El valor de la iniciativa privada

El sector privado tiene ante sí un reto trascendente. No nos referimos únicamente a los grupos de empresarios, unidos por una comunidad de intereses provenientes de negocios o empresas cuyo fin sea el lucro, legítimo en una sociedad de libre comercio.&

El valor de la iniciativa privada

Con el paso de los años, la clase política ha logrado inculcarle a la gente la idea de que el país vive permanentemente enfrentado al choque de intereses contrapuestos. De un lado, el interés nacional, representado por el Estado y quienes ejercen&#823

El valor de la iniciativa privada

En el país sobran los controles, algunos fomentados por empresarios para preservar sus privilegios. El sistema de libre empresa apenas existe. Las deficiencias que se le atribuyen son el fruto de las medidas gubernamentales que lo hacen inoperante.&#8230

El sector privado tiene ante sí un reto trascendente. No nos referimos únicamente a los grupos de empresarios, unidos por una comunidad de intereses provenientes de negocios o empresas cuyo fin sea el lucro, legítimo en una sociedad de libre comercio.

Una de las grandes distorsiones del papel de la iniciativa privada en el desarrollo y manejo de la economía proviene, precisamente, de la propaganda negativa que restringe su definición a ámbitos tan estrechos y exclusivistas. Por el contrario, es un concepto mucho más amplio y generoso, que abarca todas las actividades individuales o de grupos producto de la libre decisión del ser humano, como, desde el vendedor ambulante que vende frutos del campo, hasta el próspero empresario que tiene en su nómina a más de 500 trabajadores, pasando por el artista que plasma en lienzos el fruto de su inspiración y vive de ello.

Hay una fuerte tendencia a favorecer un creciente papel del Estado, mayor del que ya tiene y ejerce, en los asuntos nacionales. Aplicadas al juego económico, estas doctrinas han resultado catastróficas. Nuestra historia debería bastar por sí sola como evidencia irrefutable. La única posibilidad de evitar la repetición de traumáticas experiencias es imponiendo límites a la capacidad de los gobiernos para restringir la libre creación de los individuos. Pero esto sólo podría emprenderse en un futuro al través de planteamientos doctrinarios que definan claramente el papel del sector privado, tarea esta que resulta muy difícil a la luz del control que la clase política del país mantiene sobre la vida institucional, mediante el dominio de los mecanismos de funcionamiento de la estructura estatal. Me refiero, por supuesto, al gobierno, el Congreso y la Justicia, y los demás poderes subalternos, como los ayuntamientos y los organismos autónomos, entre otros.

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Con el paso de los años, la clase política ha logrado inculcarle a la gente la idea de que el país vive permanentemente enfrentado al choque de intereses contrapuestos. De un lado, el interés nacional, representado por el Estado y quienes ejercen el poder, y el particular, que emana de la actividad privada. En el falso criterio de valoración sobre el que esa tesis se sustenta, el primero es el legítimo y el segundo es espurio, del que surgen todas iniquidades que hacen de la nuestra una nación socialmente injusta debido a las enormes desigualdades existentes.

La teoría de la desigualdad basada en la existencia de los intereses particulares ha servido para encubrir la corrupción y el enriquecimiento ilícito de una clase política incapaz de plantear soluciones de fondo a los graves problemas nacionales y preservar de este modo los grandes y crecientes privilegios que el secuestro de la vida política por los partidos le ha permitido a sus dirigentes. La verdad, sin embargo, es muy distinta. Los hechos demuestran hasta la saciedad que la pobreza prevaleciente en muchos de los países como el nuestro se debe al predominio de los intereses de los políticos y a su miopía del rumbo que toma el mundo en que se desenvuelven.

Las grandes naciones, las que han sido capaces de dar el gran salto hacia el desarrollo y superar con ello el atraso y la pobreza, han reconocido el papel de la iniciativa privada y creado el marco de facilidades para que ella crezca, con lo cual han podido penetrar los mercados cada día más exigentes, ampliando así las expectativas de sus habitantes. La imagen de un país no se fundamenta en los liderazgos políticos, a fin de cuenta temporales, sino en el prestigio de sus marcas que se imponen en el exterior. El país que debemos promover es el que se encuentra detrás de nuestras grandes empresas y acciones, en el deporte, como en el arte y la literatura.

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En el país sobran los controles, algunos fomentados por empresarios para preservar sus privilegios. El sistema de libre empresa apenas existe. Las deficiencias que se le atribuyen son el fruto de las medidas gubernamentales que lo hacen inoperante. El gigantismo estatal estrangula el modelo, en beneficio algunas veces de pequeñas y privilegiadas elites empresariales que obstaculizan el desarrollo nacional. Estos grupos han tenido mucho éxito en propiciar alianzas con la burocracia gubernamental, en franca conspiración contra los verdaderos intereses nacionales.
Si las oportunidades no son las mismas para todos los agentes económicos no podemos hablar de libertad económica. El inmenso poder discrecional de los funcionarios públicos los pone por encima de la ley, lo que le ha dejado al país un penoso legado de corrupción e ineficiencia, con un altísimo costo moral, social y económico. Lo que en verdad necesitamos es una mayor dosis de iniciativa individual, tanto en la economía como en las demás facetas del quehacer cotidiano. Los mercados bien abastecidos han sido siempre aquellos dejados en situaciones normales a la libre competencia y a las fuerzas naturales del mercado.
La experiencia ha demostrado hasta la saciedad que las economías centralizadas o cualquiera de sus hijastros generan estrechez y pobreza. Constriñen el desarrollo y degeneran en el planeamiento de la vida ciudadana.
También es cierto que una economía de mercado sin restricción alguna impide la justicia social. En la práctica ambas se asemejan. De manera que requerimos de un modelo intermedio para garantizar el principio de la distribución del poder y propiciar oportunidades más equitativas dentro de un sistema de libre concurrencia, con gobiernos empeñados en hacer cumplir la ley y limitados a su papel de regulador, no de agentes económicos.  l

 

Si las oportunidades no son las mismas para todos los agentes económicos no podemos hablar de libertad económica”.

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