El mes pasado, la jefatura de la Policía Nacional dispuso el arresto de 24 agentes de la dotación de Higüey, entre ellos dos oficiales y cinco suboficiales. La decisión se originó en evidencias que los relacionaban con narcotraficantes.
Esa detención fue la continuación de una política de “limpieza”, patrocinada por la jefatura policial. Entonces se dijo que a consecuencia de ello, en los últimos tres meses habían sido cancelados y sometidos a la justicia no menos de 200 agentes por delitos, faltas graves y crímenes.
El mayor general Manuel Castro Castillo ha comprometido su gestión en el combate de la corrupción interna, y especialmente, el involucramiento de los agentes con el crimen en sus más variadas expresiones.
“Tolerancia cero” con los agentes que delinquen, es su divisa. Y está muy bien. En el caso de los agentes de Higüey, la Policía informó la cancelación de 23 de esos uniformados. Es frecuente que la Policía detecte algunos de sus hombres en conflicto con la ley o con los códigos internos de conducta. Cancela, pero no siempre sabemos si son procesados por la justicia.
En el caso reciente más escandaloso, el teniente coronel Johan Liriano Sánchez, el ciclo se completó. Las autoridades han determinado que tiene vínculos con organizaciones criminales y lo entregaron a la justicia civil, como debe ser. Pero antes, ese oficial se vio envuelto en situaciones que debieron ser investigadas con más profundidad.
El agente de la DNCD captado por cámaras en una situación que sugiere un secuestro de dos personas, es un hecho que sigue en la oscuridad. Pero ese agente está libre y no se sabe el destino de sus detenidos. Amerita una explicación.
No basta con sanciones administrativas o con simples cancelaciones. Si bien la Policía tiene sus normas internas, la mejor manera de disuadir las tendencias delictivas de sus miembros, es mediante una mayor rigurosidad frente a quienes delinquen.
