Enrique Henríquez: Miserere

La literatura, muchas veces, es una respuesta intelectualmente organizada a problemas o hechos históricos. La historia vive en la literatura, y la literatura, desde luego, vive en la historia. De hecho, nada vive fuera de la historia.Tal…

La literatura, muchas veces, es una respuesta intelectualmente organizada a problemas o hechos históricos. La historia vive en la literatura, y la literatura, desde luego, vive en la historia. De hecho, nada vive fuera de la historia.

Tal es el caso de “Miserere”, el más celebrado poema de Enrique Henríquez Alfau (1859-1940), quien fue brillante jurista y político de derechas, al cual se recuerda mejor como hombre de letras.

“Miserere”, desde el título, parecería un lamento inocente, de profundo sentido cristiano. (Con este nombre se conoce el Salmo 50 de la Biblia y es “expresión latina que se traduce como apiádate o ten piedad”).

Deplora el poeta el enfrentamiento de las tropas del presidente Horacio Vásquez contra remanentes de la tiranía de Lilís (Ulises Heureaux), que habían tomado la capital. Un enfrentamiento en el que se produjo el 12 de abril de 1903 el incendio de San Carlos, que en apariencia, sólo en apariencia, es el motivo principal de la composición.

Pero Enrique Henríquez no era un espectador desapasionado. Había sido, entre otras cosas, un ferviente colaborador del ajusticiado Ulises (Lilís) Heureaux, y en el cargo del ministerio de Relaciones Exteriores lo sirvió hasta la hora de su muerte en 1899.

“Miserere” es un poema intenso y notable, cuyos méritos literarios no se discuten, pero es también una tesis contra los partidarios de Horacio Vázquez, un argumento histórico finamente lilisista, una trampa literaria. 

Los lilisistas, por cierto, ganaron la contienda y llevaron al poder al lilisista Woss y Gil.

Leamos, pues, el magnífico poema con los ojos bien abiertos para sortear los peligros que nos reserva toda lectura “ingenua,  sin malicia, inocente”. PCS].

Miserere 

A Federico García Godoy
¡Oh torva muchedumbre! / ?Clamó escalando el pensamiento mío / la enrojecida cumbre? / ¿Por qué al clamor impío, / por qué al ciego conjuro de la guerra / en pavor y en oprobio hundes la tierra? / ¡Ay, la ambición nefanda / ?Júpiter, que en la abrupta serranía / el rayo de la muerte desenfrena? a mi demanda, / con la voz de su ronca artillería, / sumiendo el corazón en honda pena! / Y entre escombros que aún gimen / coronados de púrpura y de humo, / dominio vasto y sumo / a la arrogante vanidad franquea / el brazo artero que enarbola el crimen, / rindiendo sobre el campo desolado, / cadáver profanado, / el gigante cadáver de la idea. / ¡Oh prostituido genio de la guerra / que de un ámbito al otro el duelo espacias: / tu inicua destrucción al mundo aterra, / y aún tus brutales cóleras no sacias! / Tus airados cañones, / con su intenso relámpago, no alegran / generosos pendones: / proclaman la igualdad, no la reintegran; / ni infunden vigorosos ideales / que reconstruyan en la noche aciaga / la fe de nuestros tristes inmortales: / noble faro extinguido / en la conciencia nacional, inerme; / eco viril que el desencanto apaga; / gloria que el sueño de las tumbas duerme!… / Y, ¡oh genio prostituido! / vas por las cumbres fulminando males. /
Tus impasibles manos, / que inmolan, sin horror, seres humanos; / y que de un tajo vengador suprimen / engreídas cabezas de tiranos, / acaso fanatizan, no redimen: /arrebatan, deslumbran; / ¡pero un ídolo abaten y otro encumbran! / Bien, ¡ay, en tanto, mi dolor lo advierte: / no faltarán espíritus protervos / que asidos a tu lábaro de muerte / se finjan redentores / cuando son sólo siervos / de cadenas cargados y de errores. / ¡Oh genio de las ruinas / que en lo hondo del abismo te agigantas; / que hacia la afrenta, sin rubor, caminas; / que sobre escombros tu bandera plantas; / que al bien agobias, la verdad quebrantas, / y en cruel desenfreno, / con la sangre y la escoria que fabricas / haces lodo y salpicas / el dolor de la Patria con tu cieno! / Cruel mentira es tu culto / o sólo al mal eriges tus altares / cuando acudes, terrífico, al tumulto, / talando huertos, desquiciando hogares… / La purpúrea neblina / que el vientre de las llamas ha exhalado, / sube y crece y al cielo se avecina, / mostrándole, en el campo desolado, / una ciudad en ruina; / un informe calvario / de albergues cuyas cálidas pavesas / sirven a esos albergues de sudario; / y gimiendo salmódicas tristezas, / un testigo de piedra: ¡el campanario! / Lejos, mucho más alto, en lo invisible, / sobre la etérea soledad sombría, /
parpadeó, terrible, / el ojo eterno, el que a Caín veía / cuando el crimen horrendo cometía. / Después… ¡Oh, qué mortal presentimiento! / ¿Por qué evocar de Esparta el fin cruento?… / De remotas edades / discurro, con dolor y con asombro, / por entre las sublimes soledades / que marcan su frontera a cada escombro. / De las razas vencidas, / medroso busco en vano / el alma de las trágicas quimeras / sin encontrar siquier, ¡oh gran Leonidas, / magnífico espartano!, / la tumba en que abrigaste tus banderas… /
Si yo buscase un día, / doliente peregrino, / ?¡oh hermosa Patria mía!?, / el esplendente sol de tu destino / y sólo hallase tierras devastadas, / gigantescas montañas abatidas, / y una legión de tumbas ignoradas, / como la inmensa tumba de Leonidas… / corriendo tras tu espíritu inmolado / hundiera mi aturdido pensamiento / en la extensión vacía; / y, o muriera abrazado / a la visón del Pabellón Cruzado, / ¡o en la bóveda azul del firmamento / yo tu nombre inmortal escribiría! / Con acento sombrío / todo ruge o solloza; / todo, ay, agoniza en torno mío! / Su imagen pavorosa / la purpúrea neblina / clava, profundamente, en mi retina. / Tristes voces lejanas / remedan el plañir de las campanas; / y de la angustia en que mi pecho muere, / sube a Dios este grito: «¡Miserere!»

(Con motivo del incendio de San Carlos, 12 de abril de 1903).

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