La familia dominicana está viviendo situaciones que necesariamente la impactan, de múltiples maneras. Casos que taladran las almas y que nos hacen pensar en el tipo de nación que vamos construyendo.
Los medios de comunicación nos trasladan de un drama a otro. Algunos sencillamente increíbles, pavorosos, que laceran nuestra humanidad. Una muchacha que se asocia con su padre, que al mismo tiempo es su amante, para asesinar a su madre. Otra muchacha que asesina a su madre a palos porque le aconsejaba sobre su relación marital. Un muchacho que mata al esposo de su madre y así, múltiples hechos francamente desconsoladores, que nos indican los niveles de degradación en que vivimos.
El secuestro y asesinato del niño Rafael Eduardo Jourdain es otro cuadro de espanto. La crueldad de someterlo no se sabe a qué tipo de aberraciones, destruir la paz de una madre, convertirla en una frágil expresión pública de las nuevas formas como se van configurando los hogares de estos tiempos, que necesariamente no responden a una tipología única, sino quizás la manifestación de una realidad que nos convoca reflexivamente a todos.
Y todos estos hechos que vemos, a veces como espectáculos horrorosos del dolor, que asumimos como ajenos, son parte de nosotros, de los dominicanos, y que deben llevarnos a reflexionar, a todos, líderes y ciudadanos simples, acerca de estas situaciones.
Una manera de aceptar estos dramas, con cierto dejo de conformidad, es la silenciosa confesión de que quizás el país ha vivido con estas formas primitivas de manifestar la violencia que lleva dentro. Y que simplemente, con la explosión de las vías modernas de comunicación, descubrimos esa realidad.
Preferimos pensar que no es así, que estamos ante nuevas manifestaciones de comportamientos depravantes en la sociedad dominicana, estimulados por factores que deben ser considerados y estudiados por los especialistas.
