El hombre que no estaba (3)

Flaubert se retiró, en verdad, con ánimo triste aunque secretamente complacido. Estaba consciente de no haber convencido al comandante de la validez de sus quejas, pero no podía quejarse por el trato que le había dispensado, y aparte de ciertas…

Flaubert se retiró, en verdad, con ánimo triste aunque secretamente complacido. Estaba consciente de no haber convencido al comandante de la validez de sus quejas, pero no podía quejarse por el trato que le había dispensado, y aparte de ciertas rudezas comprensibles se sentía impresionado por su prosapia y galantería, y desde luego por su talante militar, altivo, caballeroso.

En definitiva, Flaubert decidió conceder por lo menos el crédito de la duda a las últimas palabras del comandante y permanecer como quien dice a la expectativa para darle tiempo al tiempo y no precipitar las conclusiones.

Y fue así que durante algunas semanas, por efecto o por defecto, las aguas parecieron retornar a su cauce y no volvió a ocurrir nada fuera de lo común  en relación con aquellas circunstancias descomunales. Sucedió, incluso, que los ruidos se apaciguaron un poco, a tal punto que los perros dejaron de ladrar a deshora, los disparos y las órdenes de mando se escuchaban tenuemente, el  ulular de la sirena adquirió un registro bajo y el tinglado de quejidos y alaridos redujo sus matices a niveles tolerables. Además, los vehículos que aparcaban en el jardín de la dulce morada de Flaubert ya no permanecían con los motores en marcha. Pero lo mejor, lo mejor de los mejor había sido el traslado del equipo de altoparlantes a una guarnición  fronteriza.

De manera que la existencia de Flaubert -aunque amenazada por el caos y la barbarie- comenzó a transcurrir en condiciones de zozobra que no eran ciertamente plácidas ni palaciegas, pero que al menos eran condiciones de zozobra familiares dentro de una cierta lógica o, como quien dice, dentro de un desorden calculado al milímetro. Era casi la paz, casi la felicidad… Hasta el día en que aparecieron los dos cuerpos podridos en el zaguán.

Muchos años después, en vísperas del quinto centenario del descubrimiento de América, Flaubert evocaría aquella infausta mañana: el momento preciso en que se le manifestaron los primeros indicios del bochorno. Nunca, en toda su vida de  intenso celibato,  habían recibido sus sentidos un agravio tan feroz, feroz e inusitado, sí señor.

Flaubert, como de costumbre, se afeitaba a esa hora, cumpliendo con un ritual que incluía navaja barbera y un continuo recambio de toallas empapadas en agua caliente para ablandar su indomeñable barba hirsuta, y cuando percibió el ofensivo aroma compuso una mueca incrédula, perpleja. Por un minuto permaneció frente al espejo, mirándose como si no fuera él mismo. Se preguntó si sería posible. No, no era posible. ¿Pero sería posible?

Flaubert no era hombre dado a formarse juicios ligeros en base a evidencias que bien podían ser circunstanciales, pero aquello parecía-estar-sucediendo, en verdad parecía-estar-sucediendo, y para cerciorarse tuvo la mala ocurrencia de aspirar profundamente, orientando la narizota en dirección a la corriente en que levitaba aquel aliento funerario, cloacal, cavernario, y de inmediato recibió el castigo merecido por tamaña imprudencia. Fue como si una mano invisible le hubiese azotado en pleno rostro, como  un escupitajo y un dolor lancinante entre los ojos, algo penoso y afrentoso a la vez, casi como si, por ejemplo le hubieran mentado su madre, su maldita madre. El tufo intenso y agrio mortificó sus sentidos y su conciencia con la brutalidad de un ultraje. No era el hedor doméstico, habitual, de los dulces pájaros rotos que solían morir en su plácida morada y al cual, en cierto modo, ya se había acostumbrado, sino un hedor punzante y vinagroso, más fuerte, más agresivo y penetrante, más podrido que todo lo podrido.

Cuando se repuso de la primera impresión, Flaubert hizo acopio de un valor que nunca le faltaba en situaciones difíciles y se asomó al zaguán, cubriéndose la nariz con un pañuelo de fina seda. Allí, en el primer tramo de la escalera, yacía la evidencia corruptible: dos cadáveres putrefactos, completamente putrefactos y cadáveres en medio de una densa nube de moscas blancas, agusanándose a la carrera, despidiendo aquella hediondez insospechable que ocupaba ya, definitivamente, todos los rincones de la casa. Flaubert se sintió morir, sintió que se desvanecía y terminó, sin darse cuenta, anegado en un mar de vómitos. Entonces, sí, era cierto, putrefactiblemente cierto.

A partir de aquel momento la situación tomaba un giro inesperado y Flaubert empezó a tomar conciencia de que las cosas habían ido demasiado lejos, sobrepasando ya los límites de la cordura. En verdad, era demasiado, casi el colmo. ¿Acaso se trataba de una provocación? Por un instante albergó la sospecha de que quizás, sólo quizás, los militares estuviesen interesados en desalojarlo para ocupar su casa, que era la mejor del vecindario y la única de dos plantas, pero si algo sobraba en el vecindario eran casas, casas vacías y abandonadas, de manera que tenía que haber otra razón, una razón oculta, disimulada, que por el momento no alcanzaba a entender. ¿Acaso simplemente trataban de intimidarlo para que huyera como todos los demás? ¡Qué poco lo conocían! Si se trataba de pelear, pelearía, sí señor, pelearía por lo suyo, agotando todos los medios de persuasión e inteligencia a su alcance, y aunque no era abogado ni ocupaba un cargo en el gobierno como su difunto padre, ya sabría hacer valer sus derechos ante Dios y ante los hombres, sí señor: mostraría la madera de que estaba hecho. El tiempo de la espera resignada había pasado. Esa misma mañana iría a visitar a su amigo, el Secretario de la Presidencia, su entrañable compañero de banco de la escuela normal de varones Presidente Trujillo durante cuatro años inolvidables. Sí señor, su amigo, el Secretario de la Presidencia, nada más y nada menos que Secretario Técnico de la Presidencia. Sólo por el gusto de volver a verlo valía la pena el encuentro.

Con el pensamiento fijo en este objetivo, Flaubert terminó de afeitarse, se bañó, se acicaló, se puso su mejor traje –el traje gris de las grandes ocasiones- y luego se plantó frente al espejo del armario de caoba para verificar la pulcritud de su persona. Estaba impecable. En traje gris, con corbata color salmón a rayas, sombrero de fieltro y zapatos de charol, Flaubert era la estatua viva de le elegancia, y se veía más distinguido y culto que nunca, próspero, respetable.

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