Cuando Marco Polo caminó desde Venecia al imperio del Kublai Khan, a mediados del siglo XIII, advirtió que los chinos aprovechaban dos elementos de su invención: uno, creado doscientos años antes de Cristo: el papel; y otro, aún desconocido en Europa: la pólvora. En pocas palabras: el viajero veneciano ya supo, ochocientos años atrás, que aquella gente de mirada inmóvil y ceñida hacía literatura y ganaba guerras a cañonazo limpio. Quizá desde entonces a ningún occidental le cruzara la idea de que el asiático es un tonto. Aunque muchos (esos sí, tontos de verdad: capirote incluido) sueñen que después del acuerdo diplomático en nuestra tierra lloverán locomotoras y trenes, autobuses, triciclos y bicicletas y carros de bomberos (más modesto, Juan Luis Guerra apenas codició chubascos de café). Con toda aquella fiesta encendida por lustrosos montantes de artificio. Gruesa confusión.

En primer término, los chinos son tacaños (‘pijoteros’, para emplear un sinónimo en desuso, muy del agrado del profesor Bosch). Si algo harán en el país (que no lo dudo), lo realizarán empresas chinas, con financiamiento de bancos chinos y estudios de factibilidad verificados también por chinos.

La China neocapitalista acaricia en América prelaciones políticas y económicas. Ambas engendradas por el desaire de la nueva administración norteamericana. Y ambas, también, atizadas por el interés de irrumpir en un ámbito hoy lanzado a la suerte del desinterés de esta gran potencia. Pero no desdeñemos la noción de que Estados Unidos (a una hora y media de vuelo), con todo, es nuestro principal aliado comercial y que más de 10% de los dominicanos viven en aquel país. Consideremos, además, el DR Cafta y las remesas de la población ausente. Desde una perspectiva global, de estrategia a largo plazo, la relación con China se me ocurre significativa. Aunque en lo inmediato, en la táctica, no esté tan persuadido de la cadencia ni de los procedimientos con que se puso en práctica.

De todas maneras, hablamos ya de un hecho consumado. Requerimos, pues, de un programa de trabajo que defina las relaciones con el nuevo y promisorio amigo. Establecer claramente los campos de acción. Identificar problemas en los cuales China pueda colaborar con efectividad. Se me ocurre, en primer término (¿quién le preguntó?, usted no es más que un entremetido irrespetuoso) la generación de energía. Necesitamos de energía barata para que funcionen las industrias, los hoteles, las escuelas, las calles, los hogares. Precisamos asimismo de una vigorosa transferencia tecnológica y de gestión de negocios, similar a la que China (con una fuerza laboral tan módicamente retribuida como la nuestra) ha convertido en punta de lanza de su ofensiva comercial en todo el planeta. El turismo sería otro territorio de colaboración. La infraestructura necesaria para apoyar el turismo es costosa. Demanda recursos no sólo para construirla. También exige gastos importantes su conservación.

Quizá debamos inaugurar el capítulo chino con un centro de desarrollo integrado en Manzanillo, provincia de Montecristi. Existe allí un puerto naturalmente profundo y bien protegido. Al no haber grandes corrientes que viertan sedimentos en la rada portuaria, el costo de mantener su calado es casi nulo. Con un extenso brazo de tierra que envuelve la ensenada, tampoco necesitaría de un oneroso dique rompeolas. Las planicies circundantes permiten crear un emplazamiento de gran extensión y con objetivos múltiples. Digamos que la formación de un parque portuario y tecnológico. Procedería instalar así unos 2,000 o 3,000 MW de plantas generadoras movidas por gas. Asimismo, crear un recinto industrial de alta tecnología y, a su lado, una escuela politécnica donde especialistas internacionales adiestren en procesos y técnicas contemporáneas (nanotecnología, biotecnología, cibernética, inteligencia artificial, ingeniería genética, etc.). El puerto sería ampliado y provisto de atracaderos y grúas para manejar un conjunto de buques furgoneros con características post-Panamax. Parecería adecuado también el disponer de astilleros que mantengan y reparen en el lugar toda clase de embarcaciones. Por supuesto que sería indispensable un desarrollo urbano conexo, a fin de proveer facilidades a las ocho o diez mil personas residentes en el enclave (viviendas, escuelas, centros médicos, comercios, etc.). La inversión global abarcaría el sistema de transmisión eléctrica, así como la expansión a doble calzada de la carretera de Navarrete a Montecristi y Manzanillo.

De otro lado, y si de verdad creemos que el turismo constituye nuestro motor económico, nada mejor que China contribuya a transformar la carretera de Puerto Plata a Samaná en una autopista que consolide el ya evidente desarrollo de la costa Atlántica. Esta prioridad abarcaría la construcción de otra autopista para reducir a 25 minutos el viaje entre Santiago, capital del Cibao, y Puerto Plata.

¿Qué podrían hacer a favor de la ciudad de Santo Domingo nuestros prominentes amigos? Algo muy sencillo, que acaso nos convenza del inmenso valor derivado de la vecindad del mar. Esto es, ganar un espacio al océano y convertir el litoral de Santo Domingo en un emblemático parque (como no existe hoy en la ciudad) de marcada utilidad turística. Con dos o tres kilómetros de longitud y más de 100 metros de anchura reclamados al mar frente al malecón, la capital dominicana concentraría, en una gran plaza de 25-30 hectáreas, numerosas canchas deportivas, ciclovías, parques, áreas infantiles, restaurantes, bares, tiendas, teatros, monumentos, galerías de arte, museos. Todo aquello con áreas suficientes para estacionar autobuses y vehículos menores.

A modo de preludio, quizá convenga limitarnos a este puñado de obras (¿y pensaba usted alargar este ansioso memorial de pretensiones?). Habrá espacio para más tarde encajar unas relaciones que, es mi deseo, resulten tan francas, tan lineales como hoy parecen. Y así de tiernas como anticipa el dueto de sonrisas de Miguelito Vargas y Wang Yi, su homólogo chino.

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