Por décadas la industrialización ha sido asociada al desarrollo y a la expansión del bienestar material en el mundo. La explicación de esto reside en la historia: los países con niveles de vida más elevados lo lograron en el marco de procesos de rápida expansión de la producción manufacturera, y de un veloz incremento en el empleo industrial con una productividad y remuneraciones más altas que en los sectores tradicionales, en particular la agricultura.

De hecho, casi todos los países que han logrado expandir de forma sostenible su base material, lo han hecho a través de la industrialización. Son excepcionales los casos distintos. De allí que todavía se sigue hablando de “economías industrializadas” para referirse a países de alto ingreso, a pesar de que, en décadas recientes, en muchas de ellas, el peso de las manufacturas en la producción y el empleo total ha declinado a medida que otros sectores, en particular los servicios de alto contenido tecnológico se han expandido más rápidamente.

Industrialización en el Tercer Mundo

Es por ello por lo que muchos países de bajo ingreso procuraron seguir el camino de transformación de los más ricos impulsando agresivos programas de industrialización. La mayoría, notablemente los de América Latina, se quedaron a medio camino, mientras unos pocos asiáticos lograron éxitos inobjetables.

La palabra “fracaso” para caracterizar la industrialización en América Latina es exagerada porque la diversificación y modernización económica alcanzadas entre los cincuenta y los ochenta derivadas del esfuerzo no pueden ser ignoradas. Pero sus graves limitaciones generaron frustración y escepticismo. El contexto de crisis económica y la arremetida ideológica contra los esfuerzos estatales deliberados de modernización fueron, además, demoledores.

La idea de continuar estimulando la expansión del sector manufacturero, en especial en economías pequeñas como la dominicana con limitadas capacidades para alojar actividades industriales de gran escala, fue abandonada. En el caso de la República Dominicana, de la industrialización intencional se pasó a la desindustrialización y a la especialización en servicios de baja gama como las maquilas (zonas francas) y el turismo.

Desgraciadamente, el salto no dio los resultados esperados. La economía de servicios ayudó a superar la crisis de divisas generada por el colapso de los precios del azúcar, pero no enrumbó la economía por un sendero de cambio estructural, de declive sostenido del desempleo y del subempleo, y de aumento generalizado de la productividad. En la mayoría de los países de la región, la historia fue parecida. Sus nuevos sectores de exportación no hicieron la diferencia.

La transformación tecnológica

Pero en el fondo, la razón de la decepción con la industrialización es la misma que la de la decepción con el modelo de servicios: en ningún caso el aprendizaje tecnológico estuvo en el centro del esfuerzo. Y cuando eso sucede, los impulsos no se sostienen porque la fuente del desarrollo y del bienestar de base amplia es el cambio tecnológico generalizado, el cual se fundamenta en la capacidad de aprendizaje, adaptación e innovación de las personas.

Es por ello por lo que la industrialización no se trata sólo de hacer crecer al sector, con más inversión para que emplee a más personas, en una suerte de expansión horizontal. En esencia, eso fue lo que sucedió en la región. Se trata también de transformar continuamente por dentro al sector, logrando progreso técnico prolongado. En palabras de un reciente libro publicado por el Banco Mundial sobre desarrollo liderado por las manufacturas, no sólo se trata de producir sino de cómo producir.

Frecuentemente se argumenta que la diferencia entre las experiencias de industrialización de América Latina y el Sudeste de Asia fue que mientras en la primera se hizo en el marco de esquemas proteccionistas, el segundo fue liderado por las exportaciones. Pero en la base del desempeño industrial diferenciado estuvo el escalamiento tecnológico que permitió a los países asiáticos competir en los mercados internacionales con productos seleccionados. Lograron exportar con éxito manufacturas porque no se limitaron a invertir, sino que pusieron especial énfasis en aprender a fabricar cada vez mejor. Esto no demerita, sin embargo, que el objetivo de exportar jugó un papel importante en estimular el aprendizaje.

En ese sentido, la región en general y el país en particular pusieron demasiado énfasis en estimular la inversión con protección, exenciones y subsidios directos e indirectos, y muy poco en estimular la asimilación y adaptación de tecnologías, y la innovación en productos y procesos. Por ello terminamos con un sector industrial bastante más grande que antes (y con muchos más millonarios) y con más empleos, pero incapaz de lograr una dinámica propia de transformación continua y de éxito.

Por su parte, por su naturaleza, los sectores de servicios por los que optamos difícilmente podrían ser protagonistas de los cambios tecnológicos que son intrínsecos del desarrollo y del bienestar generalizado. Juegan un rol importante en la estabilidad económica, pero son poco sofisticados y no demandan mayores habilidades y destrezas humanas que sirvan de base para escalamientos posteriores.

Ciertamente, los cambios tecnológicos continuos no suceden exclusivamente en la manufactura. También ocurren en la agropecuaria y en los servicios de gama media y alta (varios servicios profesionales, procesamiento de datos, telecomunicaciones). Pero la agropecuaria, por estar muy vinculada a la disponibilidad de recursos básicos como tierra, agua y el entorno natural, enfrenta una restricción relevante y no puede aprovechar las economías de escala en la forma en que lo hace la manufactura, y por tanto tomar ventaja de mercados amplios como los de exportación. A la vez, el sector está muy influido y su éxito depende mucho de las innovaciones en los procesos agroindustriales, los cuales son manufactureros.

Política industrial

Por todo lo anterior, el sector manufacturero tiene un carácter distintivo para contribuir a expandir la base material de economías de los países de ingreso medio como los de la región y la República Dominicana. Eso implica que la apuesta por el desarrollo está indisolublemente ligada a lograr una robusta política de estímulo a la transformación industrial.

Subrayo la palabra transformación en contraste con el crecimiento porque pensar sólo en hacerlo crecer corre el riesgo de insistir en las cosas que no lo han logrado transformar como las exenciones o mantener bajos los salarios. De lo que se trata es mucho más de cambiar la calidad del sector y su capacidad de escalar, mutar y adaptarse a un entorno de innovaciones aceleradas.

Hay que reconocer, no obstante, que, en el entorno mundial actual, el desarrollo industrial en economías de ingreso medio como la dominicana es mucho más complicado que antes porque la competencia de países de ingresos y salarios muy bajos y la creciente robotización estrechan los espacios en los se puede expandir y profundizar la actividad industrial con vocación internacional. Esto supone la necesidad de un esfuerzo de política mucho más selectivo y sofisticado que en el pasado para identificar oportunidades y potencialidades.

El desarrollo industrial sigue siendo fundamental para lograr más bienestar. Pero los esquemas de incentivos y los paradigmas de políticas del pasado no sirven para lograr sostenibilidad. Más allá de las cosas generales y obvias como un entorno institucional más sano, un servicio energético más eficiente o una fuerza de trabajo con más habilidades, hay que innovar. Hay que pensar en qué se necesita, en cuáles actividades y para qué. Ese es un paso indispensable para lograr políticas que contribuyan a una transformación productiva que valga la pena y que beneficie a la gente.

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