Una ciudad se parece a un animal. Posee un sistema nervioso, una cabeza, unos hombros y unos pies. Cada ciudad difiere de todas las demás; no hay dos parecidas. Y una ciudad tiene emociones colectivas.
JOHN STEINBECK

Steinbeck tiene razón. La calle El Conde fue sistema nervioso y cabeza eficaz de aquella recóndita ciudad ya extinguida. Y era, al mismo tiempo, la espalda y la andadura urbana en unos años oscuros que, ahora, el recuerdo nos devuelve como misteriosamente gratos.

En una carta de Manolito Baquero (dirigida a Giovanni Ferrúa), el devoto parroquiano rehace la vida cotidiana en El Conde de los años 40. Al cabo del tiempo, Manolito deviene en mito dentro de aquel universo suspendido en la memoria de una travesía estrecha y amigable. Su fantasía la sostienen hoy, con entusiasmo, alumnos y colegas y espectros del ayer. Arquitecto, intelectual, gastrónomo y hombre libérrimo, Manolito Baquero ejerció la existencia con un donaire impar. Fue mi vecino en los años sesenta. La diferencia de edad no impidió entre nosotros una vasta dosis de camaradería. Amén del intercambio de libros, departíamos con frecuencia. Sentí su muerte como una cuchillada insolente.

Hace tiempo que no me asomo a la calle El Conde, ni deambulo por sus aceras arrugadas. Pero pronto iré, y será un atardecer y habrá llovido cuando encuentre a Manolito, que ahora se pasea junto a Tomasín, a Gilberto Hernández Ortega y a Pedro Peix en una ausente caminata inextinguible: acaso en el trayecto que nos devuelve a la eternidad de las sombras.

Querido pariente:
Tu artículo sobre la heladería y, aun más, el ampliado a las actividades comerciales de la Calle El Conde durante los años cuarenta, ha logrado conmigo su propósito y ha acudido a mi mente un tropel de recuerdos. Pero antes de que empecemos a compartirlos, debo aclarar que aunque de cosecha anterior a la tuya tampoco soy “Coñac Napoleón”. Al Club Unión recuerdo haber ido una vez, muy niño, tieso dentro de una coraza de centurión romano que me hicieron Don Toño Bonilla y su ya difunta primera esposa, Doña Victoria Aybar Castellanos. Salí de allí llorando porque el premio se lo llevó Papito Pellerano, que iba muy emplumado con traje de principito francés. Luego, el Club Unión desaparece y lo sustituyen los que contaban con la gracia de Trujillo.

Sin ánimo entonces de censurar tus “lapsus”, permíteme completar tus evocaciones, y empiezo por la parte que más me atañe —el Edificio Baquero con la Ferretería de la planta baja. Su ascensor era motivo de admiración y yo adquiría aires de superioridad cada vez que entraba en él con la mayor naturalidad, para subir a nuestra casa, mientras los curiosos quedaban abajo boquiabiertos. La esquina Conde y Hostos la compartía Baquero con el Hollywood y se conocía como la esquina del Hollywood o la de Baquero.

Pero al hablar de la Calle El Conde hay que dividirla en secciones, porque sus cualidades y las actividades que en ella se desarrollaban variaban. Primero, el sector desde el parquecito sobre el farallón del muelle, que no era más que un espacio sin construir y lleno de yerbas, hasta la esquina del Hollywood.
Segundo, la parte entre Hostos y Sánchez, la esquina de Copello, donde estaban situados los establecimientos mayores y más prósperos; y, por último, el trecho más humilde, desde allí al Baluarte, que por lo general se excluía del paseo que comenzaba en el parque.

En el primer trozo, añadiría a tus recuerdos la Dominican Motors, con Manolín Cabeza al frente, en la esquina Colón frente a Rentas Internas. Luego, en la esquina Isabel la Católica, la Ferretería Read y la papelería de MacFarlane, y frente al parque el pintoresco edificio de la farmacia Marrero y el estudio fotográfico de Barón Castillo y el Quisqueya, café de chinos y refugio de carabineros, frente al Ayuntamiento.

En la próxima cuadra, las joyerías que ya mencionaste, y frente a Baquero la Lotería, donde hoy está Ciro’s. Esto último no lo olvido porque nuestro pariente Mon Saviñón no me dejaba dormir con sus animados sorteos, que empezaban muy tempranito los domingos, con el acompañamiento de una de las bandas de música de la ciudad. No hay que olvidar en este sector las célebres retretas de los domingos, donde la juventud aprovechaba la escasa oportunidad de intercambiar miradas o hasta de llevar a la muchacha del brazo. ¿Increíble, verdad?
En el próximo sector faltó, sobre todo, hablar de la Cafetera de Julián, el español, donde está hoy Julio Tonos, y sitio de reunión de refugiados españoles y judíos, y lugar al cual era indispensable acudir con regularidad de “habitué” para poder aspirar a pertenecer a la “intelligentsia”. El café era excelente y los “palermos” de sueño —y, además, fiaban.

Más adelante se te quedaron una pléyade de gente: Andrés Pérez, la librería Amengual, al lado, donde comprábamos los muñequitos “Billiken” y los “Para ti” de las viejas, “Carteles” y “Bohemia”, cuando la dejaba pasar la censura, cosa que ocurría muy raras veces. Al lado, Roquito Cappano y Eduardo el “turco”, ¿y cómo te pudiste olvidar de la boutique de Casa Pardo y su hermana Victoria? Recuerdo también el último cine de la calle, El Encanto, y ya después Santomé, frente a La Opinión, la lencería francesa de Doña Teté Ariza de Michelena. Pero, mi querido Giovanni, ninguno de estos “lapsus” tiene importancia si lo comparas con el que te llevó a olvidarte de la farmacia de Lolón Guerrero. Ese, sí, es grave. ¡Con Gloria hemos topado, Sancho!, como hubiera dicho Don Miguel el manco.

La mejor ilustración de cómo variaba el carácter de la calle al acercarse al Baluarte lo brinda el hecho de que la Casa Baquero tuviera una sucursal en la calle Espaillat, donde se encuentra hoy la Curacao. Muchos ingenieros, maestros de obras, plomeros y otros operarios se resistían a llegar a la parte “elegante” sin “cambiar de ropa”.

No mencionas la heladería Rainbow, o Arco Iris, que montó Nurys Pou de Sanlley cuando se trasladó Lolón, y que brindó por corto tiempo una alternativa al Mickey, y no tenemos que hablar de los veteranos como La Ópera, Cerame, González Ramos y la joyería Oliva, etc., pero que no se te olvide la librería nueva de “Chacho” Carías con su tropa de muchachos carpetosos. Recuerdo con nostalgia el estudio del maestro Gausachs, en un tercer piso sobre el “gift shop” frente al parque, y la carpeta que le dimos a “Mercés” Delmonte con su casa impregnada de la fragancia peculiar de ciento de gatos, o eran más bien millares.

Pero, Giovanni, de nada sirve recordar “El Conde” sin pensar en sus personajes: Negro Padilla, el cuidador del parque; Barajita y Corazones, dicharacheros y extravagantes; Don Paco Escribano, con su corro de muchachos, quien según mis amigos me llamó una vez “el Niño Jesús de 15 años”; Don Bebé García Gautier y Montebruno, con su arcaica elegancia “eduardiana”, quien por sí solo amerita, no un artículo, sino un libro para comentar sus excentricidades y sus múltiples virtudes ciudadanas. Cómo olvidar esos apodos tan descriptivos y muchas veces crueles que se le daban a nuestros viejos pintorescos: “Cocote de Polaina”, “las seis y cinco”, aquella pareja “Etiqueta Tropical”, “Cristóbal Colón” (¡zafa!) como llamábamos a aquel español tan parlanchín llamado (???).

Don José Sanz y Doña Teresita jamás faltaban a su mesa de La Cafetera, a tomar algo después del paseo o el cine. El viejo Mr. Percival, con su eterno jarro de cerveza y su pipa, tenía mesa reservada en El Morroquito. Chilo Peña Batlle armaba su tertulia en la puerta del Ateneo, que se instaló donde antes estaba el Club Unión y sus sucesores, para por último ceder la plaza al Club de la Juventud. De esa tertulia con Puro Benítez, Franklyn Mieses, etc., podría hablar largo rato Enriquillo Rojas Abreu, benjamín del grupo.

Cocó Peña, hermano menor de Chilo, se instalaba donde Roquito para que Puchito Peguero le “pusiera los libros al día” a él y a Mario Lluberes, Juanito Acevedo y aquel pilar de dignidad que era Marianito Heredia. Don Vicente Ortiz, armado de su letal bastón, parecía un obelisco erguido en la esquina del Rialto, desde donde vigilaba a sus nietos, los mellizos Leschorn, y de paso daba clases de piropeo a los jóvenes a quienes consideraba muy vulgares en sus requiebros, y amenazaba con su chispa andaluza y su estaca. Y a propósito de bastón, al doblar vivía Pedrito Contín, mordaz inmancable de la Cafetera.

Te he dado una super lata, Giovanni, hablando de la época cuando nuestro Santo Domingo viejo, estuprado por el cambio de nombre, no era más que una aldea grande donde no se podía murmurar (aunque mucho se hacía) porque todos éramos parientes. Hoy día hemos perdido esa intimidad, sin que por ello tengamos en compensación el relajante anonimato que ofrece la gran urbe. Ojalá algunos de tus lectores, un poco más añejos, te ofrecieran sus memorias de la época cuando en la esquina Duarte estaba Papá Félix Mejía, y en el solar de Baquero la Ferretería de Felipe Lebrón.

Pero no creas que soy de los que me conformo con el disfrute de mis recuerdos. Sueño también con un futuro brillante para El Conde de mañana, y que éste sea eje de la vida de nuevas generaciones. Quisiera que a los actuales empresarios los ilumine la visión de aquellos inmigrantes que en la década del 20 se lanzaron a la entonces quijotesca empresa de hacer ese Conde urbano y citadino: los López y los Ramos, de la Ópera; los Cerame; los Olalla, de La Gloria; los Diez, los Baquero.
Ellos tuvieron fe en el futuro de una ciudad y un país ajenos.

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