Epopeya, tragedia y realismo mágico

(Transcripción aproximada de mi intervención, hará ya unas siete semanas, dentro de un cenáculo que integran preciados amigos y amigas).En palabras de Hegel, ya lo dije antes, Homero es “el elemento en el que el mundo griego…

Epopeya, tragedia y realismo mágico

Traigo a este ámbito la aproximada transcripción de mis palabras, hará ya unas seis semanas, dentro de un cenáculo que integran preciados amigos (y amigas). Huelga decir que se trata de un círculo (virtuoso) formado por devotos practicantes…

(Transcripción aproximada de mi intervención, hará ya unas siete
semanas, dentro de un cenáculo que integran preciados amigos y amigas).

En palabras de Hegel, ya lo dije antes, Homero es “el elemento en el que el mundo griego vive como el hombre vive en el aire”. Mas esa atmósfera inverosímil, ese espacio milagroso que envolvía de pleno la civilización helénica (así lo entendía Platón) era, en lo fundamental, el mito. Homero se apoya en la mitología y la transfigura en soberbios poemas. A través de la mitología, asimismo, los griegos adquieren el conocimiento de un horizonte sentimental, de un espacio afectivo que luego hace posible la épica, la tragedia y la comedia.
Por la fuerza de los mitos, de lo que en ellos se cuenta, cada dios es “alguien”: el que devoró a sus hijos, la diosa casta que lanza sus flechas, el que persiguió a Dafne y la vio convertirse en laurel, la que desató los vientos contra las naves de Eneas. Los dioses griegos son “quién”, son “individuos”, son “personas” —algunos humanos, la mayor parte sobrehumanos— sin que falte en ellos la sexualidad.

Nadie en nuestros días, digamos, podría imaginarse como creíble (e inevitable) el que Zeus, convertido en un toro, raptara a Europa, ninfa de gran belleza, y que la condujera luego a Creta donde la hizo madre de Minos. Ningún esfuerzo retórico especial era necesario, sin embargo, para que este relato fabuloso se admitiera, con visos de certidumbre, en el seno de la vida helénica. Porque era aquel universo mítico, con certeza, el elemento, el aire, como advirtió Hegel, dentro del cual existían los griegos del período homérico.

Claro está que no se percibe, ni por asomo, el menor parecido entre la Grecia heroica y el lugar y el tiempo en que nace, crece y se sostiene el universo mítico-mágico de Macondo. Sin embargo, García Márquez, en pleno siglo XX, con naturalidad propia de quien viviese aquellas horas titánicas, hace volar alfombras que pasean a los niños por los techos de la ciudad, y trae a escena mujeres que levitan y ascienden al cielo en cuerpo y alma.

Por tal razón, “Cien años de soledad” representa un eje y un hecho artístico soberbio, alucinante y tanto más grandioso cuanto mayor perspectiva y más distancia alcanza, respecto al escenario histórico y cultural en que surge y se asienta la narración novelada de los Buendía. En rigor, García Márquez fue capaz de crear, valido de la más intensa e inteligente arquitectura literaria, una suerte de ‘epopeya de gabinete’, con bríos sobrados para contagiar de arrolladora verosimilitud (y, lo mismo, de inapelabilidad rotunda) a la perfecta quimera de Macondo.

Él llamaba “carpintería secreta” a su técnica peculiar de escribir. Carpintería, dicho metafóricamente, porque ese oficio primoroso le permitía cortar en trozos los maderos de una idea o de un sueño, luego pulirlos y, más tarde, formar con esas porciones un discurso escrito capaz de hipnotizar, de subyugarnos, de hacernos llorar o reír, de emocionarnos hasta la angustia, o acaso de hundirnos en abismos de desesperación inconsolable.

La voz, el estilo, los párrafos, los adjetivos, el punto de enfoque, las oraciones: muchos han tratado de desentrañar los secretos de esa carpintería de resultados sobrenaturales. Veamos, si es posible, un acercamiento a los trucos literarios del gran hechicero de Aracataca.

La voz

García Márquez afirmó a The Paris Review que para escribir ‘Cien años de soledad’ escogió la voz de su abuela. El autor afirmaba que cuando su abuela contaba cuentos, eran fábulas irreales pero ponía ‘cara de palo’ para hacerlas creíbles. Es una voz que no se encariña con los personajes: es distante, como su abuela cuando narraba cuentos.  

Las metáforas

La metáfora sustituye una cosa por otra para acrecentar su sentido. Por ejemplo, decía él: “lloró con lágrimas de aceite ardiente que le abrasaron las entrañas”; “Tuvo que remontar los afluentes de la memoria”; “la medalla de fuego permanecía en su retina” (un eclipse).

Las analogías y símiles

Saber retratar imágenes con comparaciones seductoras (usando el ‘parece’, o el ‘como’): “Los alcatraces inmóviles en el aire con las alas abiertas parecían muertos en pleno vuelo”. “Piedras enormes como huevos prehistóricos”.

Los adverbios

Había que rehuir de todos los adverbios terminados  en ‘mente’. “Porque me parecen feos, largos y fáciles, y casi siempre  que se eluden se encuentran formas bellas y originales” (dijo en una entrevista para Ciudad Seva).

Los adjetivos

Debe dedicarse mucho esfuerzo para sustituir los adjetivos tópicos por otros que producen un efecto inesperado en la imaginación del lector. Por ejemplo: ojos fosforescentes, respiración pedregosa, fiemo empedernido, mosquitos carniceros…

Términos inventados

En ‘El General en su laberinto’ usó ‘condoliente’. Dijo más tarde: “Existen el verbo condoler y el sustantivo doliente, que es el que recibe las condolencias. Pero los que las dan no tienen nombre” (entrevista para Ciudad Seva).

Términos poco comunes. “Una hamaca colgada de dos horcones (puntales) con cabrestantes (güinches) de barco”. “La laboriosa enumeración tronchó su último vahaje”. Y hasta escogía las flores por sus nombres más eufónicos como “caléndulas y astromelias”.

La musicalidad hipnótica

Sus cuentos y sus novelas son melodiosos. Se podrían leer en voz alta y reconocer su hermosa eufonía. Se debe a la profunda formación poética del colombiano,  quien aplicaba a sus oraciones una métrica calculada (pie latino o griego). “Por propia iniciativa (de adolescente) comencé entonces a leer mucho, poesía y obras literarias en general, pero sobre todo poesía. Por eso creo que mi estructura cultural es esencialmente poética…” (Entrevista  para Vogue).

Los párrafos esculpidos

Trabajaba los párrafos y los reescribía, una y otra vez. ‘Cien años de soledad’ contiene párrafos largos con oraciones también largas. Empleaba él la técnica llamada de inversión, por la cual se pone el final al principio. Iniciaba con un verbo o con los complementos, para evitar que todas las frases sonaran igual.
Esa parte de la estructura  era quizá la más trabajada. Él lo llamaba en sus memorias ‘romper párrafos’. “Ahogándose en la mare magnum de fórmulas abstractas que durante dos siglos constituyeron la justificación moral del poderío de su familia, la Mamá Grande emitió un sonoro eructo, y expiró”.

Los diálogos fantasmales

Aunque los diálogos no constituyeron el punto fuerte de García Márquez, como reconocería siempre, las conversaciones de sus personajes adoptan un aire fantasmal, poco natural, que aumenta el efecto mágico de los relatos.

El primer párrafo

“Una de las primeras dificultades es la de escribir el primer párrafo. He llegado a pasar meses para ‘tomar la onda’. Apenas superado este escollo, el resto ha salido facilísimo. Creo que con el primer párrafo logrado se supera la mayor parte de los problemas que plantea escribir un libro. Allí queda definido todo: el tema, el tono, el estilo… (Vogue).

La exageración

Aguaceros que duran años, esponjas y cangrejos que caminan por las casas, pelos de niñas muertas que siguen creciendo, hombres con alas, mujeres con cuerpos de araña. Según el autor: “Si tú escribes que has visto volar un elefante, nadie lo creerá; pero si afirmas haber visto volar cuatrocientos veinticinco, es probable que el público lo crea” (Vogue).

Técnica cinematográfica

Algunas novelas como ‘El coronel no tiene quien le escriba’ las escribió García Márquez con recursos de cine. “Cuando vuelvo a leer ahora el libro, veo la cámara”, confesó (Dagmar Ploetz, en ‘García Márquez’).

Las pequeñas acciones

El autor empleaba el recurso (tomado de Hemingway en ‘El Viejo y el mar’), de describir un personaje por sus pequeñas acciones, como lo hace en ‘El coronel no tiene quien le escriba’. Este coronel, que espera que alguien le asigne una pensión, vive pobre con su mujer enferma. Para ella reúne restos de café en una lata, revuelve en un arcón hasta encontrar un vestido de boda que será su mortaja, y hasta alimenta con granos de café a un gallo que es lo que ha heredado de su hijo fallecido…  (Dagmar Ploetz, ‘García Márquez’).

La atmósfera

En sus narraciones suelen repetirse palabras que envuelven la acción en una atmósfera agobiante:   Viento, sol, polvo, aguacero, fritanga, pestilencia, pájaros, gallos, mastines, patio, podrido, siglos, misa, calor sofocante, funeral, siglos, abuela, bananas, cataclismo, amor, víboras, sudor, criatura, selva, vapores, muerto, hamaca, arsénico…

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Hará algo más de dos meses, en la página que el diario elCaribe me permite cada sábado, expresé que la muerte de Gabriel García Márquez privaba del recuerdo colectivo, no menos que de la clarividencia mitológica, a toda Hispanoamérica, esto es, a los trescientos millones de seres que aquí sueñan y sufren en español.

Su desaparición, quise decir, borraba casi por entero una reminiscencia de cuentos de caminos, donde nebulosos espectros medievales se trenzan en oscuros y bestiales ritos de consumación; todo bajo la sombra cabizbaja que silencia el panteón aborigen, cinco siglos atrás desecho por el ardor de la conquista.

Imaginé, también, que el abismo por donde ahora se despeñaban Remedios la Bella y la matrona Úrsula Iguarán, coronadas las dos por legiones de doradas mariposas y pájaros multicolores, habría de ser, así, el sepulcro de infinitas presencias; quizá el último destino de un viaje hacia la agonía del discernimiento americano.

Y para finalizar, reitero aquí mi convicción de que perder los ecos de Gabriel García Márquez constituye no sólo el quebranto de nuestra memoria, sino que representa, además, el insalvable extravío de la entidad de un continente.
Muchas gracias.

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Traigo a este ámbito la aproximada transcripción de mis palabras, hará ya unas seis semanas, dentro de un cenáculo que integran preciados amigos (y amigas).

Huelga decir que se trata de un círculo (virtuoso) formado por devotos practicantes de hábitos ya en desuso, obsoletos y desterrados por las mayorías, tales como: intercambiar opiniones sobre temas literarios, promover cursos de apreciación musical, organizar conferencias y exposiciones de artes plásticas y arquitectura, escuchar preludios de Chopin y óperas wagnerianas, etcétera, etcétera.

Si algún distinguido lector acaso se sintiera molesto con el tenor de las ideas aquí expresadas, es obvio, tendrá siempre la opción de abrir una puerta de la aeronave y lanzarse al espacio con riguroso albedrío. (En tal caso, es recomendable no olvidar el paracaídas…)

La épica, o epopeya, es un género literario en que se narran los hechos y las hazañas bélicas de un personaje, o de diferentes individuos, que la sociedad ha considerado heroicos. En la antigüedad, la descripción de estas aventuras las realizaban los aedos, o rapsodas, quienes cantaban sus historias legendarias acompañados de instrumentos de cuerda. Los practicantes de este oficio se decían inspirados por las musas.

Los primeros rapsodas no conocían el alfabeto, de ahí que aprendieran de memoria todas las composiciones que declamaban. Era una labor parecida a la de los juglares medievales. El sonido de la música y la cadencia del lenguaje ayudaban a la memorización del texto.

Homero es el nombre con que se conoce a un aedo del siglo VIII a. C., quien compiló y divulgó, en dos grandes poemas épicos, las numerosas tradiciones orales atesoradas por el pueblo griego. Estas magnas creaciones, que constituyen la base cultural y literaria de Occidente, son la Ilíada y la Odisea.
Obras fundacionales las dos, compuestas hace unos tres mil años, tienen como escenario la guerra de Troya, un conflicto originado por el rapto que efectuara París, príncipe de Troya, de la bella Helena, la esposa de Menelao, rey de Esparta.

Tres o cuatro siglos después de la epopeya homérica, la tragedia teatral otorga de nuevo a la poesía griega la capacidad de abrazar la unidad de todo lo humano. Se ha dicho que la epopeya y la tragedia son como dos enormes formaciones montañosas enlazadas por una serie ininterrumpida de cerros menores.

Homero y los mitos constituyen el trasfondo de la universalidad de la vida griega; digámoslo mejor: la erudición de su época. En palabras de Hegel, Homero es “el elemento en el que el mundo griego vive como el hombre vive en el aire”.

La tragedia, igualmente, es el compendio de toda la experiencia adquirida en religión, filosofía, arte y política por el mundo helénico. La tragedia se levanta a medio camino entre Píndaro y Platón, entre el héroe de la casta y el héroe de la libertad: entre el Estado como territorio y el Estado como idea. La tragedia viene a ser la rectora del pueblo y hasta responsable de su conducción, mucho más que los gobernantes. Los trágicos desempeñan para el alma griega una función semejante a la de los profetas judíos.

Esquilo, quien viviera entre los siglos 5to y 6to antes de Cristo, es el primero de los tres grandes autores de tragedias teatrales. La obra de Esquilo, junto a la de Sófocles y Eurípides, representa todo un compendio pasado y presente de la vida helénica, esto es, todo el universo humano descubierto hasta aquí por Grecia.

Esquilo incorpora en su teatro la totalidad de aquella dialéctica terrible según la cual el bien lleva al mal, por lo mismo que provoca la insaciabilidad del disfrute, la ‘Hybris’ que fue el “pecado de los griegos”, y según la cual el castigo, o ‘Tisis’ divina, es la fuente del conocimiento verdadero.

La felicidad es bella así como estúpida: se ignora a sí misma y nada enseña. El bien se realiza impensadamente, por encima de los individuos. Prometeo padece, pero gana para los hombres una chispa de la llama celeste. El tema de Esquilo es que la victoria se compra con dolor, que la felicidad inmediata no puede ser la última razón de la conducta, y que, finalmente, sólo se salvan los que están dispuestos a perderse. Prometeo en la roca constituye la cumbre de tormento y grandeza hasta donde el pensamiento helénico ha logrado encumbrar la imagen del Hombre.

Desde diferentes perspectivas, hay rasgos en el universo mítico de Gabriel García Márquez que lo acercan al tosco arcaísmo y a la pétrea rigidez de los personajes épicos y trágicos, respectivamente, de Homero y de Esquilo.

En la mezcla de realidad y fantasía de los poemas épicos de Homero se amalgaman elementos tangibles con hechos fantasiosos que exacerban el carácter mitológico de la narración. En la Ilíada y la Odisea hay innumerables intervenciones de dioses, de profecías y oráculos, de personajes misteriosos y extraños, como cíclopes, sirenas, etc. Intervienen aquí, asimismo, seres divinos, dioses y semidioses, tanto como deidades menores, quienes participan activamente en la acción dramática.

También en el universo de García Márquez, como en la escena homérica, se hacen pedazos las fronteras que separan la realidad de la irrealidad, lo posible de lo imposible.

En la Troya anti-heroica de Macondo hay alfombras voladoras que pasean a los niños sobre los techos de la ciudad; imanes gigantes que, al pasar por las calles, arrebatan las sartenes, los cubiertos, las ollas y los clavos de las casas; galeones varados en la maleza, a doce kilómetros del mar; una peste de insomnio y de olvido que obliga a los habitantes a marcar cada objeto con su nombre (en la calle central un letrero recuerda: “Dios existe”); gitanos que conocen la muerte pero regresan a la vida “porque no pueden soportar la soledad”; mujeres que levitan y ascienden al cielo en cuerpo y alma; parejas cuyas fornicaciones formidables propagan en torno suyo la fecundidad animal y la feracidad vegetal.

Todo esto, además de un héroe, inspirado directamente en los cruzados de los libros caballerescos, que promueve treinta y dos guerras, tiene diecisiete hijos varones en diecisiete mujeres distintas (que son exterminados en una sola noche); escapa a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento; sobrevive a una carga de estricnina que habría bastado para matar un caballo; no permite jamás que lo fotografíen y termina sus días, apacible y nonagenario, fabricando pescaditos de oro en un rincón de su casa.

¿Cuál, acaso, sería la originalidad del cosmos garciamarquiano, que a simple vista ha de parecernos estructurado con formulaciones añosas provenientes del gran Homero? ¿Y, por qué no decirlo, a ratos prescrito este universo, también, con la implacable inexorabilidad del mundo de Esquilo?
El inmenso valor de la obra de Gabriel García Márquez, específicamente de ‘Cien años de soledad’, consiste en que las acciones y los escenarios, los símbolos y las visiones, las hechicerías, los presagios y los mitos que atraviesan esas páginas embrujadas están profundamente vinculados a la realidad de nuestro continente: se nutren de ella y, al transformarla, al transfigurarla, la definen con una profundidad incomparable y abismal.

¿De qué instrumentos, pues, se vale el escritor colombiano para materializar en forma de palabras el universo mítico de un continente en el que sobrevuelan las visiones del viejo indio montaraz, los siseos de la negra Manuela (nodriza del Simón Bolívar acorralado), las rudezas del indiano gachupín, junto a las mustias parquedades del criollo sobre garboso rocín? l

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