Cuando George W. Bush lanzó su famosa “guerra contra el terrorismo” tras los bestiales atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, los expertos le advirtieron que ese no era el camino correcto, que sólo conduciría a ninguna parte en esa temática.

Sin embargo, Bush y sus guerreros medievales continuaron sin desmayo su cruzada para eliminar el terrorismo, a pesar de los flujogramas dibujados por estrategas militares sensatos, en los cuales se demostraba que esa guerra estaba condenada al fracaso.

El Gobierno de Bush invadió Irak e hizo ahorcar a Saddam Hussein, con lo cual desapareció el único elemento de control que podía persuadir a sus seguidores de no radicalizarse al extremo a que luego llegarían.

El llamado Estado Islámico es producto de esa radicalización, pues el grueso de su fuerza en Mozul, Irak, está compuesto por miembros de la Guardia Republicana, el cuerpo militar élite de Hussein que una vez invadido su país se convirtieron primero en guerrilleros urbanos contra las tropas norteamericanas, y posteriormente en terroristas.

Y luego de esos dos primeros pasos en su estrategia, vino el más peligroso que fue el reclutamiento a gran escala de terroristas que ahora mismo están en cualquier lugar del planeta, conviviendo discretamente con los vecinos en cualquier barrio.

Tal ha sido el caso de la célula terrorista que masacró a decenas de personas en La Rambla, en Barcelona, España, con un saldo de 15 muertos y más de cien heridos.

A Bush se le dijo en su momento que la guerra contra el terrorismo era una locura, pues no se trataba de pelear contra un ejército regular ni una guerrilla ubicable, sino contra un fantasma.

Es por ello que luego de esa funesta decisión de la Administración Bush el mundo se transformó en esencialmente inseguro, en razón de que, cómo se evidenció en Niza, Francia, y más recientemente en Barcelona, los instrumentos de muerte para los terroristas no son fusiles, bombas o chalecos explosivos, sino un camión de trabajo o una simple furgoneta familiar.

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