Dicen que los pueblos no aprenden de su pasado y no siempre es cierto. En septiembre se cumplen 55 años del derrocamiento de Juan Bosch, pero la estabilidad de que gozamos hoy como nación tiene en ese hecho sus raíces. Al golpe siguió una etapa de inestabilidad que provocó después un contra golpe militar que degeneró en una revuelta popular y una masiva intervención militar norteamericana. El legado fue una guerra civil con un saldo de cinco mil muertos y una sociedad ahogada en rivalidades políticas ya prácticamente superadas.

Las causas han sido objeto de muchas interpretaciones. El golpe se produjo en medio de infructuosas gestiones para convencerlo de echar hacia atrás un decreto de destitución de un influyente militar, el coronel Elías Wessin, que sirvió luego de pretexto para la acción. Su suerte estaba echada. Pero esa no era la noche fijada para el cuartelazo. Bosch en su obstinación precipitó los acontecimientos que pusieron término a su régimen, apenas siete meses después de haberse juramentado. Cuando se anunció en la madrugada la sustitución del presidente, Bosch se encontraba en pugna con su propio partido, el PRD, y alejado de la mayoría de los sectores que habían contribuido a su triunfo en las elecciones del 20 de diciembre del 1962.

Esa fue la causa de que el país no reaccionara de inmediato y en su lugar se instalara un régimen cívico militar incapaz de enfrentar las duras realidades que tenía de frente el país en el campo económico y social, profundizando así las causas que condujeron a la revuelta del 24 de abril de 1965. Bosch fue un incomprendido, pero su largo exilio lo distanció tanto del país que fue incapaz de entender a la sociedad que él intentó cambiar democráticamente. Cuando las diferencias políticas se hacen irreconciliables la irracionalidad domina la política y abre espacio a la confrontación. Nuestra tarea como nación es evitar que eso suceda.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

Más de opiniones

Más leídas de opiniones

Las Más leídas