Arturo Pérez-Reverte: Cuatro héroes cansados (3 de 3)

[Algo que me llama la atención, y con lo que no estoy de acuerdo, es el juicio despectivo de Pérez-Reverte sobre los personajes de Julio Verne, otro escritor que venero, otro escritor de culto que todavía conserva su vigencia, uno de los más leídos&#

[Algo que me llama la atención, y con lo que no estoy de acuerdo, es el juicio despectivo de Pérez-Reverte sobre los personajes de Julio Verne, otro escritor que venero, otro escritor de culto que todavía conserva su vigencia, uno de los más leídos del mundo. Sus personajes más “fríos y sin alma”, envarados y pomposos son los ingleses, a quienes Pérez-Reverte seguramente detesta como buen español (y Julio Verne como buen francés). De igual manera detesta a Napoleón, al petit caporal que suele llamar petit cabrón. Detesta, en general, a todos los hombres y personajes que no se rigen por un código de honor, por eso es tan indulgente con los tres mosqueteros y con su capitán Alatriste, que es un matatriste, un matarife.

Pérez-Reverte es también un héroe cansado, desilusionado, que tomó parte durante veinte o más años como corresponsal de guerra en las peores guerras de fines del pasado siglo y sabe a qué atenerse en cuanto a la naturaleza del ser humano. El no diría, como el personaje de Camus en “La peste, “que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. En “El pintor de batallas” se declara muy explícitamente a favor de la desaparición del parásito humano de la faz del planeta…, una idea que comparto.

Por eso valora tanto a esos personajes de Dumas, “cuatro antiguos mosqueteros (que) jamás perderán de vista un límite ético, un vínculo moral indisoluble que justifica cualquiera de sus actos y mantiene a salvo su honor y dignidad: la fidelidad a sus amigos, la solidaridad generosa…”

Por eso se despide, en el párrafo final, de esos seres excepcionales, rebosantes de humanidad, con “una sospechosa humedad en los ojos”, y creo algunos lectores también. PCS]

Cuatro héroes cansados
(última parte)
Sobre todo, a diferencia de los personajes fríos y sin alma de Verne, de los tragafuegos malayos de Salgari, de los piratas de buen corazón de Sabatini, los héroes de Dumas están vivos, tienen carne y sangre. D’Artagnan y sus compañeros son seres humanos sujetos a las pasiones y a los recuerdos; individuos que aman, odian, se quieren y son leales a pesar de las contradicciones y de las piruetas que, con el paso de los años, la vida impone. Puestos a extremar con ellos el rigor, Athos puede resultar un marido engañado; un héroe trasnochado y borracho que se aferra a su honor como único recurso para no volarse la tapa de los sesos. Porthos sería un gigante irresponsable y fanfarrón, Aramis un mujeriego intrigante e hipócrita. En cuanta a d’Artagnan, no saldría mejor librado.

A fin de cuentas, su fama de espadachín es discutible, pues en “Los tres mosqueteros” sólo asistimos personalmente a cuatro de sus duelos, y en algunos vence aprovechando que Jussac, por ejemplo, se está levantando, o que el adversario, ciego en el ataque, se ensarta sólo en su espada. En el desafío con los ingleses sólo desarma al barón, que al retroceder resbala y cae.

En cuanto a su moral y carácter, hay aspectos discutibles. Al duque de Wardes le roba el salvoconducto con malas artes y recurre a una baja maniobra para acostarse con su amante. Y por cierto, en cuanto a amantes sólo conquista a cuatro: Milady -con subterfugios-, una criada de la que se aprovecha, la pequeña burguesa Bonancieux y la fondista Magdalena que lo mantiene en “Veinte años después”. Y no hablemos de dinero: la primera ronda general que vemos pagar a d’Artagnan es después de capturar al general Monk, cuando hace veinte años lo conocemos sin verle soltar un duro.

Quizás ahí está la clave: en la abrumadora humanidad de los cuatro héroes de Dumas. En “Veinte años después” militan en bandos opuestos, desconfían unos de otros, se engañan y acuden armados a la cita de la Plaza Real en el capítulo XXXI, donde discuten, y mientras d’Artagnan echa mano a la espada, Aramis saca la suya y están a punto de batirse. Después, d’Artagnan se lleva al buen Porthos a Inglaterra con engaños y ambos ayudan a Cromwell mientras sus otros dos amigos defienden a Carlos I. Todavía en Inglaterra, d’Artagnan se negará a estrechar la mano de Athos, cuyo anticuado sentido del honor los ha hecho fracasar, poniéndolos en peligro a todos. La amistad inquebrantable que se profesan los mantiene unidos, sin embargo, aunque vuelven a enfrentarse en “El vizconde de Bragelonne” por el asunto de Fouquet y la Máscara de Hierro, mintiéndose y adorándose al mismo tiempo unos a otros, dispuestos a batirse contra el mundo si es necesario, jugándose a cara o a cruz, por lealtad al pasado, a los peligros que compartieron y a su vieja amistad, posición, dinero, honor y vida. Ejemplo admirable de fidelidad y constancia, de valor generoso y abnegación. Y en mitad de las mil tormentas en que se ven envueltos, de las zozobras y los peligros, buscando cada uno sus egoístas ideales, honores o ambición, siguen queriéndose unos a otros a pesar de ellos mismos, de las ínfulas de predicador de Athos, de la doblez jesuítica de Aramis, de la escasa inteligencia de Porthos, del orgullo y ambición de d’Artagnan. En un mundo hostil de adversarios, cortesanos y enemigos poderosos, de reyes ingratos y maniobras políticas, en el torbellino de las sucesivas intrigas donde terminan siendo víctimas y protagonistas a menudo a su pesar, los cuatro antiguos mosqueteros jamás perderán de vista un límite ético, un vínculo moral indisoluble que justifica cualquiera de sus actos y mantiene a salvo su honor y dignidad: la fidelidad a sus amigos, la solidaridad generosa, todos para uno y uno para todos, que no es, en el fondo, sino el respeto, el culto a las sombras fieles de los héroes de limpio corazón que en otro tiempo fueron. La lealtad a sí mismos, a su propia juventud perdida.

Y de ese modo, durante cuarenta años de la historia de Francia, los acompañamos hasta el ocaso. Cumpliendo la ley de la vida se van acercando a él cansados, escépticos, con la memoria llena de ingratitudes y desengaños; pero también de los buenos momentos vividos juntos, del valor y el heroísmo compartidos, y de la amistad que sobrevivió a todo lo demás como un hilo de acero constante bajo la trama, cruzando de parte a parte las dos mil doscientas páginas en las que se cuentan los sucesos de sus vidas extraordinarias. Y sobre sus viejos corazones fieles va cayendo el telón con un tono de melancolía resignada y valerosa. Los cuatro hombres que hicieron temblar a reyes y cardenales, que alteraron con su coraje algunas de las más dramáticas páginas de la historia de su tiempo, aceptan resignadamente su destino y se extingue con el relato. Los héroes son viejos y están cansados; sus sombras se extinguen con los rescoldos de su época, recordando con nostalgia, ya sin odio ni pasión, a los viejos enemigos, que la distancia vuelve tan entrañables como los viejos amigos.

Desaparecidos unos y otros porque ya no quedan hombres como ellos, de su temple y de su clase, y el mundo en que vivieron y lucharon agoniza con ellos. El buen Porthos, el corazón leal, el gigante generoso, es el primero en irse. “Es demasiado peso”, dice antes de sucumbir en la gruta de Locmaría, rodeado de cadáveres de los enemigos que se lleva por delante. Le seguirá Athos, mirando con serenidad al ángel de la muerte cara a cara, digno y honrado como vivió siempre. Y después, mientras Aramis se sume en las sombras convertido en general de los jesuitas, d’Artagnan morirá de pie, como mueren los viejos soldados valientes, con sangre en el pecho y el nombre de sus amigos en sus labios, rozando con la punta de los dedos el rostro, que siempre le fue esquivo, de la gloria.

Esas vidas las habré compartido ocho o nueve veces con la mía, y siempre llego a su término con una sospechosa humedad en los ojos. Y cuando cierro el último tomo no puedo evitar hacerlo despacio, como quien corre la lápida de una tumba, con la misma melancolía que rodea los últimos momentos de mis amigos perdidos.

Al fin y al cabo, con ello muere también cada vez parte de uno mismo, del niño que alguna vez se fue. De lo mejor, lo más noble y generoso que existe en la condición humana. Pero también, cada vez, queda el consuelo de saber que Athos, Porthos, Aramis y d’Artagnan no se han ido para siempre.

Dentro de dos, cuatro o cinco años, un día abriré de nuevo el primer volumen por la primera página, y todo empezará otra vez desde el principio. Una mujer rubia y enigmática en una carroza. Un hombre con una cicatriz. Y un joven gascón de dieciocho años sobre un jamelgo amarillo, el primer lunes de abril de 1626. Y yo cabalgaré con él, eternamente joven, generoso y valiente, al encuentro de aventuras y peligros. En busca de los mejores amigos que tuve jamás.

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