La construcción en medio del paisaje debe rimar con él, pero en muchos casos, la construcción —por su dinamismo y sus proporciones— se impone al paisaje y lo domina.
EDUARDO TORROJA

Hubo un tiempo en el que cada cruce de un río era singular y, de igual manera, insondable. El camino daba vueltas y revueltas, de un lado a otro, en el descenso refrenado por esa romería instintiva de rectas y curvas que anticipaba la solemne vecindad del puente. Estaba la proximidad de un trance que cortaba la ruta, que la tronchaba al mismo tiempo que reclamaba la unión de “esas dos soledades separadas”, en el esbozo imaginario de una cartografía en torno al infranqueable brazo de agua.

Sucedían aquellas horas en que la naturaleza del puente (su jerarquía militar, hidráulica, mítica, religiosa, urbana…) revelaba y decidía el trazo del camino. Un tiempo fue aquel, también, en que los puentes tenían nombre propio y un espíritu. Los llamaban Puente de las Brujas, Puente Colgado del Techo del Mundo, Puente de los Deseos, Puente de los Suspiros…

Los viaductos de hoy constituyen piezas abiertas, sin principio ni fin, anónimos y disimulados en la geometría vertiginosa de una autopista. Las estructuras del presente sobrevuelan las quebradas sin mirar hacia el abismo y sin respeto alguno hacia los ríos. Antiguamente eran miles las personas que, encabezadas por el rey, asistían al descimbramiento de las bóvedas de un puente. Hoy nadie conoce ni recuerda los nombres de las corrientes y los cauces fluviales. Han desaparecido en un desplante de señorío espacial que suprime la intelección de vecindad, de frontera, de límites…

Parecería cierto, así, que el oficio de concebir y diseñar puentes ha perdido la dignidad que en la antigüedad ostentara. Digamos más: la perspectiva en que hoy se sitúa el pensamiento de un ingeniero de estructuras (probablemente en la mayoría de ellos) está lejos de aquel ascetismo, sereno y amorosamente ritual, con el que hace más de 40 años mis maestros (Leonte Bernard, Alfredo Manzano, Víctor Pizano Thomén, Reginald García Muñoz) se acercaban a los enigmas del puente; a su compleja interacción entre naturaleza y técnica, no menos que al insoslayable vínculo entre los valores económicos y la organicidad esencial de la obra.

Pienso que este libro del ingeniero Reginald García Muñoz, “Puentes: Lecciones para su Diseño y Cálculo”, está iluminado de un empeño didáctico, más que nada dirigido a cubrir esas oquedades doctrinarias y académicas. Reginald ama los puentes como un objeto ejemplar de la ingeniería civil, cual paradigma que siempre han sido de las obras públicas.

Nadie mejor que él, estoy convencido, para llevar de la mano al estudiante por el profuso sendero de esta particular ingeniería. Quizá porque muy escasos individuos en nuestra historia profesional puedan exhibir una trayectoria como la suya. En los puentes concebidos por Reginald García nos asombra su ardorosa sensibilidad estética, vinculada a la destreza en la selección de materiales y la tipología estructural conveniente en cada circunstancia: puentes con vigas de hormigón armado, con vigas de hormigón presforzado, con vigas metálicas, con arcos de hormigón, con arcos metálicos, con tableros y cables atirantados, con losas macizas, con estribos equilibrados…

Con este pedagógico breviario, rebosante de conocimientos, de experiencias y de buena fe, el autor implícitamente sugiere un regreso a la actitud de los viejos maestros proyectistas, diseñadores y constructores de puentes. Quizá una vuelta al espíritu de los “pontífices”, como les llamaran en la hora de Roma a los ingenieros de puentes.

El ingeniero romano Cayo Julio Lacer (creador del puente de Alcántara sobre el río Tajo, Cáceres, España; 104 d. C.) dejó grabada en la piedra de su magna obra la más expresiva definición del arco: Ars ubi materia vincitur ipsa sua (“Artificio mediante el cual la materia se vence a sí misma”). Digamos, invirtiendo el sentido de la frase, que el conocimiento (a modo de arco) será el instrumento mediante el cual el hombre podrá vencer sus implícitas limitaciones y remontar por encima de los obstáculos.

Arribaríamos, en tal caso, al concepto de una ‘ingeniería total’, capaz de asumir simultáneamente un compromiso con la utilidad, con el arte y con la naturaleza. Un noción intensamente real (aunque con tiznes de utopía) que habría de guiarnos a la creación de un ámbito humano, íntegro y digno de ser vivido por todos.

Este libro, créanme, por la docta claridad de su escritura, no menos que por la vastedad de las experiencias traídas al texto, ha de constituir un instrumento formativo invalorable. Profesionales y estudiantes tendrán en sus manos, a través de estos folios sabiamente manuscritos, un abundante surtidor de métodos y criterios de proyecto. Ausentes, la mayoría de ellos, en los planes de estudio de nuestras universidades.

Saludo con afecto la llegada de esta obra ejemplar de mi profesor y amigo Reginald García Muñoz: por lo académicamente generosa y, sobre todo, por la pertinencia absoluta del momento en que nace.

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• •Palabras en la introducción del libro “Puentes: Lecciones para su Diseño y Cálculo”.

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