Monaguillos: pequeños monjes o monjas

Las Sagradas Escrituras, siendo inspiradas por Dios, indican que los seres humanos fueron creados para adorar al Todopoderoso. Son muchas las maneras en que las personas dedican sus vidas para servir a Jehová, muchas veces por las grandezas en que…

Las Sagradas Escrituras, siendo inspiradas por Dios, indican que los seres humanos fueron creados para adorar al Todopoderoso. Son muchas las maneras en que las personas dedican sus vidas para servir a Jehová, muchas veces por las grandezas en que ha obrado en ellas. La Biblia dice que es mejor servir que ser servido.

Dentro de la Iglesia católica existe un grupo, conformado por niños, adolescentes y jóvenes, llamado monaguillos y monaguillas, que se dedican a servir desde el altar durante las celebraciones de eucaristías y otras liturgias.

La finalidad de los monaguillos es proporcionar facilidad al sacerdote oficiante de la misa, para un mejor desenvolvimiento de los distintos momentos del acto sagrado como es tocar la campana, acercar el cáliz, servir el vino y el agua.

Según el coordinador de la pastoral Juvenil, Luis Rosario, la palabra “monaguillo” está emparentada con el término “monje” y significa algo así como pequeño monje o monja.

Los también llamados “servidores del altar”, son entrenados para llevar a cabo sus deberes según se necesite durante un servicio religioso cristiano. Son parte importante de la tradición católica.

Los monaguillos sirven durante las actividades religiosas que se llevan a cabo en las iglesias católicas, principalmente las misas y vísperas. También en algunas del acólito, pero sin haber recibido esta orden menor y otras funciones litúrgicas, con la finalidad de proporcionar facilidad al desenvolvimiento de los distintos momentos del acto sagrado.

El padre Luis Rosario explica que el servicio de los monaguillos “nace de las entrañas mismas del acto litúrgico, en el que se necesitan algunos elementos o accesorios para la celebración y, por tanto, también quienes faciliten esos utensilios.

A veces se utiliza también el término de acólitos, aunque este nombre, de por sí muy antiguo, está reservado para ministerios instituidos dentro de la Iglesia y con funciones más amplias”. 

Referente a las enseñanzas que se les da a los monaguillos, el padre Luis Rosario explica que éstos aprenden a ser respetuosos con las cosas de Dios y con las personas; a ser organizados, disciplinados y ordenados. También son instruidos para servir desinteresadamente, a orientar su vida en torno a valores e ideales, a ocupar su tiempo en cosas positivas, a socializar con otras personas de su propia edad y de diferentes edades.

Las instrucciones que se les brindan a estos jóvenes fomentan su crecimiento, su relación consigo mismos, con quienes los rodean, con la sociedad y con Dios. El coordinador, los padres de familia y el párroco, son elementos importantes para el desarrollo del monaguillo, tanto espiritual como intelectual.

Una tradición que tiene su historia

Los también llamados “servidores del altar” están presentes desde los inicios de la Iglesia católica, pero poco a poco se fueron formalizando, primero como servicio de acolitado desde final del siglo II de nuestra era cristiana, y luego en formas variadas al estilo actual, dice Luis Rosario, coordinador de la Pastoral Juvenil.

El padre Rosario detalla, además, que para los niños, niñas, adolescentes y jóvenes pertenecer a un grupo de monaguillos equivale a una especie de escuela no formal de liturgia y, por ende, de educación en la fe, lo que significa que sirviendo en el altar van aprendiendo la vida cristiana, sobre todo en la dimensión del servicio desinteresado.

El servicio al altar les exige también disciplina, buen comportamiento, limpieza y orden interno y externo. Pertenecer a un grupo de monaguillos abre también a una dimensión vocacional tanto en la sociedad como en la Iglesia, que puede a veces conducir a una apertura, a una vocación de consagración también sacerdotal.

El padre Luis Rosario revela que de niño pertenecía a un grupo de alrededor de 120 monaguillos de la Parroquia Don Bosco, donde aprendió a amar a Dios, respetar a los demás, surgiendo incluso varias vocaciones al sacerdocio que hoy trabajan pastoralmente a beneficio del pueblo.

Antecedentes históricos de los monaguillos

Se dice que se acostumbró a dar el nombre de acólitos a aquellos jóvenes que, aspirando al ministerio eclesiástico, se dedicaban a acompañar y seguir a los obispos, tanto para servirles en clases de pajes, como para llevar y traer las cartas o epístolas que recíprocamente se escribían, desde los primeros siglos de la Iglesia.

También recogían antiguamente las ofrendas de los fieles que se bendecían durante la misa y acabada ésta se entregaban a los diáconos y presbíteros para su distribución.

Algunos autores, entre ellos el doctor Tomasino, sostienen que en la iglesia griega jamás se conocieron los acólitos. Pero otros, con el P. Goar, defienden la opinión contraria apoyados en el testimonio de San Dionisio, San Ignacio mártir, de San Epifanio, en los concilios de La Odisea y Antioquía, en las novelas de Justiniano y en la autoridad de Focio y añade que los griegos modernos tienen hoy acólitos con el nombre de ceroferarios. Todos, sin embargo, convienen en que la iglesia latina los tuvo, desde los primeros tiempos.

San Tarsicio, es el patrono de los monaguillos y según la tradición, al joven Tarsicio se le confió llevar la comunión a algunos cristianos que estaban prisioneros. Es considerado un mártir de la Eucaristía, del siglo III.

Según los escritos, los paganos encontraron al joven San Tarsicio cuando transportaba el sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo y le preguntaron qué llevaba. Tarsicio no quería arrojar las perlas a los puercos y se negó a responder; los paganos le apedrearon y apalearon hasta que exhaló el último suspiro, pero no pudieron encontrar el sacramento de Cristo ni en sus manos, ni en sus vestidos. Los cristianos recogieron el cuerpo del mártir y le dieron honrosa sepultura en el cementerio de Calixto.

El Papa San Dámaso, en el siglo IV, cuenta en un poema que Tarsicio prefirió una muerte violenta en manos de una turba, antes que “entregar el Cuerpo del Señor” y lo compara con San Esteban, que murió apedreado por su testimonio de Cristo.

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