El Diccionario de la Lengua define Autoridad como” “Potestad, facultad. Poder que tiene una persona sobre otra que le está subordinada. Persona revestida de algún poder o mando.” Al funcionario se le supone facultad de mandar y dar órdenes, que deben ser acatadas siempre que actúen con respecto a las leyes y normas vigentes. En el devenir de nuestra convulsa sociedad actual vemos, con estupor, cómo se dan, de manera violenta, reacciones contra la autoridad de uniforme. Circulan en las redes sociales varios videos de agresiones contra miembros de la AMET, que dan cuenta de un desafío del principio de autoridad que se le supone a quienes dirigen el tránsito. Sin ánimos de profundizar en causas y razones, cabe establecer que la autoridad como tal, es un principio básico de la organización social y el respeto a normas básicas de convivencia. No menos cierto que en nuestra siquis, el autoritarismo es propio del cargo, y quien lo ejerce tiende a excederse en lo que le corresponde como tal. En otras épocas el funcionario de por sí, inspiraba respeto, hasta que la politiquería invistió de “autoridad” a cualquier “carajo a la vela”. Este principio de autoridad va mucho más allá que la simple designación en un cargo, o del uso de un uniforme cualquiera. No hay dudas de que la autoridad como tal, está en crisis y de allí esas manifestaciones que merman la capacidad de hacer cumplir leyes, frente a la actitud de “chivo sin ley” que impera en la ciudadanía. El mayor obstáculo es el desprestigio de la línea de mando y la dificultad para rescatar el respeto perdido.

Al Estado se le supone la capacidad monopólica del poder y la fuerza, para garantizar la paz, el orden y la seguridad. La ciudadanía desconfía, en general, de la Policía Nacional, que antes que respeto, inspira temor o provoca ese desafío de autoridad que vemos expresado con preocupante frecuencia. Los verdaderos responsables de ese despropósito y socavamiento de principio básico de respeto y mando, son las propias acciones de ese cuerpo en contra de sus principios fundamentales, que con pocos ejemplos, destruyen todo el accionar del policía serio y apegado a normas. Con la Amet sucede otro tanto: excesos, atropellos y arbitrariedades, que hacen difícil su labor frente al chofer que aplasta su autoridad, apoyado por un “sindicato” con características de mafia sin control. Esto no conduce a nada bueno, ni beneficia a la sociedad en un ápice, aunque veamos en esas acciones de barbaridad ciudadana, el reflejo de un deseo propio reprimido. Con los maestros sucede otro tanto en su proceso de enseñanza más allá de la trasmisión de conocimientos. Son los propios padres que atentan contra el principio de autoridad de quienes deben fortalecer en el aula, lo que los padres enseñan en el hogar. No esperemos ciudadanos de primera clase si en su educación básica se quiebran esos principios de respeto inicial y autoridad.

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