El ladrón (1 de 3)

El hombre echó un vistazo en derredor y se detuvo junto a la farmacia: apretó los puños, se mordisqueó nerviosamente los labios y continuó avanzando hasta llegar al muro del patio. Entonces volvió a mirar el entorno para comprobar que las calles&#82

El hombre echó un vistazo en derredor y se detuvo junto a la farmacia: apretó los puños, se mordisqueó nerviosamente los labios y continuó avanzando hasta llegar al muro del patio. Entonces volvió a mirar el entorno para comprobar que las calles permanecían desiertas, silenciosas y esfumadas. En las casas de la vecindad no se advertía el menor movimiento. La noche estaba crecida. Se respiraba un aire denso y duro, oloroso a carbón y a frituras de mercado.

Durante algunos minutos se entretuvo calculando las posibilidades de una subida afortunada. Luego se frotó las manos para eliminar el sudor, escupió repetidas veces y comenzó a darse paseítos por la calzada.

El muro se elevaba a siete pies de altura, y en su parte superior estaba defendido por una doble hilera de cascos de botellas -empotrados en cemento- que cubría casi por completo la superficie. Cuando hubo considerado atentamente los riesgos y eventualidades, el hombre se remangó la camisa y fijó la vista en los vidrios. Pero en el momento decisivo escuchó a la distancia un eco de pasos trasnochados y entonces tuvo que fingir que estaba orinando simplemente. Después echó a caminar calle abajo, silbando, y cinco cuadras más tarde dobló a la derecha: apretó el paso. Al cabo de una media hora se encontraba de regreso en los alrededores de la farmacia. Dio un último vistazo a la redonda y, de nuevo junto al muro, con infinita cautela se asió del borde, metió el pie derecho en un resquicio, se impulsó elásticamente y en menos de un segundo pasó del otro lado sin hacerse un rasguño. Acompañando su caída se produjo un ruido apenas seco y sordo.

El patio era triangular y pequeño. Bajo la mata de guayaba se amontonaban docenas de frascos vacíos, sucios. De la caseta del sanitario fluía un continuo chorro de agua hediondo. La parte anterior de la farmacia estaba bordeada por una especie de galería de madera, débil y achacosa, a la cual servía de pantalla una enredadera flecosa y deslucida que pendía del techo como un trapo en desuso. Sobre la barandilla se veían algunos barriles de piedra de talco, dispuestos al azar. Y justamente al final de la galería, recargada contra el ángulo izquierdo, se encontraba la puerta trasera.

El hombre se arrimó con ademanes cautelosos e introdujo un pedazo de varilla en la anilla del portacandado. Por un momento le pareció que no iba a poder desprenderlo. Pero la madera estaba podrida y al primer intento los tornillos salieron temblando como peces halados por la cola. Lentamente empujó la puerta y no hubo ruido. Casi al instante divisó en un rincón los ojos nerviosos de un gato. El corazón le dio un vuelco.

Apretó con fuerzas el pedazo de varilla, a qué te lo rompo en la cabeza. Entonces el animalejo se alborotó: arqueaba el lomo y engrifaba los pelos y no terminaba nunca de moverse y escupir, hasta que finalmente dio un salto, se detuvo un segundo a mirarlo, agresivo, y de inmediato salió disparado por el tragaluz.

-Doctor, levántese y ábrame la puerta -gritó Mercedes, golpeando recio con un zapato-. Apúrese por favor que ha ocurrido una desgracia. ¿Me está oyendo doctor? -El zapato volvió a funcionar con más bríos.

Paseó la vista por las tinieblas tratando de reconocer los objetos, y en el extremo opuesto del aparador descubrió la caja registradora: abierta y vacía. Enseguida se llevó las manos a la cara y suspiró: maldijo en silencio.

Luego concentró su atención en las medicinas almacenadas, y al cabo de algunos minutos de indecisión hizo girar la llave de una vitrina, soliviantó la puerta y la fue abriendo con cuidado: los goznes se quejaron despacito. Inició la búsqueda con ademanes torpes y lentos, y a cada segundo le resultaba más difícil mantener el control de los nervios. Sentía las piernas flojas y la camisa empapada sudor, y los testículos fríos, encogidos.

Tembloroso y acobardado agarró con ambas manos una cajita amarilla, chata, alargada, y se la llevó a los ojos para leer los títulos. En ese momento escuchó el ronroneo de un vehículo de motor que se detuvo en la misma esquina de la farmacia. Un pasajero abrió la puerta y dijo gracias, pásame a buscar mañana a las doce. Sonó un portazo y el conductor dijo de acuerdo, hundió el acelerador, ¡pero sin falta! El silenciador tosió repetidas veces: la máquina se alejó. Luego se produjo un tintineo de llaves y el pasajero se internó en alguna casa vecina.

Entonces el hombre comenzó de nuevo a respirar y abandonó la actitud de repliegue. Después se puso en cuclillas para reponerse del susto, y así permaneció durante un rato sin tratar de moverse. Al poco tiempo regresó a las vitrinas y continuó buscando sin darse tregua. Pero las medicinas todas se parecían, muestra médica. Por las rendijas de las ventanas se colaba un haz de luz amarillenta dosis, la que el médico señale. El reloj de pared marcaba las tres y cuarto: adultos, seis tabletas al día.

¿Me está oyendo, doctor? -insistió Mercedes con el zapato en la mano-. Dése prisa, doctor, le digo que es un asunto de vida y muerte. ¡Una desgracia, doctor! -zarandeó la puerta con desesperación-. ¿Me está oyendo doctor? Doctor Córdoba, ¿qué si me está oyendo?, le digo que es un caso urgente-. -Adentro se produjo un ruido leve, discreto, acompañado por un gruñido.

El hombre asomó la cabeza y la calle estaba desierta. Se subió en un cajón, apoyó los codos en el borde del muro y con el pie derecho buscó un saliente y se dispuso a saltar. De improviso apareció un grupo de muchachos, ruidoso, pateando piedras y alguno que orinaba, je, je, a qué te mojo. Tuvo que arrojarse a tierra para evitar que lo descubrieran. Pero el cajón de madera, bruscamente liberado de su peso, emitió un largo chillido y al instante se escuchó a uno de los muchachos preguntando que fue eso y otro dijo el diablo y se echo a reír.

El hombre aguzó el oído y se mantuvo por un cierto tiempo a la expectativa, hasta cuando sintió que los pasos se alejaban. Luego se acurrucó en las tinieblas, junto a la mata de guayaba, tentaleando con infinita precaución la pila de botellas. El sudor le corría por la cara y por los ojos. Tenía el ano apretado: las tripas flojas y muertas y ni siquiera había conseguido las vainas. En la calle sonaba a diluvio el chorro de orine, sonaba a charco muerto, y a cataratas, pendejos, a que llego hasta el mercado haciendo pipí.

-Doctor Córdoba -vociferó Mercedes con acento angustiado-. ¡Por el amor de Dios, no va a venir?

¡Cóntrale, sí, pero aguántate! -le respondieron de adentro-. No voy a salir encuero a la calle con este frío.
Se descolgó de la cerca y echó a caminar con desenvoltura. Pero a los pocos pasos oyó ladrón y entonces tuvo que mandarse corriendo hacia cualquier parte. Luego se internó a toda carrera por un angosto callejón, tropezó casi enseguida: se fue de cabeza contra una plancha de zinc. Frente a sus narices fue abierta una puerta. En el umbral apareció un individuo corpulento, armado con un garrote, ¡aquí está! Durante algunos segundos se observaron en silencio, indecisos y huraños, y de inmediato, iniciaron el combate. El hombre recibió un primer golpe en la frente. Sintió la sangre fluir en abundancia y entonces le dio rabia y perdió el control de sí mismo: se le echó encima al adversario tratando de encontrarle el pescuezo. Pero en ese tentativo recibió un segundo tablazo y cayó de bruces por tierra. En el suelo contó un nuevo golpe, en el pecho, y luego dos más en la cabeza.

De improviso comenzó a tirar patadas locas: lo alcanzó de lleno en los testículos y al momento lo vio soltar el palo y llevarse –bruscamente- las manos a las ingles y revolcarse dando alaridos como una bicicleta, coño, me lisió el maldito. (De “Los cuentos negros”). 

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