[Monologando con Dostoievski]
Digamos mejor que en la escuela de Chérmak se alimentó abundantemente el futuro escritor, echó las bases con muchas lecturas literarias, y comentarios sobre las mismas con tu hermano Mijaíl. En realidad, comenzaste a escribir en la Escuela de Ingenieros de Petersburgo, donde ingresaste un año después de la muerte de tu querida máminka. Imagino el estado de tu alma, acaso también turbada por esa carrera ingenieril, tan poco apta para ti; es lo que pienso.
¿Te la impuso tu papá? [silencio, destellos tristes en sus ojos] ¡Ay, Fiodor!, ¿cómo te sentaba ese uniforme? Carecías de la prestancia para llevarlo, de la firmeza al caminar, y con aire distraído. Esos estudios de matemáticas, dibujo, fortificación, balística, ¿te sirvieron para algo? Supongo que sí, tal vez te fortalecieron la lógica, el razonamiento. Lo que ocultaban era tu verdadera vocación; eso lo digo porque ésta se manifestaba en la noche; esperabas que todos tus compañeros se durmieran para ponerte a escribir, a leer, a la luz de una vela, en el mayor de los silencios.
Lo sorprendente , Fiodor, fue que terminaste esos estudios [1843]; suponía yo que no lo harías y no por falta de inteligencia, sino de disposición, de gusto. ¿Qué tan grande fue tu sacrificio? [sin respuesta, me mira con fijeza, los labios apretados] Al menos te proporcionaron un medio de sustento, pues ya Don Mijaíl no podía enviarte dinero, aunque fueran las magras cantidades de siempre, pues había muerto cuatro años antes.
A ese ¿flamante? ingeniero militar de sólo 22 años lo destinaron a la sección de dibujo del departamento de ingenieros de Petersburgo. ¿Lo recuerdas? [sonríe levemente]; admite sin embargo que la pasión literaria te hacía flotar en ese cargo, que dejaste a ¡sólo un año de haberte graduado! Algunas ¿malas? lenguas dicen por ahí que te “destutanaron”, así decimos por aquí cuando botan a alguien del puesto que ocupa [frunce la cejas]. Sabes bien, mi querido Fiodor, que no encajabas en ningún lugar, por lo raro, excéntrico y distraído que eras.
Pero, ¿cómo te ibas a mantener, mi querido Fiodor? Comida, ropa y todo lo demás. Capeabas la situación con préstamos, traducciones, y no sé qué más, siendo presa al mismo tiempo de la fiebre de la creación componiendo Pobres Gentes, tu primera novela, fruto de tus andanzas por las calles de Petersburgo, las que comenzaron cuando llegaste a esa ciudad que tanto amaste y durante las cuales tu ojo clínico de psicólogo profundo recogía valiosos datos observando y conversando con las gentes que hormigueaban en esas calles, pobres gentes maltratadas por la vida, con luces y sombras en sus almas.
Aquella fiebre te hacía trabajar largas horas durante las noches y hacías pausas de reposo abriendo la ventana de tu habitación para contemplar en silencio la fascinación de esas maravillosas noches blancas de Petersburgo que te inspiraron más tarde tu deliciosa novelita del mismo nombre, cuya protagonista femenina, Nástenka, le dio su nombre a mi primera hija. Pero dime, Fiodor, ¿qué pensabas contemplando ese silencioso paisaje nocturno, en qué pozos profundos recogías aguas iluminadas con el cubo de tu genio? [entorna los ojos, enigmático].
Los que leyeron por primera vez esa novela vibraron de entusiasmo, echaron sus lagrimitas: tu buen amigo Grigórovich, el editor Nekrasov [Nikolay Aleksiéyevich], el todopoderoso crítico Bielinski [Vissarion Grigórievich]. Con el espaldarazo de estos dos últimos se publicó la novela [1846], su éxito fue inmediato, te encaramaste de repente al pináculo de la gloria literaria, fuiste invitado a las tertulias de la aristocracia, las cuales fueron humillantes para ti.
¡Ay, Fiodor, desafinabas en esos ambientes! ¡Cuánto me dolió cómo te trataron! Esos encopetados aristócratas esperaban admirarte como una inteligencia avasalladora, imponente, acaso lo que entendían por genio, y tú eras de un temperamento diametralmente opuesto: tímido, callado, distante, moroso en palabras, salvo en algunas ocasiones en las que salían como erupción de un volcán interior, como ocurre con los silenciosos, como ocurría con Oliverio Cromwell que era todo un hombre de guerra.
La condesa Vielgorski tuvo la ligereza de decirle a un grupito de amigos, refiriéndose a ti: “!No sólo son zafios y desmañados, sino que ni siquiera son inteligentes!” ([2], p.22) ¿Lo recuerdas?, porque escuchaste de lejos esas palabras. ¡Vaya superficialidad de esa condesa, incapaz de percibir las señales del genio detrás de las apariencias, si no en tu persona, al menos en tu novela, si acaso la leyó. ¿Qué diablos entendía por inteligencia esa insolente y frívola condesa? ¿La que ella tenía? Pobrecita, así se expresó de un genio reconocido ahora como tal por todos ¡y al que debe que su nombre no haya caído en el olvido eterno! Lo seguro, Fiodor, y eso dudo que no lo supieras, es que si se hubiera tratado de un imbécil de poder temido o aprovechable, habría sido considerado con la mayor cortesía y consideración, y hasta tenido por muy inteligente. Así son las cosas de este mundo…
Herida de muerte tu imagen en los círculos sociales, poco o nada apreciadas tus siguientes novelas de ese tiempo [El señor Projarchin, La patrona, El ladrón honrado, y otras más] por los que podían patrocinar su publicación, caíste del cielo a la tierra. Abatido, angustiado, acumulando odios contra la sociedad, errabas como un sonámbulo por las calles de Petersburgo, y sólo fuiste acogido con empatía por la familia de la señora Máikov, y ni en ese oasis amistoso pudiste encontrar reposo, ¡tan descompuestos estaban tus nervios, mi querido Fiodor!
Con ideas negras contra la sociedad revoloteando en tu cerebro, fuiste atraído por el imán nihilista de la tertulia del abogado Mijaíl Petrachevskii, cuyos miembros querían tumbar al autócrata zar Nikolai I, instaurar la democracia, mejorar la suerte de los campesinos. Turbulencias oratorias entrecruzadas, amenizadas por vodkas y viandas. ¿Recuerdas, Fiodor, cómo te comportabas en esas reuniones? [baja la cabeza, la mano izquierda sobre ella] Apenas abrías la boca, acaso más para comer, empujado por el hambre. !Esa no era, Fiodor, tu vocación, la de revolucionario! ¡Otras preocupaciones bullían en tu alma!, y sin embargo caíste preso con todos ellos al ser delatados por un traidor.
¡Qué orgulloso me sentí de tu actitud durante los interrogatorios, Fiodor, negándote a testimoniar contra tus amigos! Condenados a muerte, cuando los soldados apuntaban sus fusiles listos a disparar a los tres primeros, Petrachevskii entre estos, en ese mismo instante llegó el perdón del Zar, instante maravilloso de resurrección que marcó tu vida, que la dividió en dos, pues en la segunda mitad no querías saber de los intelectuales, respetabas la autoridad, la religión, te sentías más apegado al pueblo accesible y sencillo [dulce fulgor en su mirada]
Te perdonaron la vida, pero te desterraron a Siberia a cumplir trabajos forzados. ¡Tú tan delicado, picando piedras, haciendo zanjas, levantando muros! ¡Ay, Fiodor, hasta tus compañeros de infortunio se apiadaban de ti; en verdad, no todos. La mayoría era gente terrible, criminales endurecidos, ¡y tú sentías piedad por todos ellos, así era de grande tu corazón, y no sólo por esa sola y hermosa virtud! ¡Ah, Fiodor, era que tú mirabas en esas conciencias, calabas a esos hombres con tu finísima penetración psicológica, y veías cosas buenas en ellos! Muchos, acaso todos al principio, te consideraban poca cosa, un ser débil, delicado, un intelectual. Sin embargo, tu fuerza era moral, y dos acontecimientos la pusieron de manifiesto.
El primero, tu desafío visual, si me permites la expresión, al mayor Kritzov, cancerbero brutal del infierno de esa prisión donde se consumían ustedes, siempre amenazando y vociferando, látigo en mano. Ese monstruo, temido por todos, se sintió sin embargo vencido por la mirada fija, desafiante, que hacías caer sobre sus ojos cuando te acosaba con sus órdenes e insultos desaforados e hirientes. Se sentía disminuido, derrotado, y por esa causa la inquina contra ti se apoderó de él. ¡Cuánta grandeza de ánimo mostrabas, Fiodor, en esas ocasiones, cómo te elevabas así por encima de tus miserias!
Pero lo que deseaba el monstruo era azotarte, vengarse de esa mirada tuya, y se presentó la ocasión de una falta reglamentaria cuando tú y un compañero ayudaban a uno de los presidiaros, sosteniéndolo con una cuerda, a sacar un instrumento de trabajo que se le había caído al río que pasaba por donde trabajaban. Pero, ¡oh mala suerte!, de repente apareció el mayor Kritzov, ordenó soltar la cuerda y volver al trabajo, pues esa pausa era violatoria del reglamento. La emoción me embargó, Fiodor, cuando leí que ni tú ni tu compañero hicieron caso a la orden del monstruo y así salvaron al que colgaba de la cuerda. Por esa “falta” los llevaron a la casa de guardia, donde acostumbraban castigar con azotes. l
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FUENTES:
[1] Stefan Zweig; Tres maestros: Editorial TOR, Argentina, 1951.
[2] Fiodor Dostoievski; OBRAS COMPLETAS, tomo I: Editorial Aguilar, España, 1964
[3] Romano Guardini; El universo religioso de Dostoievski: EMECÉ Editores, Bs. As., Argentina, 1958.