Las cosas que están sucediendo en nuestro país hacen que muchos sientan los mismos tormentos que el inolvidable adolescente Emile Sinclair de la célebre novela Demian de Hermann Hesse, cuando descubre que más allá de su mundo luminoso existía otro oscuro y sombrío.

Y es que a veces la gente se engaña y piensa que aunque las leyes no se cumplan, que aunque la corrupción sea un secreto a voces, que aunque la justicia sea parcial y la impunidad de los poderosos sea la regla todo va a estar bien; porque en el fondo pocos quieren sacrificar su tranquilidad y asumir con compromiso la difícil misión de transformar esas situaciones.

Pero la realidad se impone como lo reflejan las estadísticas del aumento de la criminalidad, de la baja institucionalidad y alto grado de corrupción que castigan la competitividad del país, y la misma preocupación ciudadana que tiene dentro de sus tres primeros problemas a la inseguridad y la corrupción.

Los escalofriantes hechos de sangre que se suceden cada vez con mayor frecuencia nos sacan a muchos de la luminosidad y nos hacen sentir los horrores de ese otro sórdido mundo que ni es lejano ni es ajeno, pues está muy cerca de todos.

Lo que está sucediendo no es otra cosa que la consecuencia de una permisividad que raya en la irresponsabilidad y de malos modelos que se reproducen en todos los estamentos de la sociedad, porque la corrupción no es exclusiva de las autoridades ni de los empresarios, es un mal que permea en todos los sectores, arriba y abajo, ricos y pobres, ilustrados e ignorantes; porque los valores no tienen que ver con rangos, riquezas, pobrezas ni profesiones, sino con educación y principios.

Para nadie es un secreto que nuestro Estado como dicen las letras de un viejo merengue, es una vaca de cuyas ubres todos quieren beber. Por eso no puede reducir su tamaño, ni ser eficiente en el gasto, porque las instituciones se crean y se multiplican, a sabiendas de que muchas de ellas solo tienen como razón de ser constituir el botín para que amigos o aliados reciban su pago.

Vivimos atrapados entre siglas que parecen ser el alfabeto de la corrupción, OISOE, CEA, OMSA y muchas más, y hemos permitido que determinados sectores como el transporte solo operen bajo este esquema. Y peor aún, es tanta la corrupción que la misma se anida hasta en algunos que hacen de su supuesta lucha un execrable negocio, lo que muchos sabemos pero pocos denunciamos.

La OMSA no fue investigada a pesar de que sus escándalos de corrupción eran de notoriedad pública pero tampoco ha sido convertida en lo que la Ley 63-17 de Movilidad y Transporte decidió debía transformarse en 6 meses que ya pasaron, una empresa pública o mixta creada por un decreto que no llegó y que solo se emitió ahora para cambiar el titular a una institución que por mandato de dicha ley ya no existe, porque su decreto de creación fue derogado.

Por eso mientras mantengamos esta bipolaridad de que la Constitución y la ley dicen una cosa, pero el capricho de las autoridades decide que digan o que no digan eso y el servilismo de los sectores y la tolerancia ciudadana permitan que así sea; cada vez será más frecuente que nos hagan salir de ese mundo luminoso que vemos reducirse pero queremos conservar, sin entender que la única forma de lograrlo es hacer que se cumpla aquello de que la ley es dura, pero es la ley.

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