Como entonces ahora en tu presencia
me pasmo,
mar, pero ya no me creo
digno de la solemne admonición
de tu respiro. Tú me has dicho el primero
que el fermento minúsculo
de mi corazón era sólo un momento
del tuyo; que en mi fondo llevaba
tu peligrosa ley: ser vasto y vario
y al mismo tiempo inmóvil.
EUGENIO MONTALE
(1896-1981)En la incesante orilla del Mare Nostrum tres civilizaciones, tres modos de vida se levantan. La Cristiandad (digamos: Occidente), poblada de iglesias románicas y barrocas hasta el océano y el mar del Norte, hasta el Rhin y el Danubio; tocando inclusive los flancos del imperio de Carlos V donde el sol nunca se tiende. El Islam, legatario del Cercano Oriente, amo de ciencias y de cogniciones antiquísimas cuyo ímpetu subleva los abismos de arena de La Meca hasta El Cairo y Damasco y Bagdad. El universo Ortodoxo, “síntesis de la cultura helenística y de la religión cristiana con la forma romana de Estado”, nacido en 395 dentro de la ‘pars orientis’ y convertido en el imperio griego de Bizancio con los Balcanes, Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia casi entera, Grecia misma y la vasta Rusia ortodoxa…

La civilización Mediterránea.
Ciudades y técnicas.
Fernand BRAUDEL

Las ciudades caracterizan el imperio: las que siguen existiendo en sus antiguos solares y que, como las ciudades griegas, proponen como ejemplo a Roma su urbanismo y sus perfeccionamientos; o bien las nuevas que nacen sobre todo en Occidente, a menudo muy lejos del mar Interior. Llamadas a la vida por el poder romano que las moldea a su imagen, son formas de trasplantar en la lejanía una serie de bienes culturales, siempre los mismos.

Marcan las etapas, en medio de poblaciones todavía toscas, de una civilización que se reivindica como promoción, asimilación. Es una de las razones de que estas ciudades se parezcan tanto, fieles a un modelo que no cambia en absoluto con las épocas y los lugares: ¿hay ciudades más ‘romanas’ que las ciudades militares y comerciales a lo largo del eje Rhin-Danubio?

Todas las ciudades romanas viven de carreteras sólidamente empedradas, trazadas para los animales de carga y para los soldados cargados con su impedimenta. Cada una, al cabo del camino, surge repentinamente, de golpe, saliendo del campo que la circunda como el mar rodea a una isla. Ni Pompeya en la Campania, ni Timgad en la Numidia conocen los suburbios que serán la regla en las ciudades medievales, con sus tugurios, sus albergues piojosos, sus tenduchas de ruidosa o maloliente actividad, sus hangares de vehículos, sus postas. En las carreteras romanas no hay prácticamente vehículos, ni relevos, salvo para el correo imperial, y tampoco se desborda sobre el campo la industria urbana. Los oficios se desarrollan en la ciudad, a veces agrupados en una misma calle: los panaderos, los barberos, los tejedores, los taberneros…

En Pompeya, las tabernas son como un “snack bar… en el que dan de comer de pie… donde se alquilan habitaciones a menudo por horas”. Ante una panadería de la ciudad, como visitantes, no nos sentiríamos fuera de lugar: los útiles, los gestos, han perdurado hasta nosotros. Hasta hace poco, en cada uno de nuestros pueblos se encontraba una fragua romana, con su fuego, su fuelle, sus tenazas para sujetar el hierro al rojo, su yunque. La cuba de abatanar o las fuerzas del tundidor de paño son las mismas en una escultura romana o en una representación medieval.

Reflexiones análogas vienen a la mente ante los aparatos elevadores, cabrias o grúas, ante los procedimientos de extracción de la piedra, o los tornos para el acabado de columnas cilíndricas, o ante los muros de ladrillo construidos como en nuestros días. No obstante, el ladrillo cocido no se generaliza en Grecia hasta el siglo III a. C. y, en Roma, dos siglos más tarde. Es un material caro, signo de un cierto nivel de vida. La gran innovación, que comienza en el siglo II a. C, es la técnica del hormigón. En un principio, mezcla de arena, cal y trozos de piedra, el opus caementicium pronto empieza a utilizar, en lugar de cal, puzolanas (ceniza volcánica extraída cerca de Puzol, que da un buen mortero hidráulico), o ladrillo machacado: se trata del mortero rojizo característico de tantas construcciones imperiales. Colado en encofrados de madera donde se endurecía, este hormigón fácil de manejar, incluso bajo el agua, permitió a los romanos construir de prisa y a bajo coste obras de una arquitectura inédita, con arcos y bóvedas de una amplitud desconocida hasta entonces.

Una vez retirado el encofrado, un revestimiento de piedra, de mármol, de mosaico, de estuco, o incluso de ladrillo, bastaba para ennoblecer este material, ya ‘industrial’, que desempeñó un papel importantísimo en la construcción de innumerables centros urbanos. El plano de estos conjuntos no variaba demasiado. Primero tenemos, junto al foro, plaza rectangular empedrada con grandes losas de piedra, el templo de la triada capitolina (Júpiter, Juno, Minerva), la curia, como un senado local (los decuriones son los senadores de la ciudad, los duumviri sus cónsules), la basílica con o sin columnata donde se imparte justicia y que protege a los paseantes cuando llueve, a menos que se refugien bajo los soportales que rodean el foro. Este último siempre es un mercado (aunque exista otro mercado en las cercanías), invadido periódicamente por los campesinos vendedores de frutas, verduras, aves, corderos.

Encontramos regularmente otros edificios: los teatros, los anfiteatros, los circos, las letrinas, las termas. Estas últimas ocupan un lugar desmesurado. Se ha dicho que son, en tiempos del imperio, “los cafés y los clubes de las ciudades romanas”. Allí se va a terminar el día. Podemos añadir los arcos de triunfo, los acueductos, indispensables para el abastecimiento de las ciudades, grandes consumidoras de agua, las puertas monumentales, las bibliotecas: la lista se completa así con los elementos que figuran en todas las ciudades romanas siguiendo un plano casi inmutable.

Tenemos algunas anomalías: Leptis Magna cuenta con un foro, pero exterior a ella; Arles construye un pórtico, pero debajo del foro que se apoya sobre él como sobre un pilar; Timgad situó su ‘capitolio’ fuera del recinto… Estas excepciones, que dependen del crecimiento de la ciudad o de las incomodidades del lugar de asentamiento, no invalidan la regla de un plano preestablecido, que se reproduce sin descanso. En general, los soldados y una mano de obra indígena, más abundante que experta, levantaron las ciudades nuevas. Había que hacer las cosas sin complicaciones y deprisa. Partiendo de un centro, el futuro foro, se trazaba la línea norte-sur, el cardus, y la línea este-oeste, el decumanus, que se cortan en ángulo recto en el mismo foro y son las medianas del cuadrado en el que se inscribe la ciudad. En Lutecia, el foro de la pequeña ciudad abierta en la orilla izquierda, se encontraba bajo la actual ‘Rué Soufflot’, el cardus era la ‘Rué Saint-Jacques’, se alzaban unas termas en el actual emplazamiento del museo de Cluny y del ‘College de France’, un semianfiteatro en lo que ahora se llaman las arenas de Lutecia…
Por supuesto, estos diversos elementos viajaron mucho antes de irse sumando en el modelo complejo de ciudad romana. El foro es la réplica del ágora de las ciudades griegas, y el mismo origen tienen los pórticos. El teatro es griego en sus orígenes, aunque Roma lo haya modificado mucho. También es griega la basílica: Catón el Viejo construyó al parecer la primera de Roma, la Basílica Porcia. Los templos también le deben mucho al arte griego, desde un principio, a través del templo etrusco. Los anfiteatros (donde se desarrollan los combates de gladiadores o la venatio contra los animales feroces) podrían ser de origen campano. También las termas son un préstamo de la Italia prerromana del sur.

A fin de cuentas, Roma recibió mucho, lo que no la convierte en inferior en absoluto. Si tomó a manos llenas, también dio a manos llenas y ése es el destino de las civilizaciones de largo aliento, empezando por la misma Grecia.

Ciudades e imperio

Roma se sitúa pues a la cabeza de una federación de ciudades, cada una de las cuales se ocupa de sus asuntos, mientras Roma se ocupa de dirigir el conjunto. Estas ciudades, prósperas hasta los siglos II o III d. C, pasan después por tiempos difíciles. Si aceptamos el punto de vista pesimista, probablemente acertado, de Ferdinand Lot, no estuvieron movidas por poblaciones suficientemente numerosas. Roma, Alejandría, quizá Antioquía fueron, antes que Constantinopla, las únicas grandes aglomeraciones del imperio. Las redes de ciudades secundarias brillan a menudo por su ausencia. Timgad, la única ciudad en muchas millas a la redonda, cuenta como mucho con quince mil habitantes. Además, si bien la ciudad desempeña su papel de centro político y de mercado rural, la relación ciudad-campo no es redonda. Es decir, la ciudad no ejerce sobre el campo el choque artesanal que, más adelante, hará arrancar la economía de la Europa medieval. ¿Es culpa de las grandes propiedades y sus talleres, movidos por esclavos o por ‘colonos’, pequeños granjeros ya encadenados a la gleba? ¿O de la falta de utilización sistemática de las fuentes conocidas de energía? ¿O de la coyuntura hostil, responsable, más que las estructuras, de este estancamiento, y después de la regresión?

La impresión de que el destino de las ciudades se asimila con bastante exactitud al del imperio no es errónea: este último permitió durante mucho tiempo el desarrollo de las primeras.

Había creado la unidad de un amplio espacio económico, o al menos su permeabilidad; había promovido una economía monetaria, que multiplicó los intercambios, y un capitalismo un tanto limitado, pero ya en posesión de sus medios, todos ellos heredados por otra parte del mundo helenístico: asociaciones de comerciantes, bolsas (en Roma, en el foro) y, junto a los mercatores vemos aparecer banqueros (argentarii) que practican el crédito, la proscriptio (similar a un cheque), la permutado (la transferencia). Estas traducciones modernizadas falsean un poco la imagen de una economía que pronto quedará atrapada en la sombra invasora y mortal del Estado, antes del repliegue de los últimos siglos del imperio.

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