La guerra de la Triple Alianza

[Que Paraguay fuera uno de los países más prósperos y desarrollados de America Latina es difícil imaginarlo. Allí…

[Que Paraguay fuera uno de los países más prósperos y desarrollados de America Latina es difícil imaginarlo. Allí la iglesia romana había establecido en 1604 la Provincia Jesuítica del Paraguay, compuesta por misiones o reducciones que llegaron a albergar unos treinta pueblos indígenas, no sin enfrentar resistencia y rebeliones de cierta importancia.

El objetivo era evangelizarlos y civilizarlos, enseñarles técnicas y oficios. El modelo fue presentado al mundo como una especie de utopía realizada (los indios supuestamente convivían en perfecta armonía con los amos, que en este caso eran religiosos y precisamente jesuitas), y alimentó entre muchos pensadores europeos el mito del buen salvaje. Mientras tanto, el poder de los jesuitas se hacía tan grande que estaban convirtiéndose en un estado dentro de los estados y en una iglesia dentro de la iglesia.

“Los jesuitas (decía Napoleón, casi como si hablara de sí mismo), son una organización militar, no una orden religiosa. Su jefe es el general de un ejército, no el mero abad de un monasterio. El Jesuitismo es el más absoluto de los despotismos y, a la vez, es el más grandioso y enorme de los abusos”. John Adams, el segundo gobernante usamericano, afirmaba: “Si ha habido una corporación humana que merezca la condenación en la tierra y en el infierno es esta sociedad de Loyola”.

No extraña que Carlos III de España ordenara en 1776 la expulsión de la Orden. El experimento misionero, que había durado un siglo y medio, fue ahogado en sangre. Otro experimento, uno que convirtió a Paraguay en la primera potencia del cono sur, fue también ahogado en sangre, pero al estilo de lo que los romanos hicieron con Cartago. He aquí la historia del desgarramiento de una nación. (PCS)].

La Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay aniquiló la única experiencia exitosa de desarrollo independiente (fragmentos).

I. Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente, en los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habitantes del país que era, hasta hace un siglo, el más avanzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una población que apenas duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países sudamericanos más pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su capítulo más infame. Se llamó la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio.

No dejaron piedra sobre piedra ni habitantes varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó directamente en la horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada, de principio a fin, por el Banco de Londres, la casa Baring Brothers y la banca Rothschild, en empréstitos con intereses leoninos que hipotecaron la suerte de los países vencedores.
II. Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina: la única nación que el capital extranjero no había deformado. El largo gobierno de mano de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840)  había incubado, en la matriz del aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado, omnipotente, paternalista, ocupaba el lugar de una burguesía nacional que no existía, en la tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su destino.

Francia se había apoyado en las masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y había conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario frente a los restantes países del antiguo virreinato del río de la Plata. Las expropiaciones, los destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para la consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes sino que, por el contrario, habían sido utilizados para su destrucción.

No existían, ni nacerían más tarde, las libertades políticas y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos sufrían la falta de democracia. No había grandes fortunas privadas cuando Francia murió, y Paraguay era el único país de América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni ladrones.

III. El Estado paraguayo practicaba un celoso proteccionismo, muy reforzado en 1864, sobre la industria nacional y el mercado interno; los ríos interiores no estaban abiertos a las naves británicas que bombardeaban con manufacturas de Manchester y de Liverpool a todo el resto de América Latina. El comercio inglés no disimulaba su inquietud, no sólo porque resultaba invulnerable aquel último foco de resistencia nacional en el corazón del continente, sino también, y sobre todo, por la fuerza de ejemplo que la experiencia paraguaya irradiaba peligrosamente hacia los vecinos. El país más progresista de América Latina construía su futuro sin inversiones extranjeras, sin empréstitos de la banca inglesa y sin las bendiciones del comercio libre.

Pero a medida que Paraguay iba avanzando en este proceso, se hacía más aguda su necesidad de romper la reclusión. El desarrollo industrial requería contactos más intensos y directos con el mercado internacional y las fuentes de la técnica avanzada. Paraguay estaba objetivamente bloqueado entre Argentina y Brasil, y ambos países podían negar el oxígeno a sus pulmones cerrándole, como lo hicieron Rivadavia y Rosas, las bocas de los ríos, o fijando impuestos arbitrarios al tránsito de sus mercancías.

Para sus vecinos, por otra parte, era una imprescindible condición, a los fines de la consolidación del estado olígárquico, terminar con el escándalo de aquel país que se bastaba a sí mismo y no quería arrodillarse ante los mercaderes británicos.

IV. El ministro inglés en Buenos Aires, Edward Thornton; participó considerablemente en los preparativos de la guerra. En vísperas del estallido, tomaba parte, como asesor del gobierno en las reuniones del gabinete argentino, sentándose al lado del presidente Bartolomé Mitre. Ante su atenta mirada se urdió la trama de provocaciones y de engaños que culminó con el acuerdo argentinobrasileño y selló la suerte de Paraguay.

Venancio Flores invadió Uruguay, en ancas de la intervención de los dos grandes vecinos, y estableció en Montevideo, después de la matanza de Paysandú, su gobierno adicto a Río de Janeiro y Buenos Aires. La Triple Alianza estaba en funcionamiento.

El presidente paraguayo, Solano López, había amenazado con la guerra si asaltaban Uruguay: sabía que así se estaba cerrando la tenaza de hierro en torno a la garganta de su país acorralado por la  geografía y los enemigos.
V. Mitre anunció que tomaría Asunción en tres meses. Pero la guerra duró cinco años. Fue una carnicería, ejecutada todo a lo largo de los fortines que defendían, tramo a tramo, el río Paraguay. El “oprobioso tirano” Francisco Solano López encarnó heroicamente la voluntad nacional de sobrevivir; el pueblo paraguayo, que no sufría la guerra desde hacía medio siglo, se inmoló a su lado.

Hombres, mujeres, niños y viejos: todos se batieron como leones. Los prisioneros heridos se arrancaban las vendas para que no los obligaran a pelear contra sus hermanos. En 1870, López, a la cabeza de un ejército de espectros, ancianos y niños que se ponían barbas postizas para impresionar desde lejos, se internó en la selva. Las tropas invasoras asaltaron los escombros de Asunción con el cuchillo entre los dientes.

Cuando finalmente el presidente paraguayo fue asesinado a bala y a lanza en la espesura del cerro Corá, alcanzó a decir: “¡Muero con mi patria!”, y era verdad. Paraguay moría con él.

Antes, López había hecho fusilar a su hermano y a un obispo, que con él marchaban en aquella caravana de la muerte. Los invasores venían para redimir al pueblo paraguayo: lo exterminaron. Paraguay tenía, al comienzo de la guerra, poco menos población que Argentina. Sólo doscientos cincuenta mil paraguayos, menos de la sexta parte, sobrevivían en 1870. Era el triunfo de la civilización.

Los vencedores, arruinados por el altísimo costo del crimen, quedaban en manos de los banqueros ingleses que habían financiado la aventura. El imperio esclavista de Pedro II, cuyas tropas se nutrían de esclavos y presos, ganó, no obstante, territorios, más de sesenta mil kilómetros cuadrados, y también mano de obra, porque muchos prisioneros paraguayos marcharon a trabajar en los cafetales paulistas con la marca de hierro de la esclavitud. La Argentina del presidente Mitre, que había aplastado a sus propios caudillos federales, se quedó con noventa y cuatro mil kilómetros cuadrados de tierra paraguaya y otros frutos del botín, según el propio Mitre había anunciado cuando escribió: “Los prisioneros y demás artículos de guerra nos los dividiremos en la forma convenida”.

Uruguay, donde ya los herederos de Artigas habían sido muertos o derrotados y la oligarquía mandaba, participó de la guerra como socio menor y sin recompensas. Algunos de los soldados uruguayos enviados a la campaña del Paraguay habían subido a los buques con las manos atadas.

Los tres países sufrieron una bancarrota financiera que agudizó su dependencia frente a Inglaterra. La matanza de Paraguay los signó para siempre. (Eduardo Galeano, “Las venas abiertas de América Latina”).

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