Con ayuda de Egisto, el amante, Clitemnestra asesina en el baño a su esposo Agamenón. Y a partir de ese instante, ella simbolizará a la consorte traicionera y portadora de ignominia, dentro del firmamento de valores transmitido en la tragedia griega.

Es distinta, sin embargo, la imagen de Clitemnestra que llega a nuestros días. Ahora matizada por nociones de equidad y justicia, impensables en aquel universo rígido e inexorable tallado por Esquilo.

La poeta, narradora y ensayista belga Marguerite Yourcenar rehace el carácter de la esposa homicida, acaso sin la intención de lavar sus culpas. La criatura propuesta en el relato ‘Clitemnestra o el crimen’ es mujer de carne y hueso, dueña consciente de un acto por el cual no exhibe remordimiento ni reclama perdón. Se juzga aquí a una hembra sufriente, arrojada por las circunstancias a un destino insalvable y atroz.

Las palabras de la escritora traslucen bondad y eficacia bastantes para rescatar a Clitemnestra de su incesante condena metafísica. De modo tal que ella asoma ante nosotros (reflejada en los ojos piadosos de Marguerite) no solo inteligible y desnudamente humana: quizá tan seductoramente humana como solo el hechizo de un lenguaje podría plasmarla. (PDM)

Clitemnestra o el crimen
Por Marguerite Yourcenar

Voy a explicarles, señores jueces… Tengo ante mí innumerables órbitas de ojos; líneas circulares de manos puestas en las rodillas, de pies descalzos descansando en la piedra, de pupilas fijas de donde mana la mirada, de bocas cerradas donde el silencio madura un juicio. Tengo ante mí audiencias de piedra. Maté a aquel hombre con un cuchillo, dentro de la bañera, con ayuda de mi miserable amante que ni siquiera era capaz de sujetarle los pies.

Ya conocéis mi historia: no hay ninguno de vosotros que no la haya repetido veinte veces al acabar la copiosa comida, acompañada del bostezo de las sirvientas, ni una de vuestras mujeres que no haya soñado ser alguna vez Clitemnestra.

Vuestros pensamientos criminales, vuestras ansias inconfesadas ruedan por los escalones y vienen a derramarse en mí, de suerte que una especie de horrible vaivén hace de vosotros mi conciencia y de mí vuestro grito. Habéis acudido aquí para que la escena del asesinato se repita ante vuestros ojos un poco más rápidamente que en la realidad, pues os espera el hogar y la cena y sólo podéis dedicar unas cuantas horas a oírme llorar. Y en ese corto espacio de tiempo es preciso que no sólo mis actos, sino que también sus motivos estallen a plena luz, aun cuando para afirmarse han necesitado cuarenta años.

Esperé a aquel hombre antes de que tuviera un nombre, un rostro, cuando aún no era sino mi lejana desgracia. Busqué entre la multitud de los vivos a ese ser necesario a mis futuras delicias: miré a los hombres sólo como se mira a los transeúntes que pasan por la taquilla de una estación, para asegurarse que no son las personas que uno está esperando. Si mi nodriza me envolvió en pañales al salir de mi madre, fue para él; si aprendí a contar en la pizarra del colegio, fue para poder llevar las cuentas de su casa de hombre rico. Para alfombrar el camino donde tal vez se posaría el pie del desconocido que haría de mí su sierva, tejí sábanas y estandartes de oro; de tanto afanarme, dejé caer de cuando en cuando en el blando tejido unas gotas de mi sangre.

Mis padres me lo escogieron, y aunque él me hubiera raptado a espaldas de mi familia, yo hubiera seguido obedeciendo al deseo de mis padres, puesto que nuestros sueños de ellos provienen y el hombre que amamos es siempre aquel con quien sueñan nuestras abuelas. Le dejé sacrificar el porvenir de nuestros hijos a sus ambiciones de hombre: ni siquiera lloré cuando murió nuestra hija. Consentí en deshacerme en su destino como una fruta en una boca, para aportarle sólo una sensación de dulzura.

Señores jueces, vosotros lo conocisteis ya ajado por la gloria, envejecido por diez años de guerra, convertido en una especia de ídolo enorme desgastado por las caricias de las mujeres asiáticas, salpicado por el barro de las trincheras. Sólo yo estuve con él en su época de dios. Era muy dulce para mí llevarle, en una bandeja grande de cobre, el vaso de agua que derramaría en él sus reservas de frescor; era dulce para mí, en la ardiente cocina, prepararle los platos que colmarían su hambre y alimentarían su sangre. Era muy dulce para mí, entorpecida por el peso de la simiente humana, poner las manos sobre mi vientre hinchado donde fermentaban mis hijos. Por la noche, cuando volvía de la caza, yo me arrojaba con alegría sobre su pecho de oro.

Pero los hombres no están hechos para pasar toda la vida calentándose las manos al fuego del mismo hogar: partió hacia nuevas conquistas y me dejó allí, abandonada como una casa enorme y vacía que oye latir un inútil reloj. El tiempo pasado lejos de él se perdía, gota a gota o a chorros, como sangre desperdiciada, dejándome más pobre de porvenir cada día.
Algunos soldados ebrios que venían con permiso me contaban la vida que él llevaba en los campamentos de la retaguardia. El ejército de oriente se hallaba infestado de mujeres: judías de Salónica, armenias de Tiflis cuyos ojos azules engarzados en sombríos párpados recuerdan el fondo de una gruta oscura, turcas pesadas y dulzonas como los pasteles en cuya composición entra la miel.

Recibía cartas los días de aniversario; mi vida transcurría espiando por el camino el paso del cartero cojo. De día, luchaba contra la angustia; de noche, luchaba contra el deseo; sin cesar, luchaba contra el vacío, forma cobarde de la desgracia. Pasaban los días uno tras otro por las calles desiertas como una procesión de viudas; la plaza del pueblo parecía negra con tantas mujeres de luto. Yo envidiaba a aquellas desgraciadas por no tener más rival que la tierra y por saber, al menos, que su hombre dormía solo. Yo vigilaba en lugar del mío los trabajos del campo y los caminos del mar; recogía las cosechas; mandaba clavar la cabeza de los bandidos en el poste del mercado; utilizaba su fusil para dispararle a las cornejas; azotaba los flancos de su yegua de caza con mis polainas de tela parda.

Poco a poco, yo iba ocupando el lugar del hombre que me faltaba y que me invadía. Acabé por contemplar, con los mismos ojos que él, el cuello blanco de las sirvientas. Egisto galopaba a mi lado por los eriales; tenía casi la edad de ir a reunirse con los hombres; me devolvía la época de los besos entre primos perdidos en el bosque, durante las vacaciones de verano. Yo lo miraba menos como un amante que como a un niño que hubiera engendrado en mí la ausencia; pagaba sus gastos de guarnicioneros y caballos. Infiel a mi hombre, seguía imitándolo: Egisto no era para mí sino lo equivalente a las mujeres asiáticas o a la innoble Arginia.

Señores jueces, no existe más que un hombre en el mundo: los demás no son más que un error o un triste consuelo, y el adulterio es a menudo una forma desesperada de la fidelidad. Si yo engañé a alguien fue con toda seguridad al pobre Egisto. Lo necesitaba para percatarme de que hasta qué punto el que yo amaba me era irremplazable. Cansada de acariciarlo, subía yo a la torre para compartir el insomnio del centinela.

Una noche, el horizonte del este empezó a arder tres horas antes de llegar la aurora. Troya ardía: el viento que volaba de Asia transportaba sobre el mar pavesas y nubes de ceniza; las fogatas de los centinelas se encendieron en las cimas: el monte Athos y el Olimpo, Elpindo y el Erimanto parecían hogueras; la lengua de la última llama se posaba frente a mí en la pequeña colina que desde hace veinticinco años me tapaba el horizonte.

Yo veía inclinarse la frente del vigilante, cubierta por el casco, para recibir el susurro de las olas: por el mar, en alguna parte, un hombre engalanado de oro se acodaba en la proa y cada vuelta de hélice lo acercaba más y más a su mujer y a su hogar ausente. Al bajar de la torre, cogí un cuchillo. Quería matar a Egisto, mandar lavar las maderas de la cama y el pavimento de la habitación, sacar del fondo del baúl el vestido que llevaba puesto cuando él se marchó, y suprimir finalmente aquellos diez años como si fueran un simple “cero” en el total de mis días.

Al pasar por delante del espejo, me detuve a sonreír; de repente, me vi y al verme me di cuenta de que tenía el pelo gris. Señores Jueces, diez años es mucho tiempo: es más largo que la distancia entre la ciudad de Troya y el castillo de Micenas; el rincón del pasado esta asimismo más alto que el lugar en donde nos encontramos, pues sólo podemos bajar y no subir las escaleras del Tiempo.

Sucede como en las pesadillas: cada paso que damos nos aleja más de nuestra meta en vez de acercarnos a ella. En lugar de una mujer joven, el rey encontraría en la puerta a una especie de cocinera obesa; la felicitaría por el buen estado de los corrales y bodegas: sólo podía esperar unos cuantos besos fríos. Si hubiera tenido valor, me hubiese matado antes que él llegara, para no leer en su rostro la decepción, al encontrarme ajada. Pero quería, al menos, verlo antes de morir.

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