Arturo Pérez-Reverte: Cuatro héroes cansados (2 de 3)

Hubo una época, la más larga de la historia, en la que no había luz eléctrica, ni radio, ni televisión, ni cine, ni computadoras y mucho menos alienantes, estupidizantes videosjuegos.

Hubo una época, la más larga de la historia, en la que no había luz eléctrica, ni radio, ni televisión, ni cine, ni computadoras y mucho menos alienantes, estupidizantes videosjuegos.La lectura era una de las diversiones favoritas, si así se le puede llamar a una adicción (una saludable adicción). La lectura, en efecto puede llegar a ser, en el mejor de los sentidos, un hábito tan terrible que se convierte en vicio y transforma a cierta gente en quijotes. Pero la falta de un entrenamiento sistemático para adquirir este hábito produce muchas veces analfabetos funcionales (“la incapacidad de comprender, de leer o escribir frases sencillas en cualquier idioma”), como muchos de los estudiantes que ingresan a la universidad.

Jostin Gaarder, el autor de “El mundo de Sofía”, dice que el sentido de la filosofía, de la cultura y el conocimiento en general, que se adquiere a través de la lectura, no es algo abstracto, inaprensible, tiene una finalidad práctica que se identifica con la existencia misma y marca la diferencia entre vivir y vivir intensamente. Se puede vivir una vida, vegetar, “flotar en el vacío” como “un mono desnudo”, o se pueden vivir muchas vidas estudiando, leyendo, adquiriendo conocimientos, vivencias que se incorporan a nuestra biografía con la calidad de lo intensamente vivido.

Uno no vuelve a ser el mismo después de conocer un poco de historia, filosofía, ciencia, literatura, después de leer y familiarizarse con el Quijote y Sancho, con el coronel Buendía de “Cien años de soledad” y la inolvidable Úrsula Iguarán. Por eso Pérez-Reverte no puede desprenderse de los personajes de “Los tres mosqueteros” y habla de d’Artagnan como el más entrañable amigo. La literatura, como la vida, sirve para vivirse, y las venturas y desventuras de los personajes de la historia y la literatura forman parte de la gran aventura de la existencia. PCS.]

Cuatro héroes cansados
(segunda parte)
Y es aquí donde llegamos a la gran pregunta: ¿Existieron Athos, Porthos y Aramis, o sólo fueron producto de la imaginación del novelista…? Por suerte hay una respuesta para eso. El propio Dumas los creyó personajes de ficción, apoyándose sólo en los tres nombres mencionados por Courtilz de Sandras en sus Memorias de d’Artagnan; pero todos existieron y anduvieron cerca unos de otros.

Athos fue Armand de Sillegue, señor de Athos, mosquetero de la guardia del rey desde 1640, que murió en París en 1643 sin haber podido, por tanto tomar parte en ninguna de las aventuras de la novela “Veinte años después”. Murió en un duelo, pues su cuerpo fue descubierto atravesado de una estocada en el Prado de los Clérigos, lugar frecuentado por espadachines y duelistas de la época.

Respecto a Aramis, el refinado mujeriego con vocación religiosa, se llamaba en realidad Henri d’Aramitz , e ingresó en los mosqueteros cuando Athos, hacia 1640. Fue escudero, abate laico en la senescalía de Oloron, y ahijado del Señor de Treville, otro personaje real, que Dumas hace aparecer en los primeros capítulos de la novela. Aramitz se casó y tuvo varias hijas cuya descendencia, al parecer, vive todavía.

Se ignora si Porthos era, como en el texto, un gigante de noble corazón, valiente y leal camarada. Pero lo cierto es que nació en Pau, se llamaba Isaac de Portau, e ingresó en los mosqueteros sólo un año antes de la muerte de Athos. Dice la crónica que murió pronto, por enfermedad o en la guerra con los españoles. O tal vez en algún duelo, como Athos. Y también existió Rochefort, el malvado espadachín sicario del cardenal, el hombre de la cicatriz, cuyo personaje extrajo Dumas de unas supuestas Memorias de MLCDR (el Señor Conde de Rochefort). En cuanto a Milady, la perversa Milady, Dumas la obtuvo en las Memorias de La Rochefoucauld. No se llamaba Ana de Brieul ni se casó con ningún lord Winter; pero sin duda era muy bella. Su nombre real fue condesa de Carlille, y le robó, como en la novela, dos herretes de diamantes al duque de Buckingham en un baile.

Y llegamos a d’Artagnan, el auténtico. Carlos de Batz Castemore nació entre 1615 y 1620 en Lupiac, Gascuña, y fue a París muy joven. Así que, para situar a sus héroes en la época histórica que más le convenía, Dumas lo envejeció diez años. Puede así tener dieciocho el primer lunes de abril de 1626 y vivir la larga aventura de los mosqueteros. El otro, el auténtico Carlos o Charles, nombre propio que nunca aparece en la novela de Dumas, ingresó en 1635 en la compañía de guardias del rey que mandaba, como en la novela, el señor des Essarts, y con él participó en 1640 y 1641 en los sitios de Arras y en las campañas del Rosellón. El erudito y novelista Néstor Luján apunta con verosimilitud que seguramente estuvo en Cataluña cuando la guerra de el Segadors , y en la Isla de los Faisanes cuando el enlace de Luis XIV con una infanta de España. También viajó por Inglaterra en 1643, ingresando en la compañía de mosqueteros reales cuando ya había muerto Luis XIII. Nunca pudo ser, por tanto, mosquetero bajo Richelieu y este monarca. Lo que sí fue, según todos los indicios, es un activo agente del cardenal Mazarino: a tenor de la correspondencia secreta del cardenal, d’Artagnan desempeñó diversas misiones secretas durante la Fronda y siguió una brillante carrera militar. Luchó en Flandes y ascendió en 1657 a teniente de los mosqueteros del rey, graduación equivalente a la jefatura efectiva de esta unidad. A la muerte de Mazarino siguió a las órdenes del joven Luis XIV, quien le encomendó, como en El Vizconde de Bragelonne, la custodia del superintendente Fouquet cuando éste cayó en desgracia y fue detenido. Madame de Sevigné, amiga de Fouquet, dedicó encendidos elogios a la cortesía y caballerosidad de d’Artagnan en su correspondencia. En 1667 sucedió al duque de Nevers como jefe máximo de los mosqueteros, y murió por fin en Maastrich en 1673, encabezando un asalto. Nunca recibió el bastón flordelisado de mariscal de Francia que Dumas, más generoso que el rey a quien d’Artagnan sirvió toda su vida, le puso en las manos en el momento de su muerte.

Esa fue la carrera militar del auténtico d’Artagnan. En cuanto a su vida privada han podido comprobarse muchos datos, pues se conocen su testamento y el inventario de su casa. Casó con una viuda rica, tuvo dos hijos y se separaron. El d’Artagnan de ficción murió soltero, era tacaño y tuvo poco éxito con el dinero y con las mujeres. El de verdad fue mujeriego, adinerado y gran señor, aficionado a las amantes, los perfumes y las joyas. Pero ambos eran valientes, apuestos, astutos y duelistas.

¿Ficción o realidad…? En la obra de Dumas nadie es capaz de separar la una de la otra, a estas alturas. De hecho, la realidad permanece como un alma de hierro por debajo de la novela de ficción, aunque a fin de cuentas la realidad sea lo de menos. Lo cierto es que su éxito fue inaudito. Ahí están, en las amarillentas colecciones de las hemerotecas, anunciándose en los periódicos de mayor tirada de la época, publicadas por entregas, capítulo a capítulo, en primera página. Se cumplía así con una de las exigencias del público: emoción e interés, como en las actuales telenovelas, con buen cuidado de interrumpir la narración en el momento justo, dejando al público con el alma en vilo hasta la siguiente entrega. Historia dirigidas a una amplia masa de lectores ávidos de novedades, sorpresas y emociones. Quizá paladares no muy exigentes; pero masas de público, al fin y al cabo, donde también se incluían los más refinados lectores.

En España el éxito fue inmenso. El nombre de Alejandro Dumas figuró junto al de los grandes autores de su tiempo. Después vino la indiferencia y el desdén de los críticos, aunque no del público que le ha seguido siendo fiel hasta nuestros días. De un modo u otro, la literatura es un naufragio constante donde Dios, que es el lector, reconoce a los suyos. Y Dumas sigue a flote como caso extraordinario: autor popular que, a pesar de serlo, llegó a codearse con los más grandes ingenios de su tiempo, con los más grandes novelistas de la historia, sobreviviéndoles y sin desmerecer. A eso se llama, simplemente, talento.

Los tres mosqueteros es una novela folletinesca , sin duda. Un caudal de peripecias con todos los pecados propios de las obras de su clase. Pero también un folletín ilustre muy superior a los niveles comunes al género, que permanece fresco y vivo, que dispara ecos, resortes íntimos en la imaginación y los sentimientos de quien se enfrenta a sus páginas, sumiéndolo en una aventura apasionante y haciéndolo correr, galopar sin aliento de la ruta de Calais a Belle-Isle, batiéndose en las posadas o en los caminos, esquivando el veneno y el puñal en los corredores del Louvre, amando, matando y muriendo en una aventura que en realidad no es sino la Aventura, como decía R. L. Stevenson refiriéndose a Dumas, que late en cualquier corazón humano: voluntad ardiente, melancolía, fuerza un poco vana, amistad, elegancia sutil y galante, valentía, lealtad y ese tono de escéptica sabiduría, de pesimismo ligero o de templado optimismo que impregna el relato, y no es otra cosa que el lúcido conocimiento de la condición humana con lo que ésta tiene, a un tiempo, de despreciable y entrañable. 

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