Se atribuye a Napoleón Bonaparte haber dicho que “el hombre más poderoso de Francia es el Juez de Instrucción”. Afirmación que tenía asidero en la organización judicial francesa, donde este funcionario reunía un extraordinario poder que incluía labores de investigación (descenso a los lugares, interrogatorios a testigos y partes, etc), sobre las cuales luego él mismo decidía. Es decir: era Fiscal y Juez.

Estas múltiples funciones del Juez de Instrucción la teníamos en el país hasta la implementación del Código Procesal Penal.

El Juez de la Instrucción debe ser –por lo menos teóricamente- el muro de contención ante el cual se detenga la avalancha de posibles abusos del poder, sirviendo de equilibrio y garantía al respeto a los derechos del ciudadano frente al “ius puniendi” del Estado, por esto le llaman “juez o tribunal de garantías”. Lo demás, la investigación, el recabar pruebas –a cargo y “a descargo”-, la acusación, entre otras funciones, pertenecen al Ministerio Público.

Sin embargo, al día de hoy, el juzgado de la instrucción ha perdido su razón de ser, convirtiéndose en la práctica en un tribunal inerte, ritual y frío casi de muerte, donde solo cuenta la “tutela judicial efectiva” de la acusación. Obviamente, existen honrosas excepciones, pero son minoría.

En Instrucción, todo lo que lleve la acusación irá a juicio en el entendido de que debe ser la jurisdicción de juicio la que observe la certeza o no de la imputación. Escasamente se excluyen algunas pruebas o se varía el tipo penal contenido en la acusación. El litigante, cuando es defensa, cual pitonisa, sabe la decisión que vendrá: Apertura a juicio, mantenimiento de medida, envío de todas las pruebas. En todo caso, a lo más que aspira es a una variación de la medida de coerción si el imputado guarda prisión, y esto casi “de chepa”.

Incluso, es más fácil obtener un descargo (en juicio) que un no ha lugar (en instrucción), pues todo, absolutamente todo, repito, va a juicio. No hay criterio, y cuando por excepción o estadística opera un no ha lugar, si el mismo es apelado, la Corte devolverá, a veces incluso en cámara de consejo, lo que le quita su razón de ser al espíritu de la decisión de instrucción.

La degeneración del juzgado de la instrucción en formalista y “sello gomígrafo” de la acusación, sumado al tiempo promedio que dura un proceso desde que se conoce la medida de coerción hasta el juicio, nos hace pensar que si se les diera la oportunidad a las partes de no ir a esta jurisdicción, como en Puerto Rico, y pasar de forma breve de la medida de coerción al juicio (lógicamente, cada cual con sus pruebas al través de un proceso a crear), se ahorraría mucho dinero, tiempo y esfuerzo al maltrecho sistema de justicia y a los “pobres diablos que lo sufren”.

¡He dicho!

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