Una de las razones por las que Rusia -o mejor dicho el zar de Rusia- se involucró en la primera guerra mundial a favor de Inglaterra y Francia tuvo mucho que ver con una promesa envenenada que estos países le hicieron y que “nunca tuvieron la intención de cumplir: el control ruso de Constantinopla y de los estrechos del Mar Negro después de una guerra exitosa contra Alemania”. [i]

Al zar de Rusia, o de todas las Rusias, el tiro le salió por la culata como bien se sabe. Perdió el poder, perdió el favor de Inglaterra, que se negó a darle asilo y perdió luego la vida junto a toda su familia a manos de los bolcheviques. A las tropas aliadas tampoco les fue muy bien en el escenario del Imperio Otomano, en lo que es hoy Turquía, básicamente.

El arrogante imperio inglés y la prepotente Francia planeaban desde hacía tiempo la guerra contra Alemania y el desmantelamiento del seis veces centenario Imperio Otomano.
Esto último no parecía cosa difícil. El Imperio Otomano se había desangrado y debilitado en las recientes guerras de los Balcanes (1912-1913) donde había perdido la mayor parte de sus territorios europeos y no estaba en condiciones de participar en otra contienda, pero el sultán Mehmed V cedió a la presión de Alemania y sus propios consejeros y el tiro también le salió por la culata.

Para darse una idea de los intereses que estaban en juego sólo hay que leer los siguientes párrafos:

“Alemania necesitaba a los otomanos de su lado. Los planes del Orient Express, que transportaría pasajeros a través de los Balcanes hasta Constantinopla, finalizaron en 1888. El Sultán dio permiso a banqueros alemanes para expandir el ferrocarril hasta Bagdad, lo cual habría permitido al Imperio Otomano formar parte de la Europa industrializada. A cambio habría otorgado una importante presencia alemana en el golfo Pérsico, lo cual supondría una considerable ayuda para el control de sus colonias de ultramar, y una mayor facilidad para su comercio con India, aparte de suponer un valiosísimo acceso al petróleo de Irak”.

“La alianza se formalizó con un tratado secreto, firmado por el Imperio otomano y el Imperio alemán el 2 de agosto de 1914, un día después de que Alemania declarara la guerra al Imperio ruso. La alianza fue ratificada por muchos oficiales otomanos de alto rango, incluyendo el Gran Visir Said Halim Pasha (equivalente a un jefe de cabinete occidental), el ministro de Guerra Enver Pasha, el ministro de Interior Talat Pasha, y el jefe del Parlamento Halil Bey”.[ii]

Para Inglaterra y sus aliados la derrota del Imperio Otomano era algo que se daba por descontado y la operación militar orientada a la conquista de Estambul, la capital, que entonces se llamaba Constantinopla, parecía cosa de rutina. Tanto el armamento como los soldados otomanos no habían dado prueba de calidad ni de valor en las mencionadas guerras de los Balcanes y ni siquiera se esperaba que las tropas resistieran con empeño una invasión que tendría como respaldo un potencial de fuego que arrasaría con las defensas y los reducidos defensores. De hecho, los británicos, con Winston Churchill a la cabeza, estaban al parecer convencidos de que se trataría de un paseo militar, “una operación naval relámpago”. Se abrirían paso a fuerza de cañones, en unas pocas horas atravesarían el estrecho de los Dardanelos y en pocos días pondrían sitio a Constantinopla en las orillas del mar de Mármara.
El hecho conduciría a la rendición de la ciudad y la consiguiente derrota del Imperio Otomano, abriría una ruta expedita hacia Rusia, el rearme y reabastecimiento de la misma y la posibilidad de castigar desde el este al Imperio Alemán y Austrohúngaro para aliviar la terrible presión en el empantanado y ensangrentado frente occidental.

Era una idea brillante, estúpidamente brillante, y el tiro salió también por la culata.

Sin mencionar el sacrificio de los otomanos, el más alto precio en sangre lo pagaron los soldados australianos y neozelandeses, jóvenes soldados procedentes de las colonias o excolonias británicas a quienes les fue concedido el honor y el privilegio de venir a luchar y morir desde el otro lado del mundo por la madre patria en una guerra ajena.

Así lo describe en parte, como se verá a continuación, un irónico cronista:

El fracaso de “la más noble Cruzada”
Luis Reyes

“Eran unos espléndidos jóvenes. Su casi completa desnudez, su altura, su majestuosa y sencilla figura, sus rosados cuerpos quemados por el sol y liberados de toda grasa por el calvario que estaban pasando, todo eso junto producía algo tan cercano a la absoluta belleza como siempre había anhelado contemplar en este mundo”. No se trata de la descripción de un guerrero de la Ilíada por Homero, sino de unos soldados de la Primera Guerra Mundial. Eran los Anzacs, los voluntarios australianos y neozelandeses que luchaban contra los turcos en Gallípoli, tal como los veía el novelista escocés Compton Mackenzie, oficial de la inteligencia británica fascinado por la homofilia.

Pero en enero de 1916 estos modernos Alcibíades estaban tan derrotados como los 300 espartanos del Paso de las Termópilas. Y el precio que pagaron fue aún superior, 10.500 de aquellos “espléndidos jóvenes” de las antípodas se quedaron para siempre en las arenas de Gallípoli, y el total de muertos aliados en la campaña fue superior a los 44.000. Un rotundo desastre y además un sacrificio inútil, pues la operación no sirvió para nada… Algo que sería corriente en la Gran Guerra.

El plan de apoderarse de los Dardanelos, el paso del Mediterráneo al Mar Negro, fue concebido por Winston Churchill y, como todas las suyas, fue una idea brillante, aunque imposible de llevar a cabo. La fortuna le había regalado a Churchill a los 40 años su mejor juguete, la Royal Navy, pues era primer lord del Almirantazgo (la extravagante forma inglesa de decir ministro de Marina). No había en el mundo una máquina bélica semejante, aquella imponente flota hacía de Inglaterra la primera potencia del globo.

La Gran Guerra, tras un mes de arrolladores movimientos del Ejército alemán, se había estancado en la frustrante “guerra de trincheras”. No era situación que aguantase el carácter de Churchill, que enseguida elaboró un plan para forzar los Dardanelos y atacar a Turquía. La idea de golpear al enemigo en “the soft underbelly” (literalmente, el blando bajo vientre, el punto flaco) sería una obsesión para Churchill hasta la Segunda Guerra Mundial. Para tener el control, era una operación naval, con acorazados viejos que no podían enfrentarse a los modernos cruceros alemanes en el Mar del Norte.

En 1915 los rusos pidieron una ayuda que aliviase la presión que sufrían de los turcos, pero las operaciones navales fracasaron, para frustración de Churchill. Entonces se pasó a un plan que incluía el desembarco de una fuerza terrestre importante en la península de Gallípoli, para dominar los estrechos desde tierra. La Fuerza Expedicionaria del Mediterráneo, de 78.000 hombres, tenía una división francesa, dos británicas y dos del Anzac (Australian & New Zealand Army Corps). Eran tropas con buen espíritu, aunque faltas de experiencia, pero el plan de operaciones resultaría pésimo.

Para empezar tenía la oposición frontal del número dos de Churchill, el primer lord del Mar (jefe de la flota), almirante Fisher. Pero el principal defecto de la operación es que daba por hecho que los turcos no ofrecerían mucha resistencia, y nunca se deben hacer planes contando con la colaboración del enemigo. El error del servicio de información fue doble, los turcos serían unos combatientes formidables y además habían guarnecido Gallípoli con muchas más tropas de las previstas.

El plan operativo en sí adolecía de falta de unos objetivos bien definidos, varias veces se cambiaron sobre la marcha; los expedicionarios carecían de buenos mapas (el Estado Mayor usó guías de viajes para la planificación); no había bastante artillería; muchas tropas eran bisoñas; el equipo no era el adecuado; la intendencia funcionó mal, y el general en jefe aliado, Hamilton, no estaba capacitado para la tarea. Añádase el importante factor de la geografía, que se había ignorado, pero que daba siempre una posición dominante a los turcos y convertía las posiciones aliadas en verdaderas trampas, y, por último, una casualidad decisiva: el jefe turco de la zona resultó ser el mejor comandante del Ejército otomano, Mustafá Kemal, luego llamado Atatürk (Padre de los Turcos), el forjador de la moderna Turquía. Todo estaba listo para el desastre.
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[i] http://editorial-streicher.blogspot.com/2017/05/sobre-los-origenes-de-la-1-guerra.html
[ii] https://es.wikipedia.org/wiki/Alianza_germano-otomana)

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