La alimentación en el mar (1 de 2)

[El Conde de Bougainville (1729-1811) fue un célebre naturalista, amén de militar, navegante y geógrafo que realizó el…

[El Conde de Bougainville (1729-1811) fue un célebre naturalista, amén de militar, navegante y geógrafo que realizó el primer viaje de circunnavegación francés, y encontró en Brasil la más bella planta de los trópicos.Una que bautizó modestamente como buganvilia y difundió por el mundo. Es la misma que conocemos como trinitaria.

El Conde nunca hubiera sobrevivido al viaje, cuya tripulación pereció en gran parte, si no hubiera estado provisto de alimentos de superior calidad. Y cuando mermaron sus alimentos se abasteció de una rica dieta de ratas frescas que valían su peso en oro.

Para los escépticos, he seleccionado un relato espeluznante de “La búsqueda de las especies” de Carson I. A. Ritchie sobre la alimentación en el mar. ¡Buen apetito! (PCS)].

La alimentación en el Mar en los siglos del descubrimiento XV-XVIII.Las raciones del marinero.

Los viajes y los descubrimientos que caracterizaron la revolución de las especias tuvieron éxito, no gracias a la alimentación de las tripulaciones y de los conquistadores que los realizaron, sino a pesar de ella. Durante toda esta época, el sentimiento general era de que un capitán sólo podía retener a sus fuerzas si las alimentaba y les daba de beber en forma continua, y por supuesto, lo que se les proporcionase tenía que ser lo mismo que hubiesen tomado en Europa. La verdad es que la alimentación de los tripulantes y de las guarniciones en aquellos climas calurosos, vista desde la perspectiva de nuestros días, era lamenos adecuada que pudiera pensarse.

Por ejemplo, todas las provisiones de carne estaban saladas, pues de otra forma no se hubiesen conservado bien en un clima cálido, y a menos de que se les diese un tratamiento especial para quitarles la sal antes de consumirlas, provocaban mucha sed. Sin embargo, ya en tiempos de Cromwell, se estipuló que los marineros de la armada británica tenían que recibir diariamente dos libras de carne de vacuno o de cerdo saladas, o en su lugar libra y media de pescado. La carne normalmente estaba en proceso de descomposición, si no es que estaba completamente podrida, y aunque no lo estuviese, todas las vitaminas de la carne fresca se habían destruido debido al método de conservación.

Después de la carne, el componente principal de la ración era el pan, normalmente en forma de galletas de barco. Los «biscuits» (la palabra procede de bis y cutre, términos franceses que significan «cocer dos veces») por regla general no se hacían a bordo, sino en el puerto, y en ocasiones estaban hechas desde hacía un año, o incluso más. Si las galletas procedían de la intendencia del gobierno, podía darse el caso de que estuviesen hechas hasta cincuenta años antes.

La galleta, una vez terminada, era dura como una piedra, y producía agujetas en las mandíbulas de cualquiera que no fuese un gorgojo galletero. Mientras permanecían en espera de ser empaquetadas, o cuando se abrían a bordo del barco, las atacaba normalmente una especie de mosca que ponía sus huevos en ellas, y con el paso del tiempo nacían las larvas. Los marineros veteranos solían golpear las galletas contra la mesa antes de comerlas, con la esperanza de que saliesen los gorgojos y se marchasen, pero éstos no siempre los complacían.

La bebida a bordo

Lo peor de la vida a bordo era la bebida. Cromwell había ordenado que sus marineros dispusiesen de un galón de cerveza por semana -un margen generoso, incluso aunque no hubiese ninguna otra bebida disponible a excepción del agua.

Tal y como se fabricaba en el siglo XVI, la cerveza no se podía conservar mucho tiempo en un barco. Por lo tanto, Cromwell suprimió la ración de cerveza, y decidió que en su lugar los marineros tenían que beber ron. Afortunadamente, la Royal Navy disponía de grandes cantidades de ron desde que los ingleses conquistaron Jamaica en 1655.

Cuando se estaba en la mar, nadie bebía agua voluntariamente, pues se guardaba en barriles, e invariablemente se volvía verde y viscosa al cabo de pocos días. Los londinenses alardeaban, e hicieron creer a los capitanes de barco, que el agua del Támesis se conservaba mejor que cualquier otra, con lo que muchos barcos zarparon de Londres con sus barriles llenos de un líquido de alcantarilla. Gran parte de la vida de un capitán de barco se pasaba buscando puntos en tierra donde poder rellenar sus barriles de agua -una tarea larga y penosa, que fue la causante de no pocas hernias de los marineros. Cualquier lugar se hacía famoso entre los navegantes si en él se podían renovar las provisiones de agua, y en este sentido alcanzaron especial notoriedad la isla de Santa Elena y el Cabo de Buena Esperanza.

El hambre en el mar

La auténtica pesadilla de un viaje marítimo no era el tener que comer la espantosa comida de a bordo, sino la falta total de alimentos. Escuchemos en este sentido un relato de la época: el coronel Norwood, un caballero partidario del exiliado rey Carlos II, decidió marcharse de Inglaterra en compañía de dos amigos, el mayor Francis Morrison y el mayor Richard Fox, embarcándose el 23 de septiembre de 1649 con rumbo a Virginia. Zarparon a bordo «de un sólido barco, mal llamado el Mercader de Virginia, y que podía transportar trescientas toneladas».

A los veinte días de partir, «el barrilero empezó a quejarse de que nuestro barril de agua estaba casi vacío, indicándonos que en la bodega no quedaba suficiente para abastecer una familia tan grande (unas trescientas treinta personas) durante un mes».

Afortunadamente, la Fayal, una de las islas Azores, apareció en el horizonte, y allí se podrían renovar sus provisiones de agua. Sin embargo, «a la segunda noche de haber anclado en aquellos parajes, nuestros botes aparecieron destrozados por negligencia de los marineros, que habiendo gustado generosamente del vino, estaban borrachos perdidos, tirados a lo largo del barco y en un estado lamentable. Hacer la aguada era una cosa extremadamente aburrida», decía Norwood, «pero además se tardaba tanto por culpa de las disputas de borrachos entre nuestros hombres y los isleños, así que, tras unos días de estancia en la isla, nuestro capitán decidió zarpar, pues el barco se deterioraba cada vez más por culpa de los licores. Y si bien conseguimos una buena provisión de agua, su cantidad apenas justificaba el gasto de cerveza que se tuvo que hacer para conseguirla».

Después de embarcar «una partida de cerdos de capa negra, para poder tener carne fresca, e innumerables melocotones», estos últimos para el consumo personal de Norwood, el Virginia Merchant se hizo de nuevo a la mar. Al cabo de poco tiempo llegó a las Bermudas, pero al cambiar de rumbo hacia el norte, se vio metido en medio de un temporal que le arrastró hasta las playas de Hatteras. La galerna desmanteló el barco, llevándose también el castillo de proa (con uno de los cocineros dentro).

Tanto los pasajeros como los tripulantes quedamos en un estado lamentable, así como los alimentos que pudieron rescatarse. Parecía que íbamos a tener que soportar unas penalidades extremas, dado que la tormenta, al llevarse el castillo de proa, y al haber inundado la bodega, nos dejó el pan (la base de nuestra alimentación) tremendamente estropeado, y ya no había forma de guisar la carne, pues nos habíamos quedado sin cocina. El continuo y violento movimiento del barco hizo que no se pudiera guisar. La única manera de hacer fuego en cubierta consistía en serrar un barril por la mitad, lastrarlo, y convertirlo en una hoguera sobre la que se pudiesen hervir unos guisantes con carne salada. Pero tampoco esto resultaba fácil, y muchas veces nuestros esfuerzos se veían frustrados, y la caldera se volcaba para desesperación de nuestros estómagos vacíos.

La tormenta seguía, y a pesar de los meritorios esfuerzos realizados para reparar el barco, seguían sin avisar ninguna costa americana; «nuestras provisiones de agua habían desaparecido, y la carne no estaba en condiciones de ser comida. Las vituallas que nos quedaban sólo nos permitían distribuir una galleta por persona y día, y aun con este racionamiento no teníamos para mucho tiempo».

La galerna continuó:
Empezamos a sentir un hambre acuciante. Las mujeres y los niños lloraban desconsoladamente. El infinito número de ratas que habían constituido nuestra pesadilla durante el viaje, se convirtieron en presas deseadas y perseguidas, vendiéndose incluso algunas de ellas. Concretamente, una rata bastante gorda llegó a alcanzar un precio de diecisiete chelines en nuestro mercado particular.

Es más, antes de que acabase el viaje (y esta información no la comprobé directamente, aunque la fuente me merece confianza), una mujer embarazada ofreció veinte chelines por una rata, pero su propietario se negó a vendérsela, y la mujer falleció.

Aunque los pasajeros y la tripulación del Virginia Merchant, empezaban a perder la batalla contra el hambre, no decidieron poner todas las provisiones en común, como les recomendaba Norwood.

Así se sucedieron tristemente muchos días y muchas noches, hasta que llegó la sagrada fiesta de la Navidad, que nos aprestamos a celebrar de forma muy melancólica. Sin embargo, para resaltar la fecha, decidimos agrupar todos los restos de comida que nos quedaban y hacernos un pudín mezclando frutas, especias y agua de mar, y friendo la pasta resultante. Nuestra acción despertó la envidia de los demás pasajeros, que no obstante no se entrometieron en nuestra tarea, y salvo algún regalo que enviamos a la mesa del capitán, pudimos disfrutar de nuestro pudín de Navidad sin tener que soportar ningún incidente.

Mi mayor angustia era la sed. Soñaba con bodegas y grifos que me echaban agua por la garganta, y estos sueños hacían que el despertar fuese peor todavía. Encontré una ayuda muy especial al disfrutar de la amistad del capitán, que me permitió compartir algunos tragos de un clarete que tenía escondido en su bodega particular. (“La búsqueda de las especias”, CarsonI. A. Ritchie).

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