El rostro de la miseria está pintado en la frontera Norte

EL CORTE, Haití.- La miseria extrema no puede describirse con palabras al otro lado de la raya que divide a República Dominicana y Haití, a través de la frontera Norte, comprendida entre el río Artibonito y Villa Anacaon

EL CORTE, Haití.- La miseria extrema no puede describirse con palabras al otro lado de la raya que divide a República Dominicana y Haití, a través de la frontera Norte, comprendida entre el río Artibonito y Villa Anacaona.Si el infierno pudiera graficarse, tampoco se exageraría si se comparara a Tirolí y El Corte como dos sitios donde “el diablo echó las tres voces”.

Cientos de niños haitianos, descalzos y harapientos, algunos en cueros y otros vestidos con retazos de camisones de mujeres, a la usanza de las más remotas tribus africanas, se agolpan en el polvoriento camino tan pronto avistan en la distancia los escasos vehículos que transitan por el lugar.

Tocándose la barriga, en señal de que no que tienen hambre, o extendiendo la mano para pedir a los viajeros, niños y adultos acorralan los vehículos como si se tratase de un secuestro.

“Deme algo, deme un piá (un peso)”, grita una niña de unos ocho años entre la muchedumbre, mientras otros infantes introducen sus manos en la cabina suplicando una limosna.

Es un espectáculo que le saca las lágrimas, por más hondas que las tenga, al visitante más insensible. Son escenas que laceran el alma y hacen reflexionar sobre el estado de penurias y de carencias extremas en que viven estos infelices seres humanos sumidos en las condiciones más deplorables de la subsistencia: sin comida, sin letrinas, sin agua, sin luz…, sin nada.
Cada día es una lucha contra la muerte.

En la aldea de El Corte, donde el tirano Trujillo trazó la raya de la dominicanidad, Cecil Pierret hierve harina de maíz con cabezas de arenque. Es todo lo que a las seis de la tarde comerán ella, sus tres hijos y el marido durante todo ese día.

Jean Baptiste, padre de la prole, acaba de llegar al bohío con un poco de guandules secos dentro de su macuto. “Esto está malo. Sin el agua que cae del cielo no podemos sembrar nada”, comenta.

Menos mal que años atrás, un misionero canadiense, a través de una congregación evangélica, coordinó ayudas en su país para sustituir los bohíos de tejamaní por casitas de blocks y techo de zinc.

Entorno agreste

La aridez del entorno se pierde entre las altas montañas de una cordillera Central huérfana de árboles. La lluvia también parece que se alejó de estas comarcas, tal vez para no hacerse cómplice de la negación de la vida o como un castigo contra quienes han deforestado estos predios.

La tierra, aún sembrándola, difícilmente pueda parir en semejantes condiciones.
En Santa Lucía es de noche. El soldado dominicano, de centinela en el mirador que está al frente de la aldea, tiene instrucciones de permitir que los haitianos se abastezcan de agua de un pozo en las instalaciones militares, porque a 20 kilómetros de los alrededores no hay una cañada para que estas gentes puedan bañarse y satisfacer sus necesidades cotidianas. Aquí es un punto crítico para el contrabando de armas y drogas. De ahí el rigor de la vigilancia y el estricto control del movimiento de haitianos en territorio dominicano.

A orilla del pueblito hay un remolino de los lugareños. Cada quien abre la boca para lamentarse de su pobreza. Hay quienes, incluso, critican al presidente Michel Martelly. “No ha hecho nada, ni siquiera sabe si existimos. Por aquí no viene nadie”, es la queja de Francois Cossau.

De noche, las luces de las camionetas avisan a los niños que se deslizan como gacelas entre los derricaderos hacia la carretera para pedir dinero. Se repiten las mismas escenas de las aldeas anteriores. Ni siquiera lanzándolas desde el aire las monedas alcanzarían para satisfacer tantas necesidades de estas “bombas de tiempo” de las desigualdades expresadas en brazos abiertos  y rostros lacerados que denuncian los rigores del hambre y la desnutrición.

Reacciones

No tenemos de nada. No hay comida, ni trabajo, no hay de nada. Aquí vivimos porque aún respiramos y eso nos mantiene vivos.
Cecil Valenzuela

Cuando uno de nosotros se enferma hay que llevarlo al hospital de Restauración, porque nos queda muy lejos llevarlos a Haití”.
Michael Censir

Hay una escuelita de una aula en El Corte, pero los maestros casi nunca van. Por eso, los muchachos han dejado de asistir”.
Joseph Pierret

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