El arte y su silvestre canto inmortal

Cada vez que muere un artista de nuestro agrado, nos queda un vacío como si también hubiese desaparecido parte de nosotros. Un pintor, escultor, cineasta, músico, cantante… no importa su rama, si hemos convivido con su arte, si ese arte nos ha…

Cada vez que muere un artista de nuestro agrado, nos queda un vacío como si también hubiese desaparecido parte de nosotros. Un pintor, escultor, cineasta, músico, cantante… no importa su rama, si hemos convivido con su arte, si ese arte nos ha conmovido hasta los tuétanos, nos brotan lágrimas el día que nos deja físicamente o cuando con nostalgia recordamos su partida.

Llegamos a amar a esos artistas. Y ese amor nos ciega de tal manera que nos negamos a reconocer sus defectos. Seguimos sus pasos, sus gestos, sus palabras, sus ideas, sus caprichos, sus andanzas, sus rabietas, sus tormentos… Nos identificamos con lo que son. Y todo, o casi todo de ellos, lo celebramos; y todo, o casi todo de ellos, nos resulta gracioso; y todo, o casi todo de ellos, lo justificamos. Son héroes que incluso inciden en el desarrollo de nuestra personalidad, los imitamos en la forma de vestir y de caminar y sobrevaloramos sus expresiones.

Los artistas que atraen multitudes provocan más fanatismos que los líderes políticos y religiosos, salvo casos especiales como Mandela o el papa Francisco. En las habitaciones  de nuestros jóvenes hay más afiches de Madonna que de  Gandhi; la tumba de Gardel es más visitada que la de Perón. En Dominicana pocos personajes públicos provocan tanta euforia como ciertos bachateros.

Por ello hay artistas inolvidables, cuyas obras traspasan generaciones y se convierten en emblemas nacionales o del mundo: Eduardo Brito, María Montez, Freddy Beras Goico, Miguel Ángel, Dalí, Mozart, Elvis… los ejemplos abundan. Y no se requiere una tumba para estar en un sitial envidiable en el gusto colectivo, aunque la muerte parece aumentar el valor del artista, pues puede convertirlo en un ser mítico.

El arte surgió con la especie humana. La vida misma es un arte. Todavía aparecen muestras extraordinarias de lo que hacían nuestros antepasados, lo que nos ha ayudado a comprendernos más, a saber más sobre nosotros mismos. El arte tiene un lenguaje universal, que trasciende culturas, épocas, fronteras e ideologías. ¡Cuántos de nosotros disfrutamos los cantos gregorianos sin entender sus palabras! ¡Cuántos de nosotros nos quedamos impresionados al ver una pintura de Picasso aunque no tengamos ni idea sobre el cubismo!
Hoy dedico mis palabras a Sonia Silvestre, esa gran artista que acaba de llegar al cielo, donde es parte esencial del coro divino de Dios y de todos sus ángeles.
Nuestro mejor tributo a Sonia es escuchar sus canciones, valiosas por su contenido y por cómo las canta. Sonia ya es parte de nuestra historia, su voz nos acompañará por siempre, como un símbolo del más excelso talento de nuestra patria. Que su alma descanse en paz.

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