La Orestíada es un conjunto dramático de Esquilo (presentado en Atenas en el 458 a. C.), compuesto por las obras Agamenón, Las Coéforas y Las Euménides. La primera pieza describe el regreso de la Guerra de Troya del caudillo Agamenón y su asesinato de manos de Clitemnestra, la esposa. El segundo apartado se refiere a la urdimbre de venganza ideada por Electra y Orestes, dos de los hijos de la pareja. En el cuadro final, Esquilo describe el juicio de Orestes ante el Areópago ateniense y su absolución por el matricidio, gracias a la intervención de Apolo y Atenea.
En la narración Clitemnestra o el crimen, la escritora belga Marguerite Yourcenar explora la índole de la esposa homicida en una perspectiva asaz distante de aquella en que la mujer era pensada como encarnación del desenfreno, de la hybris… (Pandora abre la caja de todos los males; Helena provoca la pasión de París y desata la guerra de Troya; Escila, guiada por su desquiciado amor a Minos, inmola a Nisos, su propio padre; las mujeres de Lemnos asesinan a todos los varones y Esquilo dice de ellas: “Esta raza de mujeres que cometió semejante crimen es odiada por los dioses y perece con el desprecio de los humanos”.

A través de un inasible paracronismo, Yourcenar hace de la criminal en el relato una mujer de nuestro tiempo, dueña abstraída de un acto por el que no exhibe contrición ni reclama misericordia. Se encausa aquí a un ser abatido, antiheroico, a quien los acontecimientos arrojan a un impío destino irrefutable. Con voz magnánima, la escritora pretende tal vez librarla de la expiación metafísica impuesta por el universo de valores homérico. Y merced al piadoso atisbo de Marguerite, su agonizada Clitemnestra surge ante nosotros, no tan solo perceptiblemente humana: acaso tan seductoramente humana como solo el hechizo de un lenguaje podría esculpirla. (PDM)

Clitemnestra o el crimen (final)
Por Marguerite Yourcenar

Egisto lloraba en mi lecho, asustado como un niño culpable que siente llegar el castigo del padre; me acerqué y adopté mi voz más suavemente mentirosa para decirle que nada se sabía de nuestras citas nocturnas y que su tío no tenía ninguna razón para dejarlo de querer. Yo esperaba que, al contrario, él estuviera enterado de todo, y que la cólera y el afán de venganza me devolvieran un lugar en su pensamiento.

Para estar más segura de ello, entregué el correo, junto con las demás cartas, una carta anónima en donde exageraba mis culpas: afilaba el cuchillo que debía abrirme el corazón. Pensaba que tal vez me estrangularía con sus propias manos que yo tan a menudo había besado: por lo menos moriría envuelta en una especie de abrazo.

Llegó por fin el día en que el barco de guerra atracó en el puerto de Nauplia, en medio de una algarabía de vivas y fanfarrias; los terraplenes cubiertos de amapolas rojas parecían pavimentados por orden del verano, el maestro dio un día de asueto a los chicos del pueblo; tocaban las campanas de la Iglesia. Yo lo esperaba en el umbral de la Puerta de los Leones, una sombrilla rosa maquillaba mi palidez. Chirriaron las puertas del coche por la empinada cuesta; los aldeanos se engancharon al varal para ayudar a los caballos. Al volver un recodo, divisé, por fin, la parte más alta del coche, que asomaba por encima de un seto vivo, y advertí que mi hombre no venía solo. A su lado llevaba a la hechicera que él había escogido como parte del botín, aun estando algo estropeada por los juegos de los soldados.

Era casi una niña; unos hermosos ojos oscuros le llenaban el rostro amarillento y tatuado de cardenales. Él le acariciaba el brazo para que no llorase. Le ayudó a bajar del coche, me besó con frialdad y me dijo que contaba con mi generosidad para tratar amablemente a la muchacha cuyos padres habían muerto. Apretó la mano de Egisto. Él también había cambiado. Resoplaba al andar y su cuello enorme y colorado desbordaba del cuello de la camisa; su barba teñida de rojo se perdía por entre los pliegues de su cuello. Era hermoso, sin embargo, pero hermoso como un toro en lugar de serlo como un dios.

Subió con nosotros los escalones del vestíbulo que yo había mandado alfombrar de púrpura, para que no se notaran las manchas de su sangre. Apenas me miraba; en la cena, ni siquiera se dio cuenta de que yo había preparado sus platos favoritos; bebió dos vasos, tres vasos de alcohol. El sobre abierto de la carta anónima asomaba por uno de sus bolsillos. Le guiñó un ojo a Egisto y farfulló unas cuantas bromas de borracho sobre las mujeres que buscan consuelo.

La velada, interminablemente larga, se prolongó aún más en la terraza infestada de mosquitos. Hablaba en turco con su compañera. Según parece, ella era hija del jefe de una tribu; al moverse, me di cuenta de que llevaba un hijo en su seno. ¿Sería de él o de alguno de los soldados que la habían arrastrado riendo fuera del campamento y arrojado a latigazos de nuestras trincheras? Decían que poseía el don de adivinar el porvenir. Para distraernos, nos leyó las líneas de la mano. Entonces palideció y empezó a castañetear los dientes. También yo, señores jueces, conocía el porvenir. Todas las mujeres lo conocen: siempre esperan que todo acabe mal.

Él tenía por costumbre tomar un baño caliente antes de irse a acostar. Subí a preparárselo: el ruido del agua que salía del grifo me permitía llorar en voz alta. Calentábamos con leña el agua del baño; el hacha que utilizábamos para cortar los troncos se hallaba tirada en el suelo; no sé por qué la escondí en el toallero. Durante un instante, pensé en disponerlo todo para simular un accidente que no dejara huellas, de suerte que la lámpara de petróleo cargara con las culpas. Pero yo quería obligarlo a mirarme de frente por lo menos al morir: por eso lo iba a matar, para que se diera cuenta de que yo no era una cosa sin importancia que se puede dejar o ceder al primero que llega.

Llamé a Egisto en voz baja: se puso pálido cuando abrí la boca. Le ordené que me esperara en el rellano. El otro subía pesadamente las escaleras; se quitó la camisa; la piel, con el agua del baño, se le puso toda violeta. Yo le enjabonaba la nuca y temblaba tanto como el jabón que continuamente se me resbalaba de las manos. Él estaba un poco sofocado y me mandó con rudeza que abriese la ventana, demasiado alta para mí. Le grité a Egisto que viniera a ayudarme. En cuanto entró cerré la puerta con llave. El otro no me vio, pues nos daba la espalda. Le di torpemente un primer golpe que sólo le hizo un corte en el hombro; se puso de pie; su rostro abotargado se iba llenando de manchas negras; mugía como un buey. Egisto, aterrorizado, le sujetó las rodillas, acaso para pedirle perdón. El perdió el equilibrio y cayó como una masa, con la cara dentro del agua, con un gorgoteo que parecía un estertor. Entonces fue cuando le di el segundo golpe que le cortó la frente en dos. Pero creo que ya estaba muerto: no era más que un pingajo blando y caliente. Se habló de rojas oleadas: en realidad, sangró muy poco. Yo sangraba más cuando di a luz a mis hijos. Después de morir él, matamos a su amante: fuimos generosos, si ella lo amaba. Los aldeanos se pusieron de nuestra parte y callaron. Mi hijo era demasiado pequeño para dar rienda suelta a su odio contra Egisto.

Han pasado unas semanas: yo hubiera debido tranquilizarme pero ya sabéis, señores jueces, que nunca acaba nada y que todo vuelve a empezar. Me he puesto a esperarlo otra vez y ha vuelto. No mováis la cabeza: os digo que ha vuelto. Él, que durante diez años ni se dignó a tomar un permiso de ocho días para volver de Troya, ha vuelto de la Muerte. A pesar de que yo le corté los pies para impedirle salir del cementerio… Pero esto no evitó que él se deslizara por la noche en mi cuarto, llevando sus pies debajo del brazo, como los ladrones cuando cogen de este modo sus zapatos para no hacer ruido.

Me cubría con su sombra; ni siquiera parecía darse cuenta que Egisto estaba allí. Después, mi hijo me ha denunciado en el puesto de policía, pero mi hijo es también un fantasma, el suyo, su espectro de carne. Yo creía que por lo menos en la prisión estaría tranquila, pero sigue volviendo: parece como si prefiriese mi calabozo a su tumba. Sé que mi cabeza acabará por rodar en la plaza del pueblo y que la de Egisto caerá cortada por el mismo cuchillo. Es extraño, señores jueces, se diría que ya me habéis juzgado otras veces. Pero tengo la experiencia suficiente para saber que los muertos no permanecen en reposo: me levantaré, arrastrando a Egisto tras de mí como a un galgo triste. Y erraré por las noches a lo largo de los caminos, a la búsqueda de la justicia de Dios.

Volveré a hallar a ese hombre en algún rincón de mi infierno y gritaré de nuevo con alegría con sus primeros besos. Luego, me abandonará para irse a conquistar alguna provincia de la Muerte. Ya que el tiempo es la sangre de los vivos, la Eternidad debe de ser la sangre de las sombras. Mi eternidad, la mía, se perderá esperando su regreso, de suerte que me convertiré en el más lívido de los fantasmas. Entonces volverá, para burlarse de mí, y acariciará ante mis ojos a la amarilla hechicera turca acostumbrada a jugar con los huesecillos de las tumbas. ¿Qué puedo hacer? Es imposible matar a un muerto…

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