mala cara, su cara habitual en esos casos, nos advirtió que de ninguna manera habláramos de esas armas, que de ninguna manera les pusiéramos las manos. Estaban destinadas a compañeros que habían hecho entrenamiento militar en Cuba y no a carajetes universitarios que podían matarse entre sí por falta de experiencia. La orden era terminante: ¡Qué nadie, en su sano juicio, se atreva a desobedecer! Pero el juicio nuestro no era muy sano.

Al día siguiente, miércoles 28 de abril, cuando el Gallego volvió a buscar las armas a la carbonera sólo encontró carbón, como era de esperar, y le dio un encojonamiento, una rabieta de madre, pero a la larga tuvo que aceptar el hecho cumplido, aunque no sin haber defecado, metafóricamente, en las once mil vírgenes y todas las putas que nos parieron.

Ese día, en horas de la mañana, se había iniciado el asalto a la Fortaleza Ozama y los carajetes universitarios habíamos tomado las armas de la carbonera y habíamos formado un comando en la azotea de la panadería de Qui­co al mando de Valentín Giró, un ex marino, hijo del poe­ta homónimo, y nos habíamos fogueado por primera vez en el combate acosando a cascos blancos que escapaban de la fortaleza por la parte trasera y se rendían, salvo ex­cepciones, al primer disparo, entregando las armas. Ya no éramos carajetes universitarios, sino combatientes que en la refriega habíamos capturado enemigos y nos habíamos hecho dueños de más armas que las que habíamos robado al Gallego, todo un botín.

El Gallego no volvería a empatarse con las Cristóbal de la carbonera y tampoco le harían falta. Cuando volví a verlo portaba una Thompson que pesaba más que él y luego la cambió por un fusil M1 que se adecuaba mejor a su delgada, casi frágil anatomía, y a su vozarrón de mando. (PCS, “Uno de esos días de abril”)].

Cincuenta y dos años han pasado de aquel encuentro con el Gallego en la azotea de la panadería Quico y lo recuerdo. Más de medio siglo y lo recuerdo todavía claramente. Lo veo allí sentado, con su chamarra militar de camuflaje, junto al viejo Justo, Justino José del Orbe, escuchando atentamente las noticias de la voz del imperio para enterarse de todo lo que no estaba sucediendo. La voz del imperio había invadido casi todas las frecuencias de radio y televisión y se oía en todas partes. Los constitucionalistas estábamos robando bancos, saqueando iglesias, violando monjas y fusilando curas (o quizás al revés). Era un pandemonio, casi igual a lo que sucede hoy día, ahora mismo en la Venezuela de CNN, se estaba acabando el mundo.

La voz del imperio denunciaba entre otras cosas la infiltración comunista en el movimiento insurreccional, la influencia decisiva del comunismo internacional en la dirección del movimiento que era apenas liberal y boschista, y de repente salió a relucir el nombre del Gallego. Manuel González y González era un conocido y temerario veterano de la guerra civil española, socio de un funesto Diego Bordas en contrabando de armas y otros menesteres, amigo personal de Fidel Castro, todo un agente de Cuba, un terrorista (así figuramos muchos en una lista suministrada por la CIA). Hoy le habrían añadido sin duda el título de narcotraficante.

Entre las fechorías que le atribuían al Gallego ninguna era tan honrosa como la de veterano de la guerra civil española. Manolo había nacido el 14 de noviembre de 1923. Convertirse en veterano de la guerra civil española (1936-1939) a tan temprana edad (entre los doce y quince años) era una hazaña portentosa.

Uno de los compañeros le preguntó al Gallego si lo que se decía era cierto y el Gallego se llevó un dedo a la nariz y lo mandó a callar, shisss. Evidentemente la información le divertía, a pesar de que podía costarle el pellejo, pero a él lo tenía sin cuidado.

En los días siguientes la voz del imperio siguió dando informaciones retorcidas, machacando, perfilando, remodelando el perfil del abominable personaje y en poco tiempo el Gallego se transformó en una de las figuras emblemáticas del movimiento constitucionalista convertido en guerra patria, saltó a la fama junto a los militares que lo dirigían. Fue uno de los combatientes más conocidos dentro y fuera del país.

Un periodista mexicano, cuyo nombre no puedo precisar, le hizo una entrevista que salió publicada en la entonces célebre revista “Siempre” con un título kilométrico que más o menos decía:

“Aquí está ese peligroso rojillo llamado Manolo González y González”.

Desde el título, el periodista mexicano anunciaba la intención de desacreditar, burlarse de las fuentes desinformativas y mentirosas del imperio, y la pregunta final que le hizo al Gallego fue sobre la opinión que le merecían. El Gallego respondió con su peculiar llaneza expresiva:

“Esas fuentes me las paso por donde usted sabe”.

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